¿Cómo acaba la historia de Ulises, el marino griego? Según la versión que nos vendieron a todos, regresa a casa, se carga a los malos, rescata su mujer y comen perdices por siempre jamás.
Lo cuenta La Odisea, uno de los más grandes best-sellers de todos los tiempos. Solo que, por allá en Italia, a finales de la Edad Media, nadie se había molestado en traducirla. El poeta Dante no la había leído, y sólo conocía a Ulises de entregas anteriores de la saga homérica (que era como el universo Marvel de aquel entonces). Y como no tenía ningún amigo friqui para spoilearle el final –de esos que leían griego en la época – decidió crear su primera versión del How it should have ended, imaginando su propio final de las aventuras de Odiseo.
En su versión, incluida en su Divina Comedia (otro pedazo best-seller), Ulises navega hasta el extremo occidente (¡España!), hasta cruzar el estrecho de Gibraltar. Esto suponía desafiar el Non plus ultra de las columnas de Hércules; suponía afirmar que había algo más allá.
Su ‘pecado’ es, por tanto, el de querer ir más allá de lo permitido por los dioses en el conocimiento del universo. Y su soberbia será castigada: el mar se abrirá en un remolino y lo devorará a él y a todos sus compañeros, y acabarán en el infierno de Dante, que los pone allí como ejemplo aleccionador. Trágico final.
Hoy, en cambio, nadie le tiene demasiado miedo a salir del Mediterráneo, pero es posible que Occidente haya colocado nuevas ‘columnas de Hércules’, nuevas fronteras que está prohibido pasar. Límites cuya infracción será duramente castigada: cosas que no podemos –se dice- conocer, que están más allá de nuestras posibilidades.


En concreto, ¡ay del que ose decir –en tono serio- palabras como ‘verdad’, ‘Dios’, ‘Bien’! Son conceptos que podemos manejar en plan poético, para adornar un brindis, pero no para dirigir nuestra vida ni –mucho menos- la de la sociedad. Porque, en nuestro mundo, solo existe la Materia, y la Ciencia es su ‘profeta’. El hombre es un mono con corbata, un primate con un smartphone. El Big Bang es nuestro único Dios y Padre, y el azar y la Teoría de la Evolución, nuestra religión. No se puede decir más, porque, en nuestro mundo, de las únicas verdades de las que nos fiamos son las que nos da la Ciencia que lo explica todo (y lo que no explica hoy lo explicará mañana). Lo demás (¿ética, filosofía, religión?), es pura poesía.
¿Por qué esta postura parece haber encontrado tanto eco en los oídos contemporáneos? Explicarlo en detalle escapa a las posibilidades de este artículo, pero resumiendo de modo brutal, podríamos decir que el triunfo de la Ciencia, allá en la Edad Moderna, generó un entusiasmo ilimitado por lo que Heidegger llamaría el ‘pensamiento calculante’, y un desprecio directamente proporcional por una escolástica decadente, a la que identificaron con la Metafísica sin más. Se abrió paso un escepticismo metafísico, que encuentra su culmen en Kant, que nos ha conducido hacia una desconfianza en la Razón en todo lo que escapa al método científico.
No debería haber sido así, pero así ha sucedido, y –parecen pensar los occidentales- aquí estamos. Este es el mare nostrum en el que estamos seguros: aquí se puede navegar, aquí hay conocimiento. Fuera se extienden las sombras: encontrarás dragones. El conocimiento de lo experimentable, lo masticable, lo comprobable empíricamente es la nueva frontera, ‘las nuevas columnas de Hércules’, que, como esfinges sagradas, amenazan torvamente a los navegantes que osan acercarse a ellas. Todo lo que no sea expresable en una ecuación matemática será calificado de mitológico, acientífico, irracional, irrelevante.
El hombre, con sus acciones, demuestra minuto a minuto que vive en un universo más amplio que el imaginado por el materialista
Pero no sé si nos damos cuenta de lo que implica llevar esta ‘creencia’ hasta sus últimas consecuencias, porque, a la luz de estos principios, debemos afirmar que el Himno a la alegría es sólo una vibración de ondas sonoras, indistinguible de un golpe de viento.
El dolor por tu madre moribunda, el amor que sientes por tu mujer, la alegría que experimentas en el nacimiento de tu hijo, etc, son solo fluidos que corren por tu cerebro, descargas eléctricas en una red neuronal. ¿La moral? Instintos ancestrales enclavados en nuestros genes por no se sabe qué extraño mecanismo de selección natural. ¿Las leyes, el Estado, los derechos humanos? Ficciones útiles que nos resultan cómodas para mantener la paz social. Y, ¿qué es la libertad, esa libertad por la que mueren los hombres y se alzan los pueblos? Una ilusión, una sombra, una ficción, un concepto bonito que nos oculta la terrible realidad de nuestra absoluta determinación, de nuestra realidad de no ser más que esclavos de nuestros genes. ¿Qué es el hombre? Una pelota de células, un puñado de polvo de estrellas, una absurda asociación de la materia, que en su danzar caótico a través de los milenios, ha dado lugar a un ser capaz de decir ‘yo’, capaz de preguntarse por un sentido que sólo existe en su mente calenturienta, nacida del absurdo.
Pero, ¿qué es la belleza, la poesía, la danza, la música, la vida, la muerte, el amor, la felicidad? ¿Qué, quién es Dios? ¿De dónde vienen todas esas preguntas que ahogan mi corazón?
Las esfinges callan. No pueden decirnos quiénes somos. No pueden explicar por qué presentimos, con el poeta Horacio, que “multaque pars mei vitabit Libitinam”, que la mayor parte de mí no quedará entre los cuatro maderos que formen mi ataúd. Y empezamos a sospechar, con Chesterton, que, aunque todas esas teorías fueran coherentes (lo cual es mucho suponer). De hecho, el hombre y el mundo son mucho más grandes de cómo éstas los representan. La razón puede, en un momento de hybris y de exaltación, dar la explicación materialista por buena (porque las palabras, como dice Aristóteles, lo soportan todo), pero el hombre no puede vivir en ella, y la rompe, como un traje demasiado estrecho. Es la realidad la que debe juzgar a las palabras. Y el hombre, con sus acciones, demuestra minuto a minuto que vive en un universo más amplio que el imaginado por el materialista. “Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que sospecha tu Filosofía”.
Es, por tanto, urgente -siguiendo la invitación de Joseph Ratzinger- redescubrir la Razón en toda su amplitud y posibilidades, sobrepasando los angostos límites que le fijó un cientificismo mezquino. Se palpa la necesidad de nuevos descubridores de mundos, que, a bordo de otras Pintas, Niñas y Santa Marías, derriben esos confines demasiado estrechos y conquisten para la Humanidad un universo más amplio, en el que brille el Sol, y ondee al viento, orgullosa, la divisa que hizo a España inmortal : Plus ultra.

