Pese a la veneración que profesa la postmodernidad por la ciencia, se nota ciertamente el rechazo de la segunda por la primera. Basta evocar el “Escándalo Sokal” para advertir dicho fenómeno.
Recordemos que el propio Lyotard propuso los juegos de lenguaje en detrimento de los grandes relatos; los juegos de lenguaje no eran otra cosa que una certera descripción epistemológica del juego científico, tomando como eje los paradigmas de Kuhn.
Entonces, aunque la postmodernidad admira la utilidad que posee el conocimiento científico (ya que busca reemplazar el concepto de “verdad” por el de “eficiencia”), a muchos científicos no les agrada el utilitarismo que impone la forma de ser postmoderna y buscan reconquistar justamente el dogmático concepto de verdad.
La ciencia acarrea así la misma contradicción de la Ilustración (de la que le gusta sentirse heredera): por un lado, predica un antidogmatismo pluralista, mientras, por otro, pretende venerar el dogmático concepto de verdad del que requiere el conocimiento científico. En última instancia, es perfectamente lícito concluir que el cientificismo solo quiere imponer su dogmatismo; al igual que ocurrió no pocas veces durante la Ilustración.
Como parte de esta tarea, la ciencia se ha propuesto conquistar enteramente a la filosofía; afán dentro del que se inserta El gran diseño (2010), del afamado científico Stephen Hawking:
“¿Cómo podemos comprender el mundo en que nos hallamos? ¿Cómo se comporta el universo? ¿Cuál es la naturaleza de la realidad? ¿De dónde viene todo lo que nos rodea? ¿Necesitó el universo un Creador? (…) Tradicionalmente, ésas son cuestiones para la filosofía, pero la filosofía ha muerto”. La filosofía no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la ciencia, en particular de la física. Los científicos se han convertido en los portadores de la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda de conocimiento”.
Más aún, la pregunta fundamental que intenta responder científicamente (y con un esperable ateísmo) es aquella misma que también sirve de apertura en la Introducción a la metafísica de Heidegger: ¿por qué existe algo y no más bien nada?
Sin embargo, la respuesta que ofrece el físico resulta francamente frustrante: “como hay una ley como la de la gravedad, el universo puede ser y será creado de la nada”, como si las leyes no fueran nada. Estos autores ignoran torpemente que las leyes son algo, y que es precisamente ese algo lo que fundamenta la tarea científica. Entonces, dado que hacer ciencia consiste en poner fe en aquel axioma que afirma que el universo se rige por un cuerpo legislativo, la ciencia parte de la existencia de dichas leyes; ergo, no puede pensar en un detrás de las leyes.
En el mejor de los casos, la respuesta de Hawking y Mlodinow solo alcanza a posponer la pregunta metafísica por la siguiente: ‘¿Por qué existen leyes y no más bien nada?’
En el mejor de los casos, la respuesta de Stephen Hawking y Leonard Mlodinow apenas logra posponer la pregunta mediante la siguiente reformulación insípida: ¿por qué existen las leyes y no más bien nada?
He aquí una clara consecuencia de la denigración de la filosofía, la denigración de una práctica que consiste en reflexionar detenidamente en los conceptos utilizado; claramente, en este ensayo faltó una seria reflexión sobre el concepto de ley.
Cabe advertirle a este cientificismo que negar la filosofía implica renunciar al filosófico concepto de verdad. De ahí que veamos justa la mercantilización de la ciencia que promueve el utilitarismo al caracterizarla por su mera utilidad, sin reconocer auténticas verdades en ella. Para esta actitud, la ciencia no es, en última instancia, más que el lazarillo de la ingeniería, pero he aquí a la vez su vital importancia.
Una filosofía de la ciencia: anarquía epistemológica
Por eso es preciso que, si se pretende que la ciencia diga verdades, se lleve a cabo antes una reconciliación con la filosofía que requerirá de un férreo trabajo epistemológico, como bien hicieron otros físicos. Por citar tan solo dos casos, mencionaremos el falsacionismo de Popper y la dialéctica de Feyerabend (queda claro, entonces, que al hablar de “epistemología” me refiero a “filosofía de la ciencia” para así evitar el engorroso uso de este último sintagma en el contexto de este artículo).
En cambio, el trabajo epistemológico de Hawking y Mlodinow es sumamente deficiente. Su “realismo dependiente del modelo” es una muestra del falsacionismo más ingenuo. El propio Popper advirtió que la realidad no contrasta unidireccionalmente las teorías científicas, ya que la realidad es construida a la vez por las propias teorías. En otras palabras, ninguna teoría o modelo se basa enteramente en la observación ya que nuestras observaciones están basadas a la vez en dichos modelos.
Por su parte, Feyerabend advierte de lo siguiente: “Una inconsistencia entre teoría y observación puede revelar un defecto de nuestra terminología observacional (e incluso de muestras sensaciones) con lo que es completamente natural cambiar nuestra terminología, adaptarla a la nueva teoría, y ver que ocurre”. Este fue, por poner un ejemplo, el trabajo de Galileo al defender el falsado heliocentrismo de Copérnico.
Se puede deducir, sin embargo, dicha paradoja a partir de algunos pasajes del ensayo:
“Nuestros cerebros interpretan las informaciones de nuestros órganos sensoriales construyendo un modelo del mundo exterior. Formamos conceptos mentales de nuestra casa, los árboles, la otra gente, la electricidad que fluye de los enchufes, los átomos, las moléculas y otros universos. Esos conceptos mentales son la única realidad que podemos conocer”.
Entonces, la realidad perceptible es aquella asequible para nuestros conceptos, de tal forma que la interpretación de nuestro cerebro esta limitada por su patrimonio lingüístico. Sin embargo, este problema no es presentado frontal y francamente; hasta pareciera que busca eludirlo apelando a la tontedad del lector, o al menos a su servil admiración.
