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Rosa Montero, Marie Curie y lo ridículo de la muerte

En Filosofía por

El verdadero dolor es inefable, nos deja sordos y mudos, está más allá de toda descripción y todo consuelo. El verdadero dolor es una ballena demasiado grande para poder ser arponeada. Y sin embargo, y a pesar de ello, los escritores nos empeñamos en poner #Palabras en la nada. Arrojamos #Palabras como quien arroja piedrecitas a un pozo radiactivo hasta cegarlo”.

Es uno de los primeros párrafos del libro La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero. Menos mal que se empeñó en arrojarnos estas palabras, fruto seguramente en parte de su dolor y en parte de su genio como escritora, o quizá lo uno venga de lo otro y lo otro de lo uno. El caso es que Rosa Montero, después de la muerte de su marido y luego de leer el diario que Marie Curie escribió después de la muerte del suyo, Pierre, empezó a escribir este libro que asegura que “(…) no es un libro sobre la muerte. En realidad no sé bien qué es, o qué será”.

Rosa nos cuenta historias, nos cuenta su historia y la historia de los Curie. Lo hace de una manera natural, honesta y con una prosa que encanta y que nos hace tener una empatía profunda tanto con Marie como con Rosa, con esas dos mujeres que nos abren sus heridas y nos las muestran descarnadas. No es una novela, no es un cuento, no es una biografía y sobre todo, no es ficción. Es un trozo de la vida de ambas mujeres que se hizo palabra y que nos azota con la posibilidad de la muerte a la cara. Y no la muerte propia, sino lo que es peor, la muerte de quien más queremos. Hubo momentos en los que tenía que dejar el libro en la mesa de noche al lado de la cama y dejarlo estar, porque la carga emocional de una posibilidad que algún día llegaría me quitaba el sueño. Pero la pregunta por la muerte es ineludible. Y la pregunta por el sentido de la misma aún más.

Montero dice en una parte del libro que “el arte es una herida hecha luz, decía Georges Braque. Necesitamos esa luz, no sólo los que escribimos o pintamos o componemos música, sino también los que leemos y vemos cuadros y escuchamos un concierto. Todos necesitamos la belleza para que la vida nos sea soportable. Lo expresó muy bien Fernando Pessoa: “La literatura, como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta.” No basta, no. Por eso estoy redactando este libro. Por eso lo estás leyendo.

Sin duda la vida no basta y mucho menos después de que alguien se escapa de la misma, de que desaparece y no vuelve esa persona a la que más queremos. Pero, ¿a dónde se ha ido? ¿No voy a volver a ver de lejos su inconfundible silueta que se me acerca? ¿Ni a reconocer desde la habitación hasta la cocina su risa? ¿Ni a esperar a que abra la puerta de casa y sean sus pasos los que se escuchan? ¿Ni a reconocerme en su sonrisa? ¡Qué ridículo! ¡Qué impensable el no volver a verte!

Marie dice en una parte de su diario dos frases que nos pintan la ridiculez de esta incomprensión: “No entiendo que a partir de ahora deba vivir sin verte, sin sonreír al dulce compañero de mi vida, a mi amigo tan tierno y devoto”; y cuenta cuando va al cementerio a visitar la tumba de su marido: “Ayer estuve en el cementerio. No podía entender las palabras “Pierre Curie” grabadas en la piedra.”

Lo impensable. Lo ridículamente doloroso. Lo incomprensible de no volver a verle. Marie cuenta cómo Pierre recogió unas flores en el campo unos días antes de morir: “Te llevaste el ramo a París la mañana siguiente, y todavía seguía vivo cuando tú habías muerto.” Ridículo. Terrible.

El libro es sin duda sobre dos historias de amor verdaderas (la de Rosa y su marido subyace más en el fondo pero está tan presente que también duele), entintadas por lo que nos cuenta Rosa de la vida de Marie, a veces un tanto ensombrecidas por referencias ideológicas que nublan la belleza de la prosa, y sublimadas a dos finales que llegaron antes de tiempo: la muerte de los maridos.

Rosa Montero dice que no cree que exista la vida eterna, aunque acepta la insuficiencia de la propia vida. Marie Curie en cambio, desea profundamente la existencia de la vida eterna:

Tengo también la vaga esperanza, bien débil desgraciadamente, de que quizá tú conozcas mi vida de dolor y esfuerzo y que me estarás agradecido y que así quizá sea más fácil reencontrarte en la otra vida, si la hay. Si así fuera, tengo que poder decirte que he hecho todo lo posible por ser digna de ti.

Estas líneas de su diario son una súplica de que sea verdad, de que Pierre desde algún sitio la esté mirando y de que en algún punto ambas existencias puedan reencontrarse. El deseo tan descomunal, tan profundo que hay en el corazón de que exista algo después de la vida para poder volver a encontrar al amado, no puede estar inserto en nuestro ser para torturarnos. Ni para consolarnos (dime tú que has sufrido si ese consuelo te vale) como quien te da un Ibuprofeno si te duele el alma entera. No me lo creo. No es posible. Este deseo quizá sea la mejor manera de aproximarnos a la pregunta y de que nos siga pareciendo ridículo el no volver a verle porque ¡no puede terminar de esta manera!

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