Uno de los mayores errores de la actual cultura occidental consiste en marginar con tanta severidad el estudio y debate de los valores morales; se ha dejado en el terreno de lo innombrable a la moral y a la religión en particular, provocando asi críticos problemas de comunicación en tiempos de globalización e inmigraciones masivas. Tengamos en cuenta que la religión es un lenguaje y cuando el lenguaje se agota o se anula, aparece la violencia. La violencia es la ausencia de lenguaje y hoy una parte vital de este último está siendo desplazada.
Debido a esto, resulta oportuno reflotar el estudio de los valores morales realizados por Nietzsche, especialmente La genealogía de la moral (1889); además, creemos necesaria la actualización de sus esquemas, considerando los años y los cambios acontecidos tras la publicación de dicho ensayo.
Bajo estos lineamientos, nos propondremos definir la moral burguesa, siguiendo a la vez los pasos del ensayista inglés Christopher Caudwell, quien se caracterizó por abordar a la burguesía, ya no como clase, sino en su aspecto puramente cultural (lease: filosófico, moral y estético).
Por último, sepa apreciar el lector la riqueza de baches y lagunas que presenta el texto, ya que, como es de esperar, en el mejor de casos apenas podrá encontrarse un tenue y defectuoso boceto de tal tarea.
Roma contra Judea
En su estudio de la moral, Nietzsche propone un orden natural en donde los valores morales son impuestos por los vencedores en un acto de conquista y positiva opresión.
“Antes bien, fueron «los buenos» mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este pathos de la distancia es como se arrogaron el derecho de crear valores, de acuñar nombres de valores” (La genealogía de la moral, Friedrich Nietzsche,1889).
Por su parte, el judaísmo, identificado como el pueblo oprimido por antonomasia, concretó el revolucionario acto de invertir los valores de la nobleza.
“Sus profetas han fundido, reduciéndolas a una sola, las palabras «rico», «ateo», «malvado», «violento», «sensual», y han transformado por vez primera la palabra «mundo» en una palabra infamante. En esa inversión de los valores (de la que forma parte el emplear la palabra «pobre» como sinónimo de «santo» y «amigo») reside la importancia del pueblo judío: con él comienza la rebelión de los esclavos en la moral” (aforismo 195, Más allá del bien y del mal, Friedrich Nietsche, 1888)
Se plantea, entonces, el eje central de la ética nietzscheana: el enfrentamiento de Roma contra Judea, según las palabras del propio filósofo. En su siguiente ensayo, Nietzsche completa la idea de la siguiente manera.
“Han sido los judíos los que, con una consecuencia lógica aterradora, se han atrevido a invertir la identificación aristocrática de los valores (bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) y han mantenido con los dientes del odio más abismal (el odio de la impotencia) esa inversión, a saber, «¡los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos existe bienaventuranza, –– en cambio vosotros, vosotros los nobles y violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis también eternamente los desventurados, los malditos y condenados!…» Se sabe quien ha recogido la herencia de esa transvaloración judía…” (La genealogía de la moral, Friedrich Nietzsche, 1889).
Nadie se ha desangrado tan prodigiosamente en elogios al hablar del judeocristianismo. Sin embargo, para Nietzsche la moral judía es esencialmente resentida. No tiene peso propio sino que es una reacción frente a la opresión. Por el contrario, la moral caballeresca no es resentida sino que ama a sus enemigos con esa calidez caballeresca que caracteriza a dos buenos oponentes enfrentándose en una partida de ajedrez. Más aún ama a esos otros enemigos (sus oprimidos), los ama de la misma manera que las aves rapaces aman a su presa. Se plantea así, desde esta moral “grecorromana”, una existencia irrelevante, donde cada ente tiene naturalmente un rol, en donde todo sencillamente sucede. No se reconoce la existencia de un ser que efectúa un acto. Hay actos. Decir que “el rayo ilumina” es una torpe ficción. El rayo no hace nada, sencillamente es un rayo. Con esta misma naturalidad el fuerte oprime. Pretender que el fuerte no domine y sojuzgue es como pretender que un rayo no resplandezca. Se reconoce en la victoria y en la opresión la vitalidad y fortaleza del ser humano. Es en la victoria y en la opresión donde se siente vivo.
