Todavía sobrevive en el imaginario colectivo la noción de antagonismo entre el Estado y el mercado. Mientras una facción sostiene airadamente que las fuerzas del mercado deben ser liberadas de las ataduras que el Estado le impone y que, por tanto, este último debe reducirse a su mínima expresión; la otra reacciona con no menos violencia observando que la riqueza tiene una función social, pero otorgándole al Estado la exclusividad en la interpretación de las aspiraciones sociales. El Estado y el mercado son entonces dos archienemigos que se enfrentan constantemente en esos campos de batalla que constituyen los parlamentos, los despachos gubernamentales y los medios de comunicación.
La realidad, como de costumbre, se nos presenta más compleja e infinitamente más interesante.
No es exagerado decir que el Estado es quien le da forma al mercado y que, sin el concurso del Estado, el mercado no podría existir. De hecho, el Estado es el que determina la legislación y el uso de herramientas para proteger la propiedad privada, para determinar las actividades susceptibles de realizarse y las condiciones en las que estas pueden o no hacerlo, para garantizar el cumplimiento de los contratos y generar canales eficaces de compensación y restitución por incumplimiento. El Estado es entonces una herramienta basada en el principio de autoridad aceptada de forma generalizada por sus ciudadanos. En este sentido, un Estado logra generar las condiciones mínimas de confianza para que un mercado pueda funcionar adecuadamente.
La actividad económica no puede desenvolverse en medio de un vacío institucional, jurídico y político. (Cfr. Centesimus Annus, 1991, §48)


El mercado constituye otra herramienta beneficiosa en cuanto es un buen mecanismo para la provisión y distribución de ciertos bienes y servicios, pero, sin una regulación adecuada, termina siendo abiertamente perjudicial.
Es errado suponer que el mercado es una expresión de libertad: es otra de tantas expresiones de poder, donde cada dólar es un voto y donde aquellos que no logran conseguir dólares, no existen. El mercado no es una institución que cuente con representatividad, sólo cuenta con actores relevantes, interesados en que el mercado funcione de una determinada manera. El Estado, por otro lado, cuenta con representatividad, incontables mecanismos de control, cada vez con más y mejores mecanismos de transparencia y responsabilidades legales extensas.
Por tanto, no le corresponde al mercado dictaminar los alcances del Estado. No es el mercado la institución que represente a todas las personas, iguales en dignidad. En particular, no representa a los más débiles, sino solamente a aquellos actores relevantes que pueden votar con sus dólares. Le corresponde al Estado controlar al mercado porque, “libre de todo interés de partes y atento exclusivamente al bien común [y] a la justicia debería ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbitro de las cosas” (Quadragesimo Anno, 1931, §109).
Cómplices
Conviene considerar si detrás de las relaciones Estado-mercado se encuentran intereses de partes que no permitan al Estado estar atento al bien común. Cuando los intereses privados logran incidir sin obstáculos o contrapesos sobre la política pública, en distintos niveles, se configura lo que se denomina captura regulatoria, cuyos objetivos se pueden resumir en socializar los costos y privatizar las ganancias.
Cuando se eliminan regulaciones, o se relajan controles sobre actividades extractivas, se causan perjuicios sobre la población cercana, incluyendo daños a infraestructura fundamental: se han socializado las pérdidas, se han privatizado las ganancias. Lo mismo sucede cuando no se precautela que los trabajadores reciban un salario digno, “una remuneración que alcance a cubrir el sustento suyo y el de su familia” y “lleguen a reunir un pequeño patrimonio” (cfr. Quadragesimo Anno, 1931, §70-75). Es la misma situación cuando el Estado se ofrece a asumir las deudas de empresas mal administradas, relegando a las familias afectadas. Tal es la osadía de los actores relevantes que se puede llegar a utilizar fondos públicos para subvencionar asesinatos.