Ahora bien, además de ignorar la paradoja planteada por Popper, también se ignora su resolución. La solución que plantea Feyerabend es sumamente eficiente y sencilla. Transcribo primero la cita de Hegel que hace Feyerabend:
“Cuando una cosa no corresponde a su concepto debe ser encaminada hacia él’ (¡contrainducción!) hasta que ‘el concepto y la cosa se hagan uno”.
Con esta base, postula:
“Mejor será proceder dialécticamente, esto es, por una interacción de concepto y hecho (observación, experimento, enunciado básico, etc.) que afecte a ambos elementos. La lección es esta: No trabajar con conceptos estables (…)”.
Queda por ver si tanto Hawking como Mlodinow están dispuestos a trabajar a partir de este relativismo epistemológismo.
Bregando con los “multiversos”: el neardental del ateísmo científico
Sin embargo, pese a las falacias y falencias de El gran diseño, el texto sí ofrece un par de puntos interesantes al presentar y analizar los principios antrópicos débiles y fuertes. Según expone didácticamente el libro, los principios antrópicos son aquellos que determinan qué condiciones deben darse para que se origine y se desarrolle la vida De esta manera, a partir de nuestra propia existencia se analiza qué teorías científicas son posibles y cuáles no.
El estudio de los principios antrópicos débiles se abocan a nuestro “entorno”: la distancia a la que debe estar un planeta de su sol para que en dicho planeta pueda haber vida; cuál debe ser su inclinación, etc. Por su parte, el análisis de los principios antrópicos fuertes estudia qué leyes deben regir en el universo para que pueda existir la vida.
Para empezar, las condiciones que debe cumplir un planeta para que en este se pueda originar y desarrollar (al menos teóricamente) la vida son múltiples y sumamente exigentes. Bajo este contexto, se explica la existencia no milagrosa de la vida apelando a la inmensidad del universo: las probabilidades de que se origine y se desarrolle la vida en un planeta son ínfimas, pero si consideramos la innumerable cantidad de planetas que habitan el cosmos, ese relato se vuelve viable. Ahora bien, las condiciones legislativas que debe cumplir el universo para que en este pueda originarse y desarrollarse la vida presentan exigencias matemáticamente más vulnerables y delicadas.
¿Cómo elude este aparente “milagro” el ateísmo cientificista? Apelando a los multiversos.
Según está propuesta, de la misma manera que es esperable que la vida se haya desarrollado en al menos un planeta debido a la inmensa cantidad de planetas que habitan el cosmos, también es esperable que la vida se desarrolle debido a que existen numerosos universos. Pero esto es lo gracioso: las teorías de los multiversos son claramente incontrastables, manejándose íntegramente en el terreno de la metafísica. Son teorías groseramente elaboradas ad hoc que de ninguna manera pueden ser considerada científicas (al menos por ahora).
Apelar a la teoría de los multiversos es como apelar a Dios. Es totalmente imposible realizar un experimento o una observación que la verifique o la refute.
Enfatizar ese “por ahora” permite también plantear dentro del ámbito científico cualquier teoría por delirante que sea siempre y cuando no estén dadas las condiciones para su contrastación, como es el caso de la existencia de los multiversos: es totalmente imposible realizar un experimento o una observación que la verifique o la refute.
Apelar a los multiversos es como a apelar a Dios. Entonces, así como no podemos exigirle al ateísmo que nos pruebe la no existencia de Dios (sino que es el creyente quien debe ofrecer pruebas de su existencia) tampoco podemos probar la no-existencia de los multiversos. Este punto es sumamente crítico para el ateísmo ya que, de no existir los multiversos, la mera existencia de la vida asumiría de nuevo probabilidades de características milagrosas; el análisis de los principios antrópicos fuertes vienen entonces a representar al neandertal del ateísmo.
Ahora bien, queda claro que algunos físicos han desarrollado teorías metafísicas de alto contenido matemático, lo cual excluye de la mesa de discusión a la enorme mayoría de los filósofos. Es entonces sumamente errado dictaminar que “la filosofía ha muerto” cuando apenas podemos aseverar que algunas teorías metafísicas están fuera del alcance intelectual de los filósofos. Ciertamente, ni aun en el terreno de la metafísica podemos excluir enteramente a los no-científicos, sobre todo si recordamos que el escritor de El jardín de los senderos que se bifurcan y El idioma analítico de John Wilkins ni siquiera tenía un título universitario.
Por último, cabe advertir la seria falla argumentativa que existe entre quienes ven una demostración de los multiversos en el Punto Frío CMB.
Este punto consiste en un extensa porción del universo particularmente fría, o en otras palabras, vacía. Entre las diversas explicaciones propuestas para este hecho, se encuentra la hipótesis que dice que este vacío se debe al choque de un universo paralelo con el nuestro, lo cual constituiría la primera comprobación científica de los multiversos. Sin embargo, las comprobaciones científicas no trabajan así. No nos vamos a extender en este punto; tan solo nos abstendremos a aclarar que, basándonos en el modelo nomológico deductivo de Hempel y Oppenheimer, sabemos que es el carácter predictivo quien les brinda contrastabilidad a las teorías científicas.
En otras palabras, las teorías científicas producen enunciados predictivos que, de cumplirse, corroboran científicamente la teoría en cuestión. Entonces, usar el argumento recién citado para demostrar científicamente la existencia de los multiversos es meramente falaz; el método científico opera de forma diferente. ¿Acaso no da igual decir que el Punto Frío CMB lo produjo el choque de un universo paralelo y decir que lo produjo el golpe de un antiguo dios pagano? O al menos será así siempre y cuando no discriminemos según la belleza matemática y metafísica de los argumentos.