¿Quién fue Søren Kierkegaard?
Al igual que ocurre con Sócrates, esta es una pregunta difícil sino imposible de responder. Es tal la riqueza de su legado que filósofos tan distantes entre sí como Jacques Derrida o Cornelio Fabro han visto en Kierkegaard un interlocutor imprescindible. Hermano Kierkegaard, le llamaba Unamuno a principios del siglo pasado mientras que las dos figuras decisivas de la filosofía del siglo XX, Heidegger y Wittgenstein, reconocen su influencia, como también los dos grandes de la teología cristiana, protestante y católica, Barth y Balthasar. Kierkegaard está más que presente en Ordet, tal vez la mejor película del genial Dreyer, así como en el cine de Bergman y, por acercarnos a nuestros días, nos lo encontramos también en las películas de Terrence Malick, los guiones de Charlie Kaufman o las series de David Milch.
Sus lectores, sin embargo, desbordan las fronteras de la academia y el cine de arte y ensayo. A lo largo de los años que llevo sumergido en la lectura de sus libros, me he encontrado con personas ajenas al mundo de la investigación que leen al pensador danés para edificarse unos o entretenerse otros. El Diario de un seductor, por ejemplo, se lee hoy como una novela psicológica en el trayecto del metro o el autobús, mientras que varios de sus discursos cristianos -claros, bellos y profundos- sirven de consuelo a quien arde de sed espiritual.
Søren Aabye Kierkegaard nació el 5 de mayo de 1813 en Copenhague y murió cuarenta y dos años después en la misma ciudad, donde transcurrió prácticamente la totalidad de su vida. Es a la bella capital de Dinamarca a donde me he venido a buscarlo, después de haberlo buscado durante algún tiempo entre libros y apasionantes debates del seminario de la Complutense que dirige Leonardo, profesor de filosofía, amigo y compañero de danés en la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid.
La preparación del viaje fue minuciosa. Tendría sólo unas pocas horas: llegaría al Københavns Lufthavne a las 11 de la mañana y tendría que volver al aeropuerto antes de las 20.30, hora de cierre de puertas. Ángel, otro buen amigo kierkegaardiano, me señaló aquellos lugares que no podía dejar de visitar. Le hice caso. Tecleé en Google Maps “Kogens Nytorv” y a trazar la mejor ruta.
Una de las escenas más divertidas que encontramos en los escritos del filósofo es sin duda el viaje de Constantin Constantius a Berlín. Constantin es el autor-pseudónimo y protagonista de La Repetición. Obsesionado con la idea de volver a experimentar-revivir un viaje de placer que realizó a Berlín en el pasado, dedica tiempo y esfuerzo a replicar las condiciones que hicieron posible aquella idílica experiencia. El segundo viaje sin embargo obtiene un resultado desastroso y por ello tremendamente cómico. Esta divertida escena me vino a la cabeza más de una vez durante mi peregrinaje express. Pero vamos por partes.
No me pude resistir a la tentación de mistificar mi día en tierras de Kierkegaard. Sabía que por ello tendría que sacrificar varias instantáneas estilo japonés. Pero estaba dispuesto a dejar espacio al mosquito romántico, incluso cuando el vuelo de ida se retrasó 1 hora. Por eso, nada más aterrizar salí disparado: era sábado y tenía poco tiempo antes de que cerrase The Booktrader.
Tenía que correr si quería coger en mis manos una primera edición (sí señores, de 1847) de Kjerlighedens Gjerninger, Las obras del amor, uno de los textos más bellos –lamentablemente no tan conocido por el gran público– del filósofo danés.
Llegué a Skindergade 23 y la primera impresión de la librería superó mis expectativas: bajas un escalón y te encuentras dentro un corredor laberíntico de libros viejos, pequeños islotes agrupados temáticamente (mayoría indiscutible para el amplio abanico de las humanidades) que me recordó un poco a la mítica librería parisina de Silvia Beach, Shakespeare and Company.
La segunda impresión fue aún mejor: todas las obras de Kierkegaard, en ediciones académicas recién sacadas del horno, o en ediciones cutronas de los años 60, tiradas por el suelo y más baratas que una hamburguesa de McDonalds.
Evidentemente la reliquia que había encontrado en internet no estaba entre las obras desparramadas por el suelo ni bien colocadita en las estanterías con el resto. No iba a comprarla –prefiero seguir casado y que mi hija no tenga que renunciar a los pañales los próximos dos años –pero no me iba a ir de ahí con las manos vacías. Compré una de las ediciones sesenteras y después de pagar en caja, pregunté inocentemente si tenían alguna versión más antigua. El librero se sonrío con ironía, y me acompañó a un pasillo, no sin antes mover una estantería móvil que servía de obstáculo insalvable. Allí estaba.
El día, definitivamente, no podía empezar mejor. La siguiente parada tuvo también su encanto. Se trataba de una parada táctica: tabaco.
Llevaba conmigo mi primera pipa y tenía previsto encenderla en los jardines de Frederiksberg, donde según cuenta Johannes Climacus en el Postscriptum no científico y definitivo a las Migajas filosóficas, había encontrado por fin una encomiable ocupación a la que dedicar su ociosa vida: complicarle la vida a la gente “creando dificultades por todas partes”.
Esa socrática inspiración le llegó, eso sí, con el humo del tabaco. Quería, pues, tabaco danés, y a ser posible comprarlo en la Dansker piber, una pipería a la que ya le había echado el ojo y de la cual había comprado por internet una buena pipa en el pasado. Allí me presenté y tuve la fortuna de conocer a Daniel, tercera generación de maestros piperos, que me enseñó los tesoros mejor guardados, además de aleccionarme en el arte de tallar un bloque de raíz de brezo (no me resistí a comprar un trozo de madera) y vivir para contarlo.
