Todo cambio ha surgido de un grito previo; del grito colérico y encabritado, de la indignación profunda, del sacrosanto: “se acabó“. Es furor desbocado, agresiva aversión al mal que ha poseído a todos los hombres de bien que por el bien han batallado, a sablazos sangrientos e incansables; es el motor de la santidad la ira santa, que ha de verse siempre completada por el amor del bien, por el deseo del fin.
No espere el lector encontrar en estas líneas crítica constructiva alguna. No espere el lector soluciones, fórmulas algorítmicas o la vacuna definitiva de nada: ni las tengo ni las huelo. Lo único que poseo en mi alma, negro e inflamable como el alquitrán, es un grito que se resiste a resignarse.
El fin, dije allá arriba… Aquella intrincada cuestión que incomoda sobre el lujoso sofá como una hemorroide trombosada. Esa palabra zafia y embustera que huele a catolicismo que apesta, a humanidad decimos nosotros. El fin duplo: del hombre y de la acción humana; a veces idénticos, en agradable reafirmación el segundo del primero, a veces dramáticamente contradictorios.
En estas ideas náufragas se ha apoyado la praxis contemporánea. Mal que me pese, vuelve a tener razón el gigante rojo Karl Marx: la estructura y la definición de los pueblos la ostenta en su diestra la misántropa economía (nosotros, los pequeños burgueses capitalistas, el conjunto de ciudadanos, le hemos dado la razón). Y bajo esa economía demoníaca hemos decidido establecer el factor común de todo: el hombre no es, el hombre sólo decide.
Dicen que el dinero no da la felicidad; corrijo: decían. Pero eso eran tiempos pasados que, como la palabra fin, apestan a muerto, a verdad decimos los difuntos. A uno le hace feliz en el siglo XXI lo que él decide que le hace feliz, y al hombre del siglo XXI le hace feliz el dinero.
Todo está basado en la economía de mercado, sí; en un capitalismo atroz que algunas naciones, las más, para preservar al hombre de sí mismo, han decidio corregir (sobrevive a las mareas de la Historia la desagradable sentencia del materialista Thomas Hobbes: “homo homini lupus“, el hombre es un lobo para el hombre, como legitimación y justificación del Estado). Pero hasta la misma corrección está fundamentada sobre esa misma economía, aunque sea en forma de excepción (lo que, para muchos más que yo, no deja de demostrarnos su salvaje falsedad e imperfección).
“Todo aquél que actúa actúa por un fin“, reza el ineludible adagio escolástico (“omne agens agit propter finem“). La forma de decidirse el hombre moderno a sí mismo es actuando, y el fin por el que actúa es lo que lo modela. Así es como el dinero, el infierno del marxista-leninista, recrea al codicioso, a El avaro de Molière (de fácil adquisición y hoy de libre dominio, [¡aterrorizaos, capitalistas!], cuya lectura recomiendo encarecidamente).
Todo es comercio, y sobre el comercio algunas excepciones arrebatadas a la ramplona libre competencia, a la idolatrada libertad de iniciativa económica o de empresa. Excepciones que, en cuanto tales, consagran la regla: vive para el dinero. Deja de ser hombre; conviértete en propietario.
¿O es que es otra cosa la rentabilización de todo? ¿No es la economía de mercado la encarnación del principio del máximo beneficio? En toda transacción comercial (90% de la cotidianeidad de una persona) lo que prima es el dinero, el afán de posesión al menor coste posible (al menor coste posible para poder poseer más, claro está). Todo lo demás es un instrumento para lograr el fin, el fin segundo; ¡hasta hemos rebautizado al empleado, que deja de ser persona para ser un número productor de números, y así lo llamamos recurso humano…!
El capitalismo no se esconde; está a flor de piel, es un grosero tatuaje sobre la escama negra de la Humanidad. Lo inaudito, lo estupefaciente, lo que nos sume a muchos en perpetua perplejidad es que el mundo ha decidido cerrar los ojos. Los grandes salvadores del hombre, los rojazos de voz insoportable que eternizan el canto fúnebre de Marx, [el PSOE y PODEMOS, cabría incluir aquí,] no han luchado contra los propietarios: lo que han buscado es hacer propietarios de meros empleados. Han jugado en el mismo tablero, perpetúan las mismas reglas, consagran la misma máxima; lo único que proclaman es un cambio accidental disfrazado de altruismo y filantropía: la igualdad, la igualdad económica, que todos sean propietarios pero propietarios por igual.
En realidad, salvando el viejo comunismo, que ha traído más oscuridad aún a las ya pardas páginas de la Historia del hombre, todos incitan a lo mismo: deja de ser hombre; sé poseedor. Y quien quiere triunfar en este sistema ha de rezar en el mismo templo sacrílego de la economía, o llevar una doble vida en inestable esquizofrenia: “en el trabajo”, vivir para el dinero; en la
Uno lo ve y se cabrea. De entre los espíritus superiores que han decidido por voluntad propia fracasar en el mundo y seguir siendo personas, los débiles lloran, los fuertes montan en cólera (¡bendito corcel!). Pero todos sufren la misma náusea contemplando la putrefacción que les circunda y a la cual los hombres del siglo coadyuvan; una realidad, fundamento del sistema, que la inocencia del filántropo (o sea, la del niño que aún no ha madurado, que aún no ha nacido a la vida nueva del poseedor) jamás entendería sin pecar y autodestruirse.
Náusea, solemne y santa arcada, que ahuyenta a los buenos hombres de la ciudad.