Los discursos del antagonismo entre Estado y mercado no suelen ser más que una fachada: en su libro Privatising Culture, Chin-tao Wu nos contaba cómo detrás de un discurso público absolutamente contrario a la intervención estatal en el mundo del arte se escondían cuantiosos subsidios a empresas privadas. Como lo pone Wu:
“Es suficiente dejar por sentado aquí que el más malicioso y amenazante aspecto del proyecto de Thatcher no fue sólo la difuminación de los límites entre lo público y lo privado, y la reformulación del discurso en el debate, sino el hecho de que el gobierno Tory efectivamente usó dinero público para intensificar las prerrogativas del capital privado”. (Wu, 2002, p. 6, traducción propia)
El Estado puede fallar en su misión por distintas razones, pero una de ellas, y no la menos frecuente, es permitir la captura por parte de quienes se autoproclaman representantes del mercado. El mercado, por otro lado, falla porque es capturado por los pocos actores que tienen más “votos”.
Colaboradores para el bien común
Pero Estado y mercado sí pueden colaborar para el bien común. De hecho, el Estado puede tener una participación directa, activa y beneficiosa junto con el mercado para generar riqueza. Inclusive, algunas iniciativas empresariales no podrían emerger sin el impulso financiero de las agencias gubernamentales.
No sorprende que Friedrich Hayek, considerado un paladín del libre mercado, en Road to Serfdom, dijera:
“No hay razón por la que, en una sociedad que ha alcanzado el nivel general que la nuestra ha alcanzado [se refiere a Estados Unidos de América en los 40s, NdT], la primera clase de seguridad no debiera ser garantizada a todos sin poner en peligro la libertad general; esta es: un mínimo de alimento, cobijo y vestido, suficiente para preservar la salud. Tampoco existe ninguna razón por la que el Estado no debiera ayudar a organizar un sistema comprehensivo de aseguramiento social para proveer para aquellas pequeñas eventualidades de la vida frente a las cuales muy pocos pueden realizar una provisión adecuada.” (Hayek, 1944, p. 124-125)
No cabe ya más, por tanto, defender un antagonismo entre Estado y mercado. Más bien termina siendo necesario pensar las formas en las que las sociedades se pueden valer de estas dos herramientas para lograr objetivos comunes, exigiendo que actúen concertadamente y sean complementarios (cfr. Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, §353).
Anexo: El tamaño del Estado
De la discusión anterior se concluye que no existe un “tamaño óptimo del Estado”, porque no existen algunas tareas determinadas que el Estado pueda o no cumplir, y que esto dependerá en gran medida de los objetivos que se planteen las sociedades y la capacidad de las estructuras intermedias para cumplir sus funciones.
De hecho, el Banco Mundial recoge estadísticas de 191 países respecto al gasto del gobierno general en porcentaje del PIB. Estos países se encuentran entre el 9,99% (Nigeria) y el 141,4% (Tuvalu). En ambos extremos se encuentran países con distinto nivel de desarrollo (independientemente de la metodología que se utilice para medirlo). Con un mayor porcentaje se encuentran economías tan disímiles como Bolivia, Israel, Luxemburgo, Argentina, Alemania, Grecia o Italia; lo propio con un menor porcentaje, con economías como Brasil, Chipre, Namibia, Rusia, Venezuela, Haití o China. De allí que, como el mismo Banco Mundial afirma:
“Este ejercicio [el de comparar el tamaño del Estado] no ofrece ninguna perspectiva normativa acerca de si ser similar o diferente a otros en el grupo es ‘bueno’ o ‘malo’, o si el sector público en un país es ‘grande’ o ‘pequeño’. El empleo en el sector público es un asunto de preferencias de las políticas nacionales – implícitas o explícitas.”
Por tanto, se encuentra una seria dificultad para realizar comparaciones o juicios normativos acerca del tamaño del Estado; lo que sí se puede discutir es la forma en la que el Estado debería participar de tal o cual actividad, así como se puede discutir la participación de otras estructuras intermedias o del mismo mercado.

