Espinosa Martínez acaba de publicar en Democresía una erudita arenga contra ese desagradable insecto volador llamado mosca. Al terminar de leer sus seductoras palabras, confieso que corrí a abrir las ventanas de casa, con la intención de atrapar una de esas malditas y poder pasar la tarde torturándola, quitándole las alas para dejarla confundida en un hormiguero. Esos ojos rojos desorbitados, el cuerpo gordo y las patas pequeñas, insecto desproporcionado, escándalo de Apolo. “Comemierda, regocijo infinito, espejo vivo” ¡Ajá! Espejo vivo. Walter White luchando por borrar todo vestigio de culpa.
La arenga de Spinosa Martínez es un canto a la pulcritud, a la limpieza, a la blancura. Una descarga biliosa que busca la purificación, y en cierto sentido, la consigue. Como la consiguen los mecanismos violentos de las religiones que comenta René Girard: paz momentánea que alimenta la violencia del porvenir. La mosca de Spinosa Martínez es el pharmakon: veneno y cura, chivo expiatorio, peste y salvación.


Dos amigos sin relación entre sí, desde dos visiones del mundo inconmensurables, me dijeron básicamente lo mismo: “lo peor del catolicismo es la culpa, haber traído la culpa al mundo”.
¡Qué carga tan pesada! La culpa asfixiante, perseguidora, inoportuna y asquerosa como la mosca. No la soportamos, si aparece nos volvemos locos, le echamos Cillit Bang o Don limpio con tal de matarla. Es tan maldita la muy desgraciada, que incluso muchos católicos buscan malinterpretar Amoris Laetitia para librarse, por fin, de la culpa. Y es que sacar el látigo para despellejar la espalda de uno viola todas las convenciones mundiales de lo políticamente correcto.
Dos amigos me dijeron lo mismo: ‘Lo peor del catolicismo es haber traído la culpa al mundo’.
Pero para un creyente la culpa es la antesala de la fe. Es cierto que quedarse en ella carcome el alma, cuando nos dedicamos a volar en círculos ad infinitum, sin escapatoria. Cuando la culpa nos apuñala a la vuelta de cada esquina, cuando nos recorre como un sudor frío en las largas noches de no pegar ojo. Pero cuando esto sucede, cuando nos empuja al borde de la desesperación, y la salida es absolutamente imposible, habiendo agotado todos los cartuchos, sólo nos queda decir:
“Me hundo en el cieno del abismo / y no puedo hacer pie; me he metido en aguas profundas / y me arrastra el oleaje” (Salmo 69)
La culpa nos pone en jaque contra nosotros mismos. Nos hace insoportable la cohabitación del Yo y el Yo. Sólo algo imposible, absolutamente imposible puede sacarnos del auto-enredo. Un acontecimiento desde fuera, capaz de hacer nuevas todas las cosas: felix culpa mirabilius reformasti.
Por eso, os suplico, no me quitéis la culpa, no me arranquéis los ojos, dejadme contemplar según un canon superior al de Apolo… donde la mosca no es, ni mucho menos, fea.

