Cuando un ensangrentado y heroico Rocky Balboa (Sylvester Stallone) tiró a la lona a Ivan Danko (Dolph Lundgren) había vencido el “sueño americano”. El humilde dreamer de origen italoamericano, forjado en los suburbios al calor del tema “Eye of the Tiger” (Survivor), derrotaba en la cuarta parte de la saga al hierático y tecnificado mundo soviético.
Pero la realidad supera siempre a la ficción, en este caso a la cinematográfica. La lucha, el combate, la competición deportiva como confrontación de identidades, aparece de manera recurrente en la realidad social, incluso como posible forma alternativa de ese cruel presupuesto político esencial, “amigo-enemigo”, que dio fama y polémica a Carl Schmitt.
Se solía decir que el deporte es la forma moderna de la secular naturaleza humana de partirse la crisma, de ser parte de algo, de soltar lo que tienes dentro, de demostrar quién manda. Aficiones de fútbol que reivindican banderas nacionales o ideologías políticas, clubs que se acercan o se distancian de gobiernos y proyectos, estrellas del deporte que toman partido por candidatos electorales, campeones convertidos en el orgullo de un país, partidos que demuestran rivalidades nacionales ancestrales.
Junto a emergentes causas sociales a defender (de la lucha contra el racismo al apoyo a la integración de los dependientes), el deporte como instrumento político-social también participa, especialmente por su arrollador impacto mediático, en los procesos de construcción o reivindicación identitaria, los cuales podemos descifrar en diferentes niveles a nivel historiográfico:
La glorificación de un país


Tres casos paradigmáticos. Los Juegos Olímpicos de Múnich 36, gran escenario de mitificación propagandística del poder deportivo y racial del Tercer Reich frente a las democracias liberales; perfectamente teatralizado por la cineasta Leni Riefenstahl en Olympia (1938), pero simbólicamente cuestionado con las victorias del velocista Jesse Owens; la final del Mundial de fútbol de Argentina 78, con la victoria de la nación anfitriona de Kempes ante Holanda de Cruyff en la final, para más gloria de la Junta militar del general Jorge Rafael Videla (con la reivindicación sobre las británicas Islas Malvinas como telón de fondo, cuya Guerra llevaría al colapso de esa misma Junta); y los Juegos de Pekin 2008, donde la futura Gran potencia, esta China de alma comunista y práctica capitalista pretendió mostrar al planeta su poderío económico, sus infraestructuras inmensas y su planificado modelo deportivo; obviando los reclamos occidentales, minoritarios eso sí, sobre los derechos humanos. Y un hecho paradójico actual: las votaciones tragicómicas para elegir las próximas sedes de estos dos grandes espectáculos mundiales de masas, como medida del nivel socioeconómico de un país, de su capacidad de organización y de su prestigio internacional: entre denuncias de compra de votos, de tráfico de influencias y de proyectos megalómanos que pocos ciudadanos están dispuestos a asumir.
El conflicto entre superpotencias
En el ajedrez, Boris Spassky y Bobby Fischer mostraron en el tablero de 64 casillas (en la llamada “partida del siglo” en 1972) la esencia de la Guerra Fría, de ese enfrentamiento mundial entre los EEUU y la URSS (el propio Fischer acabaría desertando hacia Yugoslavia).
Rivalidad también manifiesta en el partido más polémico y tenso en la historia del Baloncesto, la final de las Olimpiadas de Múnich 72 con la “eterna” y discutida canasta del soviético Alexander Belov que le dio la victoria a su equipo; en el llamado “milagro sobre hielo” o increíble victoria en los Juegos de Invierno de 1980 de los “universitarios” de la escuadra norteamericana frente a los invencibles “profesionales” rusos (Fetisov, Malstev, Tretiak); y finalmente llevada a su extremo con el muto boicot olímpico, apoyado por sus respectivos “bloques” mundiales, en Moscú 80 y Los Ángeles 84.
Y conflicto aún presente, en el penúltimo vestigio de dicho conflicto, cuando algunos deportistas de la Cuba castrista (especialmente de Beisbol) desertan, directa o indirectamente, cuando pisan terreno useño; y actualmente visible en las sanciones a Rusia por una supuesta red de doping de Estado (denunciada especialmente en los Juegos de Invierno de Sochi, donde Rusia ganó en el medallero y realizó un acto de inauguración marcadamente patriótico).
Los símbolos reivindicativos