El ser es un concepto predicado tan solo por esta moral de pueblo llamada judaísmo. Se le impone de esta manera una carga moral al poderoso al denunciar que hay un sujeto que ha decidido oprimir, culpa al fuerte por la forma como eligió utilizar su don, abriendo así la posibilidad de utilizarlo con un fin opuesto, que atente aun contra sus intereses inmediato. De esta manera, es el sentimiento de culpa el que inaugura al ser, un concepto enfatizado bajo el término “alma”.
Pero es en este momento donde debemos recordar, pese a los berrinches de Nietzsche, que el judaísmo no es fundado por un esclavo resentido sino por un aristócrata que decide solidarizarse con los oprimidos. Y aunque le gusta decir que la moral caballeresca se basa en el amor a la vida (mientras la Biblia insta a renunciar a ella), lo cierto es que la renuncia de Moisés (su renuncia como integrante de la clase dominante) estuvo totalmente movida por un ardiente sentimiento de empatía por los oprimidos embarcándose en la titánica lucha por la vibrante vida comunitaria. Parafraseando a Fromm, en el judeocristianismo es en el amor en donde el hombre experimenta su propia fortaleza y vitalidad, es en el amor, en ese dar, en donde el hombre se siente vivo.
Soltar
La ubicación del budismo en el esquema nietzscheano es sumamente errática. La apreciación del filósofo es sumamente esquiva, definiéndola por momentos como las putrefacta negación de la vida pero mostrando a veces ciertos signos de admiración por esa vida ascética que tanto busca el filósofo en su filosofar. Es necesario, entonces, ubicar y definir en este contexto al budismo con mayor claridad.
Para empezar, el cristianismo y el budismo presentan filosofías totalmente opuestas. Apenas quizás coincidan en el autodominio, pero con enfoques radicalmente distintos. El budismo busca de manera obsesiva evitar el dolor. Con este fin pone como eje el desapego predicando una renuncia al ser, negando su historicidad para desentenderse del peso de nuestros actos advirtiendo que esa unidad entre el yo pasado y este presente es caprichosa. De esta manera, en esta lógica del desapego, no hay sentimiento de culpa, de lo cual el budismo busca desentenderse en esta enfermiza anulación del dolor. Ahora bien, el desapego budista implica un desapego afectivo pero también un desapego intelectual, el cual consiste en una renuncia de todo tipo de lenguaje para hundirnos en esa unidad indiferenciable llamada realidad. De esta manera, estos dos principios nos conducen a un estado vegetativo, a una regresión primitivista, a una renuncia de la condición humana, ya que es humano todo aquello que es simbólico, y todo símbolo (entendemos al símbolo como ese ente que fracciona arbitrariamente la continuidad infinitamente matizada de la realidad) adquiere su valor mediante un entramado que conforma en su totalidad un lenguaje.
Por su parte, el centro del cristianismo está en el amor, dándole verdadero peso y justificación a todos sus conceptos, comenzando, desde luego, por la distinción del bien y del mal. La minimización del amor en el budismo (seamos sinceros, el amor en el budismo tiene una presencia tangencial e irrelevante si es que acaso la tiene) hace que el bien y el mal no posean ningún tipo de sustancia.
Naturalmente, la moral amorosa del cristianismo deviene en moral colectivista. De esta manera, se busca la unidad mediante el amor, hermanándonos y apegándonos afectivamente, y no mediante la renuncia de la condición humana. Retomando a Fromm, el amor consiste en la intrínseca unidad de varios individuos respetando la integridad del otro, de ahí aquel famoso “formar una sola carne”. De esta manera, el objetivo del judeocristianismo consiste en sensibilizar al hombre, volverlo totalmente empático hasta que le duela en carne propia cualquier agresión sufrida por el más distante de los seres humanos y se alegre aun por sus más íntimos contentamientos. Es en esta sensibilidad donde radica la espiritualidad del cristianismo, en oposición al mortuorio nirvana que anhelan los orientales.
