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Los hijos rebeldes del paraíso perdido

En Filosofía/Religión por

A menudo, pensamos que el paradigma en base al cual el europeo medio interpreta la realidad es el materialismo. Es decir, el credo, más o menos explícito, de que sólo existe la materia y la Ciencia es su profeta que lo explica todo (y lo que no explique hoy, lo explicará mañana). Eso es sólo una media verdad, porque movimientos tan poderosos como el marxismo, feminismo, ecologismo y otros semejantes no son explicables solo desde esa óptica.

Si yo encuentro el hecho de que en el mundo hay injusticia, de que los ricos oprimen a los pobres, de que miles de mujeres mueren asesinadas cada año a manos de hombres y de que otras tantas son privadas de derechos humanos, si yo constato que la Naturaleza es maltratada y deformada a manos de la lógica implacable del capitalismo feroz, eso es un hecho, susceptible de ser analizado, científicamente si se quiere. Puedo explicar las causas que han conducido a él y prever las consecuencias que, lógicamente, se seguirán de él. Una parte del pensamiento de Marx puede ser interpretado en esa clave: como una fría previsión de lo que no puede no suceder, dadas las condiciones del sistema capitalista.

Sin embargo, los hombres hacen algo más. Leen esos datos a la luz de valores. Dicen “todo eso sucede y no debería ser así”. Tienen grabada en su corazón una imagen ideal de lo que debería ser la relación entre los seres humanos, la relación entre el hombre y la mujer, entre los hombres y el mundo. Y lo que ven en el telediario, lo que ven a su alrededor, y las mismas acciones que ellos ejecutan a diario no corresponden a esa imagen. En el fondo, sin darse cuenta, están juzgando la realidad a través del filtro bíblico del Edén, del jardín de armonía en que no había sometimiento de la mujer al hombre, ni el deseo sexual era ocasión de tensión y de dominio. Un mundo en el que Caín no había matado todavía a Abel, el hombre era custodio de su hermano, y guardaba el jardín, en vez de explotarlo y luchar por sus frutos.

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Y así, ante la dura realidad, resuena en los corazones de los hombres aquello de que “al principio no fue así”, de que “por la dureza de vuestro corazón” las cosas han llegado a ser de un modo distinto. Si uno lee a las feministas del siglo XX, y remonta las raíces de su pensamiento hasta Engels y hasta Rousseau, se da cuenta de que palpita en todos ellos esa gauguiniana nostalgia por el Paraíso Perdido, esa dolorosa sorpresa por el actual estado de las cosas. Ese estado de las cosas no es solo el resultado lógico de una cadena de causas que la Ciencia podría describir y explicar completamente: es una ruptura de una armonía original, una disonancia metafísica, cósmica, algo que no debería ser. Están palpando, en suma, el misterio de lo que en Teología católica se llama el pecado original.

Claro que ellos no pueden acudir a la Teología para explicarlo, y por ello, desde Rousseau en adelante, rescatando a los sofistas griegos, dan una explicación en el que la lucha por el poder – ese “Game of thrones”– encuentra en la cultura un arma y un instrumento de dominación. La propiedad privada y la familia son creaciones culturales que nos impusieron esos primeros “superhombres nietzscheanos” que tuvieron la audacia de querer el poder y la inteligencia para saber cómo conservarlo. Nosotros, pobres estúpidos que hemos venido después, nos tragamos el cebo y caímos esclavos del sistema, aceptando como natural y normativo lo que sólo era una creación cultural. La redención pasa por la liberación de esa cultura, en un rousseauniano retroceso al hombre natural que es todo espontaneidad creativa, sin presiones ni cohibición de ningún tipo.

Ante ese planteamiento, el pensamiento católico puede criticar y mostrar sus insuficiencias y errores, pero aún más importante es captar ese brillo de la verdad que hace de estos movimientos “herejías” del cristianismo: y como tales, portadores de un poco de luz, de una parte de la verdad que quizás se había olvidado, o había permanecido enterrada por demasiado tiempo. En estos movimientos late un anhelo del Paraíso, un anhelo de un mundo en el que “morará el lobo con el cordero, y un niño los conducirá”, un mundo en el que “nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena de conocimiento de Dios, como cubren las aguas el mar” (Isaías 11).


(“D’où venons nous? Que sommes nous? Où allons nous?”, de Paul Gauguin)

Sabemos, por ejemplo, que la doctrina social de la Iglesia, la preocupación por la salvación integral del hombre -siendo un ingrediente del Evangelio que hoy nos parece evidente- nació, sin embargo, bajo la presión del socialismo, que alzó la bandera de la Justicia social en algunos aspectos antes que la Iglesia Católica. Esa conciencia histórica nos debería invitar a permanecer abiertos a captar las verdaderas necesidades e intuiciones que subyacen en estas propuestas, aunque salgan a la superficie a menudo ya deformadas por filtros ideológicos. Y por eso nuestra labor, más importante aún que rechazar los errores, es descubrir esa parte de la verdad olvidada y presentarla en todo su esplendor a ese hombre sediento de verdad, de bien y de belleza. Hacer justicia a esos valores, sacándolos de la caverna, y hacerlos brillar a la luz del día, para que se reconozcan en su verdadera identidad, y no caricaturizados por las sombras chinescas de los sofistas de turno.

Requiere también una actitud de comprensión y simpatía hacia esas exigencias del corazón humano, que es el nuestro, y que a veces no ha sido correctamente atendidas por una verdad fría y recortada (porque, para una filosofía cristiana, una verdad sin bondad y belleza no es verdad en absoluto). Y requiere reconocer que incluso esos errores han tenido un papel correctivo-curativo para una presentación estrecha de una verdad mutilada…

Necesitamos, en fin, como dice Maritain, un humanismo cristiano capaz de asumirlo todo:

“porque sabe que Dios no tiene contrario, y que todo es irresistiblemente arrastrado por el movimiento del gobierno divino. No arroja a las tinieblas todo cuanto en la herencia humana corresponde a herejías y cismas, a extravíos del corazón y de la razón; “oportet haereses esse”. Sabe que las fuerzas históricas invadidas por el error han servido, a pesar suyo, a Dios; y que, a pesar suyo, ha pasado por ellas a lo largo de la historia moderna, al mismo tiempo que el ímpetu de las energías de ilusión, el ímpetu de las energías cristianas, en la existencia temporal. En el sistema del humanismo cristiano hay lugar, no para los errores de Lutero y de Voltaire, sino para Lutero y para Voltaire, en el sentido de que, a pesar de aquellos errores, han contribuido cierto acrecimiento (que, como todo bien entre nosotros, pertenece a Cristo) en la historia de los hombres. De grado reconozco deber algo a Voltaire en lo que se refiere a la tolerancia civil, o a Lutero en lo tocante al no-conformismo; y puedo, por ello, honrarles; existen en mi universo de cultura; en él tienen un papel y su función; dialogo con ellos, y, cuando los combato, cuando luchamos sin cuartel, aún entonces, están vivos para mí. Pero en el sistema del humanitarismo marxista, no hay lugar para San Agustín o para  Santa Teresa de Ávila, sino en cuanto se los considera corno un momento de la dialéctica que avanza únicamente entre muertos.”

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Felizmente consagrado a Dios como religioso legionario de Cristo. INFJ, Libra, 0 negativo; 2% práctico. Entre mis aficiones: amar a Dios, servir a los hombres, conquistar el mundo para Cristo.

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