Revista de actualidad, cultura y pensamiento

El ‘Efecto Boromir’ o por qué el Estado debe ser limitado

En Economía por

Uno de los signos, en mi modesta opinión, más preocupantes de los últimos tiempos es el notable incremento, al menos en el ámbito europeo, del clamor por más intervención del Estado en todos los ámbitos de la vida cotidiana.

Resulta cuanto menos complicado tratar de aportar un criterio normativo general sobre la utilidad y oportunidad de la presencia del Estado en la economía y en la sociedad. Dicho criterio, en todo caso, debería tener en cuenta las peculiaridades de cada intervención o regulación estatal, así como la gravedad e urgencia de los problemas que, en su caso, pretenda corregir. Pero sí que existen potentes argumentos, aportados por autores de muy diverso perfil, para advertirnos sobre los peligros de un Estado engrandecido “más allá de lo razonable” y omnipresente en la vida de las personas.

Para tratar de agrupar didácticamente estos argumentos (y, sobre todo, porque nos parece divertido) tomaremos un símil tolkieniano y caracterizaremos como “efecto Boromir” a esta tendencia a creer que los asuntos económicos y sociales se pueden arreglar “con que solo demos al Estado los medios y el poder para hacerlo”.

Como es bien sabido, Boromir deseaba el anillo del poder con la encomiable intención de vencer a las fuerzas del mal. Por su cabeza debería pasar algo así como “si soy bueno, y lucho en el bando de los buenos, utilizaré todo ese poder para el bien”. Y si nuestro Boromir fuese además un académico de las ciencias sociales muy probablemente añadiría la palabra “común” justo a continuación de “bien”.

¡Toca aquí para hacerte del Club Democresiano! Hay cosas bonicas

Su razonamiento, a juicio del propio Tolkien y seguramente de los autores que introduciremos a continuación, contiene algún que otro error derivado de una incorrecta interpretación de la naturaleza del ser humano y del poder. Ese error podría hacer que su plan no solo fracasara en sus objetivos, sino que consiguiera exactamente lo contrario de lo que pretende, convirtiéndole incluso a él mismo en aquello contra lo que inicialmente pretendía luchar. Como diría famosamente Lord Acton “el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”. Pero la corrupción no es el único ni el más importante de los factores a considerar en este asunto. Trataremos de analizar a continuación algunos de los elementos que hay detrás del planteamiento boromiriano.

¡Es la antropología!

Eso es lo que le espetaría, aderezado con algún insulto, un asesor de Bill Clinton a Boromir si en vez de un noble guerrero en un mundo de fantasía fuese el candidato republicano a la presidencia. Precisamente el mundo anglosajón, y peculiarmente el ámbito norteamericano, ha sido el centro difusor de una mentalidad peculiar que bien podría estar tras la forma de razonar de nuestro buen amigo Boromir. Según Max Weber, este tipo de mentalidad, si bien encuentra un pariente aún más lejano en el pensamiento de los gnósticos, tiene su origen en la difusión de la religión calvinista por el viejo y nuevo mundo del siglo XVII.

Las teorías de la predestinación y la prueba generarían una tendencia a la auto-justificación, en la que el convencimiento casi supersticioso en la propia salvación llevaría al individuo a una suerte de seguridad extrema en su propio criterio moral. Pese a la secularización -siempre según Weber-, estas ideas permanecerían presentes en el ethos y tendrían gran influencia en el advenimiento de la mentalidad económica moderna, que combina fuertes elementos de racionalidad (la idea de la optimización) con un desdén general por conceptos como la moralidad de los medios o el sentido de los objetivos últimos. Se acabaría convirtiendo en una especie de maniqueísmo extremo que sitúa el mal en el mundo exterior a uno mismo y el bien precisamente ahí donde a uno le apremia el interés del momento.

Este maniqueísmo tendría también relación con lo que Ernst Troeltsch caracterizó como las consecuencias psicológicas y sociales de la negación del pecado original. A partir de las ideas de Troeltsch y Weber, entre otros, Eric Voegelin desarrolló su exitosa idea de las ideologías como “religiones políticas”. Para él, éstas no eran sino un vano intento de “inmanentizar la escatología cristiana”, es decir, traer el paraíso prometido a la sociedad actual, utilizando como medio, como no, el Estado.