Esta sensibilidad produce y a la vez exige una destrucción del orgullo. Suele confundirse en este punto la aniquilación budista del yo con la aniquilación judeocristiana del orgullo, pero se trata de dos conceptos absolutamente diferentes. El budismo desecha el yo en su totalidad, mientras que el judeocristianismo traslada el ego a la comunidad. Se intenta anteponer el nosotros al yo en un proceso que impone la más completa humildad y destruye por completo el orgullo y la altanería. Porque así como la culposidad construye al yo, también aplaca el orgullo y la altanería, exigiendo un desarrollo humano que pone permanentemente nuestros errores frente a nuestros ojos. Naturalmente, el individuo es individuo en tanto pertenece a una sociedad, de tal forma que se debe a ella. Trasladándolo a los términos de Fromm, el hombre se separa de la naturaleza mediante la conciencia de sí mismo, lo cual se le revela en la utilización del lenguaje. A la vez el lenguaje se adquiere en la vida en sociedad con la aparición de un otro con quien comunicarnos. Es por esto que el individuo es un producto social: de esta manera queda articulada la individualidad judeocristiana con la humildad de su moral comunal.
Por último, el cristianismo predica un apego afectivo que se prueba a sí mismo mediante la perseverancia y el aguante frente al dolor y el desplacer. El cristianismo no se deja intimidar por el dolor, hasta el punto de celebrarlo en el marco de su prédica del amor. Es así como el cristianismo consigue la completa conquista del ser (el alma).
La moral burguesa
Laissez faire, laissez passere, he aquí la piedra angular en donde Roma invoca al budismo para fundar la moral burguesa (evocamos aquí a la burguesía no como actor social sino como una intelectualidad que interpela a todas las clases sociales). La búsqueda primordial de la burguesía se centra en el fluir (debemos advertir que aparecen en esta construcción otras filosofías orientales como el taoísmo), presentándonos una moral financiera en donde se funden el desapego y el anhelo de victorias y conquistas. De esta manera, occidente utiliza a oriente para reprimir la represión judeocristiana, para reprimir esa represión que siembra a su paso la calidez de las identidades fuertes que han sabido brindar las comunidades y las congregaciones. Se retoma entonces el anti historicismo budista, su negación del yo y el sentimiento de culpa para agregar de forma entusiasta la conquista como manifestación de la propia fuerza y vitalidad procedente del pathos caballeresco: como suele remarcarnos Zizek, la culpa ya no se sitúa en el disfrute sino en la privación del disfrute, generando una epidemia de neuróticos que solo piensan en aquello que no han llegado a disfrutar.
Aquí se ve la adulteración del desapego budista, ya que este desapego rechaza de plano esa búsqueda del placer. Y al mismo tiempo, si acaso en la moral caballeresca existía al menos un amor por la patria, un sentimiento de pertenencia por el lugar de origen, el budismo se encargará de limpiar este lastre en la construcción de una moral burguesa que es ante todo la culminación de esa moral romana que nos describe elogiosamente Nietzsche. En otras palabras, el budismo viene a ensanchar las aspiraciones del vikingo moderno, destrabándole todas las resistencias morales que aun quedaban, dejando fluir con mayor libertad ese temible torrente de fortaleza y opresión.
En oposición al judeocristianismo, a la burguesía le repugna la igualdad por su mero carácter igualitario. Prefiere vivir mal pero mejor que la mayoría que situarse en un mundo donde todos vivan igualmente bien. Recordemos que, dentro de la moral caballeresca, la competencia constituye la forma de relacionarnos socialmente, el otro es tomado como un contrincante a vencer. De esta manera, para la burguesía la libertad y la competencia constituyen un mismo concepto: la libertad es, ante todo, libertad para competir. Por el contrario, la libertad en el cristianismo consiste en una libertad de tenerse a sí mismo (autodominio) mientras el budismo plantea la libertad de sí mismo (desapego). Graciosamente, este lúdico y aniñado “derecho a competir libremente”, le acarrea a los perdedores (las enormes mayorías) la privación de los derechos más básicoe. Empeora la broma cuando advertimos que en este juego por la subsistencia algunos contrincantes comienzan la partida con varias torres y otros sin reinas ni caballos. ¿Luchará al menos la burguesía, como buen competidor, por una igualdad de condiciones? No le interesa tal igualdad, su lucha por la libertad no es más que otra táctica de combate, mientras busca desentenderse del sufrimiento ajeno para disfrutar libremente de las cosas.
