En la adaptación cinematográfica de Luciano Visconti de Muerte en Venecia (novela homónima de Thomas Mann), podemos ver cómo el eje de la cinta gira en torno al proceso de destrucción espiritual del protagonista, Aschenbach, por su enamoramiento de un joven polaco durante su estancia en Venecia. Durante los compases finales de la película vemos cómo Aschenbach, quien para la belleza era fruto de la mesura y el equilibrio moral, queda derrotado por Tadzio que, como Dionisos, representa el éxtasis y el desorden moral. La muerte del compositor representa simbólicamente la muerte de la Europa que había reinado hegemónicamente, cultural e intelectualmente, hasta el siglo XX.
Fiedrich Nietzche, quien oponía el concepto de cultura al de civilización, nos alerta en su obra El ocaso de los ídolos o cómo se filosofa a martillazos (1887), que la cultura occidental está viciada desde su origen, porque tiende hacia la racionalidad y el dogmatismo, donde el ser no puede expresar su voluntad artística de manera plena, revelada en el terreno de lo irracional. La civilización moderna solo había traído, para el filósofo alemán, un mundo estéril donde el ser humano queda constreñido a un Estado que corrompe su alma. Precisamente el mensaje final de Zaratustra apunta hacia el mismo camino: naturalizar al hombre y liberar su cuerpo.
El triunfo de Tadzio sobre Aschenbach es el triunfo de lo dionisiaco sobre lo apolíneo, que, para Nietzsche, significa la muerte de Dios y el reconocimiento de que el cuerpo es lo único real (relacionado con el concepto de “superhombre”). De esta manera, Nietzsche funde la “filosofía de la vida” como afirmó Max Scheler y Heidegger; un proyecto de cariz vitalista.
En un texto publicado póstumamente, La voluntad de poder, Nietzsche predice lo que sucederá en la sociedad moderna en unos siglos: el advenimiento del nihilismo. Ello traerá la muerte de Dios y la destrucción de los grandes metarrelatos que habían sostenido los pilares de la civilización europea desde Kant, confiando en la ciencia como único medio para alcanzar el progreso. De esta forma, el hombre requiere de nuevos valores, y, por consiguiente, debe experimentar el nihilismo de la pérdida de los viejos. Esto provoca la búsqueda de un nuevo propósito, algo imposible de discernir en el mundo posmoderno, en permanente estado de inestabilidad, donde el ser humano queda arrinconado por una era tecnológica que avanza a mayor velocidad que su voluntad.
Como luego apuntaría Camus, Nietzsche señaló que la energía destructiva no era suficiente: era necesario un eros creativo guiado por un proyecto vital sólido. Un proyecto que implicara una libertad absoluta alejada de la tiranía social que, en muchos casos, puede derivar hacia populismos estériles y destructores si esa tiranía es alentada por los poderes fácticos del Estado y la mass media del país para sacar rédito del sujeto; esa “tiranía de los hombres malos” que Quentin Tarantino señalaría en la cinta Pulp Fiction y pondría en boca de Jules Winnfield, interpretado de manera magistral por Samuel L. Jackson.
El sistema actual, los medios de comunicación y las redes sociales alientan esa tiranía social que puede llevar a destruir nuestro pasado y nuestro contexto, que, al fin y al cabo, es lo que constituye nuestro ser, como afirmara Ortega y Gasset siguiendo la estala dibujada por Nietzsche. Ese nihilismo destructor, y no creador, es el que vemos desde hace unos años en la civilización moderna. Primero, desde la interpretación extremista y violenta que se hace del Corán por parte del yihadismo, que ha traído consigo la destrucción de todo el territorio islámico, desde un punto de vista moral, espiritual y artístico. Segundo, desde diferentes grupos del establishment nacionalista, destruyendo cualquier huella cultural que no favoreciera la construcción de un relato propio, imprescindible para satisfacer sus aspiraciones por alcanzar el poder político, económico y cultural. Y tercero, de manera más reciente, retirando las estatuas que representan las figuras más relevantes de la historia moderna y que nos recuerdan quiénes somos.
Ahora toca en Estados Unidos, donde se retirará, a petición de los demócratas de California, una estatua de mármol que muestra a Cristóbal Colón pidiendo financiación a la reina Isabel la Católica para su viaje a América. Con la muerte George Floyd, Estados Unidos, ese país en el que, como diría el propio Lorca cuando viajó por primera vez a Nueva York, todo resulta demasiado confuso, se embarca en un nuevo crepúsculo. Como reclamó recientemente el hermano de George Floyd, “cesen su empeño en crear una guerra valiéndose de la sangre de mi hermano”. Sin embargo, desde el otro lado del Atlántico presenciamos atónitos cómo, al igual que Herbert en La caída de los dioses (1969) de Visconti, el ocaso de los ídolos simboliza la destrucción del ser-en-el-tiempo, de la misma manera que el protagonista de la cinta veía como su familia era destruida por el nazismo. Tal y como señaló recientemente el escritor francés Michel Houellebecq, el fin del confinamiento puede sumergirnos en un nuevo mundo, un mundo algo peor, como la civilización europea de los años 30 tras el Crack del 29. El resto, como siempre, es historia. Y desventurado aquel que viaje hacia lo dionisiaco sin conocer su legado porque jamás alcanzará Ítaca.