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Finkielkraut: “Es un error leer el presente en clave de un retorno a los años 30”

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El filósofo francés de origen judío Alain Finkielkraut ha estado en Madrid hace unos días presentando su último libro, Lo único exacto y, como no podía ser de otra manera, ejerciendo ante los medios de comunicación esa visión de la filosofía que ya señaló Michel Foucault y que consiste en ser vigía y crítico del presente, atento a cualquier pretensión de reducir la actualidad a una explicación enlatada y miope.

Durante la charla que mantuvo con un grupo de periodistas en el Instituto Francés –en la que tuve la suerte de estar– Finkielkraut embistió contra el discurso dominante que ha querido convertir el renacimiento de los nacionalismos y los movimientos antiglobalización en un regreso de los fascismos y de las problemáticas de los años 30 en Europa.

“Nuestro presente no se parece a los años 30, como se ha dicho repetidamente en el discurso dominante”, reiteró el filósofo, casi como una respuesta a lo que unos pocos días más tarde comentaría nuestra querida alcaldesa, al hilo de la política migratoria de Donald Trump.

De hecho, una de las cuestiones en las que el pensador francés, hijo de un judío polaco deportado a Auschwitz, hace especial hincapié durante la conversación es el error de acudir a la memoria para tratar de dar una explicación al presente, dejando a un lado importantes novedades que deberían ser el punto de partida para cualquier tipo de análisis:

En Occidente tenemos dos conceptos dominantes de la historia: uno en el que concebimos la historia como lo haría un magistrado y en el que tratamos de buscar compilaciones de ejemplos para sacar nuestras conclusiones sobre el presente y otro que nació en los tiempos modernos y que entiende el devenir histórico como el avance del ser humano hacia su plenitud“.

Reformar la memoria

Para Finkielkraut, en los periodos de inestabilidad como el actual, el concepto de progreso “entra en crisis” y ya no se sostiene la idea según la cual toda la Humanidad está inmersa en una misma historia, de modo que entra en juego la segunda vertiente de la historia, aquella que se puede entender estrictamente como memoria.

En Francia tenemos una expresión que no sé si existe en otras lenguas, hablamos de ‘devoir de mémoire’ (deberes de la memoria), se invocan los deberes de la memoria y bajo ese término se habla exclusivamente de la memoria del crimen, no sirve para acordarse de los poetas. Solo sirve para acordarse de los grandes crímenes de los años 30 y 50 y de los del colonialismo. Es una concepción de la historia y de la memoria que se parece a aquello que dijo el filósofo Santayana, que ‘una sociedad que olvida su pasado está condenada a volver a vivirlo’. Por eso este concepto de la historia implica un vínculo entre la memoria y la vigilancia“.

Según el filósofo, este es el mecanismo intelectual que se habría puesto en marcha a la hora de nombrar, juzgar y condenar a determinadas novedades que han surgido durante los últimos años en Occidente. Sin embargo, subraya que la “vigilancia” –vigilancia que él no critica– se apoya sobre un terreno insuficiente:

Esta es una memoria muy activa, pero no solo se olvida de otras partes de la historia sino que además se olvida de la historia de los demás. Por eso tenemos que conservar esta memoria pero al mismo tiempo conservar una memoria más amplia.

Crisis del progreso y auge de la… ¿ecología política?

Se trata, en definitiva, de mirar a las cosas por sí mismas y no en función de parámetros preestablecidos que no pretenden otra cosa que amoldar los hechos a un cierto discurso acerca de la historia. Este discurso no es otro que el discurso sobre el progreso de la sociedad (hoy de la sociedad global) hacia lugares más altos y más excelentes, hacia derechos más ambiciosos, hacia la emancipación de los oprimidos y, sobre todo, hacia el tan preconizado fin de la violencia (que lleva anunciándose con insistencia por lo menos desde el siglo XIX).

 

El discurso sobre el progreso se vuelve insostenible en la medida en la que la experiencia de una generación es la contraria: la historia no solo no progresa sino que amenaza con ser disuelta por poderes desconocidos.

 

Dicho discurso se vuelve insostenible en el momento en que la experiencia de una generación, como puede ser la nuestra, es precisamente la contraria: la historia no solamente no progresa (o no lo hace de forma claramente reconocible, al menos) sino que, además, todo aquello de valioso que hay en nuestras sociedades se ve amenazado por fuerzas incomprensibles (desde los poderes financieros hasta el terrorismo, pasando por la división política y social y el vaciamiento y pérdida de las tradiciones y lugares comunes).

Es en este contexto, en el que la idea de progreso y hasta el mismo progresismo han perdido suelo en buena parte de Occidente, en el que surgen movimientos a los que el “discurso dominante” califica simplonamente como “fascistas” y a los que, en cambio, Finkielkraut define con un matiz interesante: “conservadurismo trágico”.