Muy cerca de la Dansker piber, se encuentra Nytorv, el número 2 para ser exactos, hogar de la familia Kierkegaard, donde transcurrió la mayor parte de la vida del séptimo y último de los hijos, Søren Aabye. En 1908 el edificio fue adquirido por el Danske Bank y hoy sólo queda de aquella casa una placa conmemorativa.
Por una de las calles que nace de aquella plaza, llegamos al Frederiksholm kanal, donde podremos acceder a una zona de visita obligatoria: la Biblioteca Real, donde tienen una serie de manuscritos del filósofo expuestos, además del palacio de Christiansborg y la zona donde en una época se encontraba la casa de la familia del Consejero Olsen, y la que Kierkegaard se acercaría más de una vez a escuchar a Regine tocar el piano.
Llegando a la plaza por la que se accede a la Biblioteca se encuentra la clásica estatua de Kierkegaard. Entre las previsiones románticas del viaje pensaba sentarme un rato junto a la estatua y leer algún fragmento de los Diarios o algún discurso. Y he aquí que me encuentro una multitud de chicos, jóvenes y no tan jóvenes, sofocando al Magister con sus móviles… a la caza de algún despistado Pokemon. Nunca hubiera imaginado encontrarme a Pikachu leyendo La enfermedad mortal:
En cualquier, caso dejé como estampa en aquél lugar una buena carcajada.
Tres son los manuscritos que se exhiben en la Biblioteca Real: una carta de Søren a Regine, un fragmento del Diario donde cuenta la historia de un anciano perseguido por el recuerdo de un niño-pastor maldiciendo a Dios, y por último, un fragmento del Diario del seductor.
Además de poder contemplar las dotes artísticas del filósofo (la carta de Regine viene con un dibujo del propio K.) pude comprobar cómo ha triunfado, al menos popularmente, una lectura de Kierkegaard que en mi opinión es la más interesante, interesante en el lenguaje kierkegaardiano, es decir, menos interesada en ir al fondo de las cosas. Es la lectura psicoanalítica: la relación con el padre estricto desbordado de escrúpulos religiosos y luego cómo no, la ruptura con Regine. Y así como le ocurrió al filósofo en vida, su Diario del seductor es leído descontextualizado, separado del resto de la obra en el que dicho texto se inserta (Enten-Eller, O lo uno o lo otro).
Así que ya sabéis: si algún día cae en vuestras manos un manual de filosofía que reduzca a Kierkegaard a un extravagante paciente de Freud, salid pitando.
Antes de dejar la Biblioteca me tomé un café en Øieblikket, El Instante, nombrada así en honor a la revista que fundó Kierkegaard al final de su vida y en la que volcó todas sus críticas a la Iglesia Oficial danesa. Kierkegaard había recibido en su infancia una educación cristiana muy peculiar: en la Trinitatis Kirke (Iglesia de la Trinidad) y la Vor Frue Kirke (Iglesia de Nuestra Señora), oiría al pastor J. P. Mynster, futuro primado de la Iglesia Danesa, hombre culto y refinado perteneciente a la primera generación de la Edad de oro danesa. Los domingos por la tarde sin embargo, la familia Kierkegaard asistiría a las reuniones de Los Hermanos Moravos, movimiento pietista muy presente en la época.
Cuando Kierkegaard asista a la Universidad, conocerá también la versión más racionalista de la teología cristiana, de la mano de H. N. Clausen. Así pues, conocerá las distintas lecturas y vivencias del cristianismo, y luchará con todas sus fuerzas por volver a comunicar la novedad del cristianismo a una sociedad barnizada que él mismo llamaría Cristiandad.
El momento más hermoso sin duda fue encontrar a Kierkegaard, casi sin buscarlo, en el Assitens Kirkegård. Entré al cementerio por el extremo contrario a donde se encuentra la tumba del filósofo. El Assistens es además un sitio que la gente utiliza como un parque cualquiera, para pasear al perro, montar en bici o simplemente caminar. Es de una belleza tranquila, con árboles muy altos que dejan a la luz colarse por entre sus ramas, consiguiendo el efecto de un mar sereno.
Cuando llegué a la zona donde está enterrado el filósofo tardé en dar con su tumba, tan sencillo resulta el lugar donde yace junto a su familia. Debajo de su nombre leemos el poema de H. A. Brorson que él mismo dejó indicado para su epitafio:
Todavía un poco más de tiempo
Y entonces habré ganado
Toda la disputa
Por fin ya terminada.
Entonces podré descansar
Entre rosas
Y para siempre, sin cesar,
Hablar con mi Jesús.
Junto a su tumba se esfumaron los planes previstos para el resto del día, que ya acababa. Volví a Kogens Nytorv, pasando por la Universidad y la Vor Frue Kirke, donde Kierkegaard leyó varios de sus sermones y a donde asistía a recibir la comunión los viernes. Cerca del Teatro Real donde tantas veces asistiera el filósofo a escuchar el Don Giovanni de Mozart me senté a fumar. Y a pensar que lo importante no es saber “quién fue Kierkegaard” sino “quién soy yo”. Y agradecerle a Él, el Hacedor de la pregunta, por haberla hecho y estar haciéndola, y de paso agradecerle también por ese amigo danés que quiso ayudar a sus contemporáneos y a nosotros a entrar en el silencio, porque sabía que en el silencio y en lo secreto, se escucha de verdad.