Al burgués le asquean los colectivismos y las identidades fuertes que proponen las religiones abrahámicas. De esta manera, se adentra en ese juego de disfraces que le propone el consumismo. Porque el consumismo no radica en el acto de consumir sino en sobresignificar el consumo. Se trata de rebalsar de sentido el simple acto de consumir. Vestirte de Chanel te vuelve refinada, tomar una café de Starbucks te transforma en un intelectual progresista. No se trata ya de tomar un café o usar una determinada prenda por mero gusto, sino de intentar adquirir sin compromisos una determinada identidad. Por ende, vale recordar que las empresas no venden productos sino disfraces en forma de ideologías desechables. Venden caballerosidad (como hacen la mayoría de las marcas de wiskhey), masculinidad (basta recordar cualquier publicidad de alguna marca de cerveza), and so on, and so on. Se vacía al hombre de todo apego y compromiso ideológico para luego dejar correr dentro de sí mismo un nutrido torrente de identidades fugaces que fluyen libremente en el vacío de su ser.
De esta manera, con la represión de las relaciones sociales en la búsqueda de una vida liviana, aparecen dos fenómenos: el primero implica la cosificación de las personas, el otro consiste en ahondar la relación con las cosas en la búsqueda de un momento flow. Es entonces cuando escuchamos a los evangelizadores del mindfulness encumbrando ese momento de éxtasis que alcanza un músico al tocar la guitarra, un cocinero mientras cocina o un joven cuando juega con la playstation. Lo que fue una bella tangencialidad en la vida del buen cristiano ocupa hoy el eje de la moral consumista. No se trata de estimular una introspección que nos sensibiliza para nutrir nuestras relaciones sociales (cristianismo), sino de publicitar una introspección que nos aleja del otro cortando los vínculos afectivos para enfocarnos en nuestra relación con los cosas. Entonces, a la saturación de sentido que el consumismo reviste al acto de consumir, ahora debemos agregarle la búsqueda de un consumo aún más pleno, siguiendo el camino de una psicología autista. Se predica así un evangelio individualista que niega el intrínseco carácter social del ser humano. Este neobudismo no es más que mera moral burguesa, la insensible negación de las relaciones humanas para imponer un simple consumismo sofisticado.
La mirada de occidente
En su estudio sobre los ideales ascéticos, Nietzsche plantea la utilización de la moral de la Biblia con el fin de aplacar a los oprimidos, nada más lejos de la realidad. El judeocristianismo es el eterno eje de las preocupaciones de las clases dominantes (acertadamente decía Ernesto Sábato que el marxismo es una versión laica del cristianismo). Por esto las clases dominantes se ven en la necesidad de reemplazar esta moral por el conformismo budista, por ese oscuro pacifismo kármico que deja solitario al oprimido en su llanto, imponiéndole así el aberrante concepto de la “autoayuda”. De esta manera, el budismo no solo desembaraza al opresor de la culposidad judeocristiana y lo equipa en su disfrute con psicología de consumo sino que hasta lo ayuda en su característico acto de opresión. El vikingo moderno está harto de la rebeldía de las sociedades influenciadas por las religiones abrahámicas, con sus comunalismos, sus compromisos sociales y sus trabajadores quejosos nutridos de reclamos y sindicalismos, la comunidad de bienes del cristianismo, las profecías igualitaristas del judaísmo y el concepto de umma islámico lo perturba y lo angustia desconsoladamente, y entonces ve cada vez con más cariño ese conformismo, esa mentalidad cadavérica que caracteriza a Oriente.