Nos damos cuenta de que lo tangible de nuestras sociedades es frágil. Se trata en cierta manera de un sentimiento ecológico: conservar lo que hay. La ecología en un sentido filosófico es esto: el mundo es nuestra responsabilidad y es frágil. Lo que vale para la tierra también vale para la civilización y la cultura, incluso para la nuestra.

Si aceptáramos esta explicación, cabría realizar una lectura de fenómenos como el Brexit, la victoria de Donald Trump, y el auge de los nacionalismos en Francia, Polonia, Hungría, Dinamarca, Alemania, etc. como una suerte de reacción antiglobalización motivada por el sentimiento de haber “perdido el control” sobre el propio destino. Al hilo de esto, Finkielkraut recordaba las palabras de Albert Camús, durante su discurso al recoger el Premio Nobel de Literatura:

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga“.

Islam y Occidente: choque de civilizaciones

Nos hallamos pues ante un movimiento que, si aceptamos la definición de Finkielkraut, es de naturaleza reaccionaria o, si se quiere, conservadora, y que surge en relación a dos elementos: los efectos no deseados de la globalización y la aparición de un nuevo jugador en la esfera nacional e internacional: el Islam político.

En referencia a este último, Finkielkraut dirá que la irrupción en la política internacional del Islam político, uno de cuyos fenómenos es terrorismo, constituye una novedad suficiente para rechazar un análisis de la actualidad en clave de retorno a los años 30. Además, apunta a la reacción conservadora en relación al Islam como un proceso de “choque de civilizaciones” en el que parte de la sociedad occidental siente amenazado su modo de vida por la presencia de una nueva identidad (la islámica) que no es ya exclusivamente religiosa sino, sobre todo, política (como ya defendió Žižek, un pensador en las antípodas ideológicas de Finkielkraut).

Ante este nuevo elemento, al que “no sabemos como tratar”, según Finkielkraut, cabrán dos opciones: la primera, la que ya hemos descrito, es decir, adoptar una posición conservadora e intentar impedir que la llegada de una nueva identidad a nuestros países desplace a la autóctona y se convierta en la hegemónica. La segunda: acudir a la “historia” –a la historia mal entendida– y realizar una lectura del islam político como un movimiento emancipatorio, como reacción de los oprimidos ante los crímenes de Occidente.

En relación hacia esta última posición, cabe volver a recordar la posición del filósofo francés –“esta memoria no solo se olvida de otras partes de la historia sino que también se olvida de la historia de los demás”–, que no deja de ser un poco paternalista al pretender que la historia de los “oprimidos” solamente se explica en relación a sus “opresores” y no en relación a sí mismos y a las consecuencias de sus propios actos.

Dicha interpretación acerca del Islam político se enmarca, según Finkielkraut, en el contexto de un “rearme ideológico” –pues las reacciones a la crisis del progreso se han producido en ambos sentidos– que ha llevado a la izquierda a retomar la división binaria del mundo que caracterizó el discurso de la izquierda de hace varias décadas y que desde principios de este siglo ha vuelto a tomar fuerza.

¿Que si la izquierda ha perdido la hegemonía cultural? No estoy totalmente seguro, pero constato que el debate se ha tensado de una forma drástica. La conversación intelectual se ha convertido en algo extremadamente violento. (…) Cuando se divide al mundo entre opresores y oprimidos se hace imposible el debate. Solo es planteable la guerra hasta la victoria final de los oprimidos.

Es por ello por lo que Finkielkraut hace un llamamiento a recuperar las condiciones necesarias para llevar adelante el debate en común sobre los acontecimientos de nuestra época. Para ello –esta vez sí–, recuerda un caso histórico: el de aquellos pensadores y filósofos que contribuyeron a “desenmascarar al totalitarismo”, haciendo inservible así la “división binaria del mundo” que conduce al enfrentamiento y convierte al diálogo en algo injustificable (pues verdugo y víctima rara vez se ponen de acuerdo).

Y una última advertencia:

Desde principios de los años 2000 las cosas se deterioraron considerablemente. Empezaron a surgir listas negras e incluso existe un término, ‘reaccionario’, que obtuvo mayor protagonismo: se tildaba a unos intelectuales como reaccionarios y eso les restaba legitimidad. (…) Se está volviendo a estigmatizar al mundo: unos son los proletarios y otros los ignorantes. Vemos que el debate intelectual se radicaliza y llega a su paroxismo de violencia. A uno se le acusa de racismo si trata de reflexionar sobre el alcance del choque de civilizaciones y si decimos que quizás lo esencial es mantener y transmitir  lo fundamental de nuestra civilización. El debate se está llevando a los tribunales a quienes hacen comentarios que consideran inaceptables. La vida intelectual en Francia se está deteriorando mucho y yo soy el primero que lo siento“.

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