Los pies descalzos de maratoniano etíope Abebe Bikila ante los antiguos colonizadores en Roma 60; los atletas afroamericanos Tommie Smith y John Carlos alzando su puño en México 68 reivindicando el “black power” en el pedestal de las medallas; los jugadores de baloncesto (de Djordjevic a Divac) levantando los tres dedos (símbolo ortodoxo) frente a las sanciones internacionales (especialmente cuando jugaban contra sus antiguos “hermanos” yugoslavos).
Y más recientemente el gesto de atleta etíope Feyisa Lilesa, medalla de plata en la maratón de los juegos olímpicos de Río 2016, quién cruzó la meta con las manos cruzados en alto (solidarizándose con la etnia Oromo); o la acción del quarterback de los San Francisco 49ers Colin Kaepernick, quién osó arrodillarse mientras sonaba el himno estadounidense en un partido, como rechazo a la persecución policial al colectivo negro en los EEUU (como ya había realizado antes el jugador de baloncesto Mahmoud Abdul-Rauf, antes conocido como Chris Wayne Jackson).
Las identidades deportivas
El omnipresente canto del himno norteamericano en todas las competiciones deportivas, de la final de la megafiesta de la SuperBowl (a cargo de una superestrella) al campeonato infantil del peculiar Softball (con el coro local como protagonista).
Las jugadores de voleibol de Irán y otros países musulmanes con su preceptivo hiyab en la cabeza, y que llevó a primera plana la famosa foto de un partido de vóley playa en los Juegos de Rio entre una perfectamente cubierta contendiente de Egipto y una perfectamente descubierta jugadora de Australia.
La danza de guerra maorí “Haka”, convertida en presentación de la poco indígena selección de Nueva Zelanda de Rugby (hecho especialmente visible en otros deportes de los “kiwis”).
Los mitos nacionales
Todos queremos parecernos a ellos, hacernos una foto si es posible, al convertirse en héroes patrios en tiempos de zozobra, aunque sea por un tiempo, cuando los guerreros no son necesarios, los políticos dan miedo y los que gana dinero son sospechosos; e incluso en algunos casos sus éxitos deportivos hacen popular a sus disciplinas más allá de la coyuntura.
España es un claro ejemplo de ello. Sainz nos enseñó los rallyes y Alonso nos hizo divertida la Fórmula I. Induráin convirtió al ciclismo en imprescindible en la tardes de verano, y Gasol el baloncesto en deporte de masas. Nadal reflejaba nuestro orgullo casi racial y un patinador de hielo era recibido en la soledad tras hacer historia.
El fútbol ya era una religión, y en varias finales la selección lo convirtió en la única religión. Mitos recurrentes en todos los países, a los que a veces se usa desde el poder, a los que muchas veces se les perdonan sus pecados.
La ideología de referencia
El FC Barcelona, como institución, participando en los proyectos de reivindicación independentista catalana (acusando a su eterno rival, el Real Madrid, de ser el protegido del centralismo español). Diego Armando Maradona, controvertido mito futbolístico fuera y dentro del estadio, haciendo propaganda pública de los llamados emergentes “países bolivarianos” (de Venezuela a Cuba) frente al denunciado como persistente “imperialismo yanqui”.
LeBron James, afamado baloncestista de la NBA, miembro activo de la campaña demócrata norteamericana, primero con Obama después con Clinton (al igual que su gran rival en los Warriors, Stephen Curry). Los viejos ultras futboleros (de los Boixos Nois a UltraSur) como reclutadores de extremistas o nuevos estandartes de una posición ideológica que lleva, como en el reciente caso del ucraniano Roman Zozulya al veto a su fichaje por el Rayo Vallecano por una supuesta filiación ultraderechista del mismo.
La lucha cuerpo a cuerpo


Y en el combate más directo, en el cuadrilátero, en el ring, los grandes campeones también han mostrado sus señas de identidad, entre sangre y sudor.
El famoso Mohammed Alí, Casius Clay antes de su conversión al Islam, fue el enemigo público de la segregación racial y la Guerra del Vietnam en los años de apogeo del American way of life. El boxeador británico Tyson Fury, campeón unificado de peso pesado de WBA (Super) o IBF, orgulloso de su difusa etnia “gitana irlandesa” (los “Irish Travellers”) y sus valores cristianos de Familia y Moralidad, apostó directamente por el Brexit.
Uno de los mitos de ese mismo mundo del boxeo, Manny Pacquiao, fue elegido senador de Filipinas con la misión de defender los valores bíblicos en la política nacional. Y el inmenso Fiodor Emelianenko, campeón de peso pesado en sambo, judo y MMA, reconvertido en fiel devoto de la Iglesia Ortodoxa y aupado como símbolo inquebrantable de la nación rusa.