Desde esta mentalidad habitual en nuestros tiempos y que hemos caracterizado muy por encima como auto-justificativa, determinista y maniquea, resulta muy difícil tratar de comprender fenómenos como la corrupción. “Pero qué mala suerte tenemos, nos han vuelto a salir malos gobernantes, una vez más”, es la explicación habitual.

No nos referimos exclusivamente la corrupción punible en forma de delito, que en la época del relativismo moral es la acepción habitual, pues la ley se convierte por eliminación casi en el único criterio aplicable al comportamiento, sino en general a todo intento de utilizar lo común en beneficio propio. La política de orientar el gasto público pensando en los votos (estudiada en economía por la escuela del public choice) o de dejar las reformas estructurales “para el siguiente” ni siquiera nos parece ya algo extraño y perverso, más bien lo venimos aceptando casi como una especie de “regla del juego”.

El Estado puede y debe jugar un papel positivo en los asuntos comunes, pero debe estar organizado y regido de manera que se evite el riesgo de utilización partidista o personalista del poder. El Estado no es el demonio, su moralidad depende de las de sus múltiples regidores a distintos niveles y, en última instancia, de la de los ciudadanos, de los que los políticos y funcionarios de alto nivel son tan solo una muestra representativa, pero la acumulación de mucho poder en pocas manos supone en verdad una gran tentación.

Si yo tuviera un Estado…

Si el Estado no es el demonio, ¿qué demonios es el Estado? El Estado, en términos aristotélicos, no es sustancia. Su existencia se deriva de las necesidades de la vida de las personas en comunidad. Para Dalmacio Negro Pavón, Estado y Sociedad son dos artificios que sustituyen a conceptos naturales como son gobierno y pueblo respectivamente. A partir del contractualismo de Hobbes estos términos hicieron fortuna, y se han ido consolidando a la par que el artificialismo y la “pérdida de la realidad” se han ido consolidando en las sociedades europeas.

La función del artificio denominado Estado, nos dice don Dalmacio, como evolución del simple gobierno para la gestión de los asuntos comunes, es garantizar la convivencia mediante su poder de coacción. Pero la convivencia depende en última instancia de un orden que tan solo el respeto a unas normas e ideales comunes puede proporcionar.

En una sociedad relativista, carente de semejantes valores comunes e incluso deslegitimadora de los mismos, nos parece engañosamente que es el propio Estado, y no la comunidad de personas, la fuente original de ese orden. De este modo, dejamos caer toda la responsabilidad de lo relativo a la vida en comunidad sobre el artificio llamado Estado, y nos parece que no hay más principio válido que el que a través de éste se acuerde, mediante ley u otras fórmulas.

De alguna manera, le pasamos al artificio la responsabilidad sobre muchos de esos valores de naturaleza esencialmente personal, como la solidaridad, o le pedimos imposibles como por ejemplo que elimine sentimientos como el odio a través de la legislación o la educación. Esto nos hace concebirlo, en línea con las teorías de Voegelin sobre las ideologías, como la herramienta definitiva para llevarnos hacia un mundo ideal.

El Estado así entendido, movido por el vitalismo de las ideologías que buscan, generalmente de buena fe, mejorar el mundo en que vivimos, crece en la medida en que encuentra ámbitos de “mejora” (no resulta demasiado difícil) y se convierte en organismo fagocitador de instituciones intermedias entre él y el individuo que tradicionalmente han servido para hacer frente a los problemas. Estas instituciones van desde todo tipo de asociaciones y agrupaciones no estatales (en el sentido también de la financiación) y con una finalidad no económica (aunque, obviamente, con necesidades que son cubiertas por sus integrantes) hasta las propias familias.

La relación persona-Estado, pese al carácter impersonal y artificial de este último, en nuestro imaginario se singulariza (de ahí términos como “Papá Estado”), excluye celosamente a otros ámbitos menores de relación social, y lleva las relaciones personales y familiares (por ejemplo el cuidado de los ancianos o la educación de los menores) al ámbito impersonal de lo económico al concebirlas como prestación de servicios.

Esta tendencia es la contrapuesta a otra resumida en la idea de la subsidiariedad, uno de los principios fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia, que otorga prioridad a las personas y a los organismos intermedios frente a la actuación del Estado, que debería restringirse, de acuerdo con este principio, tan sólo a aquellos aspectos que los primeros no puedan alcanzar.

Dos caminos hacia el desastre

Para Hilaire Belloc, que analízó en su ensayo El Estado Servil (1912) la evolución histórica de los sistemas económicos, los esfuerzos bienintencionados de los reformadores para mejorar la sociedad, en la medida en que se orientan por una “falsa filosofía” que encamina la acción hacia la distribución de rentas por el poder público en lugar de a poner a disposición de los particulares condiciones para trabajar y ganarse la vida (particularmente facilitar el acceso a la propiedad de medios de producción), actúan en la dirección de promover la imposición de diversas formas de trabajo obligatorio.

El reformador tratará de ampliar al máximo las prestaciones a disposición de la gente, pero las restricciones presupuestarias del mundo real presionarán sobre la sostenibilidad de estas reformas, que solo podrá ser garantizada vinculando esas prestaciones a la obligación legal o práctica de trabajar en beneficio directo o indirecto de éste.

Friedrich Hayek trazó en Camino de Servidumbre (1944) una senda parecida a la de Belloc, a través de la cual el Estado, bajo la excusa de procurar el bienestar de los ciudadanos, crecería hasta negar casi completamente la libertad a éstos. Tampoco Hayek atribuía este proceso a un planteamiento premeditado, sino a un “error intelectual” de reformadores que buscaban sinceramente la mejora social. Ese error se basaría en una incomprensión general sobre el funcionamiento de los procesos económicos que lleva a pensar que la planificación puede conseguir los mismos o mejores resultados que el orden espontáneo.

El enfoque cuantitativista de las ciencias sociales, y en particular de la economía, tiene mucha responsabilidad sobre la popularidad de los métodos planificadores. En los modelos de equilibrio general la actividad humana se agrupa en variables numéricas fluctuantes, al estilo de las ciencias físicas, a las que se trata de imitar, y los individuos se conciben como meros “maximizadores”. El trabajo es un factor que se aplica al capital y a la tierra para alcanzar un cierto nivel de producción, ya sea este determinado por el Estado o por la interacción con la demanda en el mercado. Esta forma -simplificada al tiempo que compleja- de ver el asunto tiende a equiparar estos dos últimos elementos al obviar los factores humanos y sociales que hay tras ellos.

Tal vez la popularidad del enfoque planificador tenga también que ver con otra tendencia actual, la de equiparar al ser humano con el resto de especies. Esta tendencia se manifiesta en expresiones de muy diverso tipo, desde la “disneyficación” de la naturaleza hasta las langostas de Jordan Peterson, pero todas ellas nos pueden llevar a similares errores de interpretación cuando nos referimos a los asuntos propios de las ciencias sociales.

No se conoce ningún canario al que no le guste cantar, ni ningún caso de una hormiga soldado que haya desertado, asqueada de la fría indiferencia de la hormiga reina hacia ella. La naturaleza humana no es de ese tenor, lleva al hombre en efecto a agruparse en comunidades, pero éstas solo pueden prosperar si son capaces de aprovechar la creatividad y las habilidades del mayor número posible de individuos, y éstas se desarrollan en mayor grado si las personas pueden elegir sus propios fines y medios, siempre dentro de unos valores auténticos, que son los que hacen compatible la libertad de uno mismo con la de los demás.

Las personas actúan en comunidad una manera mucho más compleja que otras especies y que lo que el enfoque estático de la abstracción de los modelos nos propone. Proporcionan, en efecto, trabajo, pero este trabajo tiene un factor creativo, consistente en la capacidad única de cada persona de identificar en su entorno más o menos cercano posibilidades de mejora. Ningún planificador puede conocer y procesar todas esas oportunidades de mejora personal y comunitaria. Solo dejando que las personas que las identifican puedan actuar, disponiendo de libertad y medios para ello (en lugar de poner todos los medios en  manos del Estado para ejecutar el plan, lo que equivale a su vez a eliminar la libertad), se consigue mejorar en el mayor número posible de aspectos.

Conclusión

El Estado es imprescindible en las sociedades modernas y, bien orientada, su actuación puede tener efectos muy positivos. Pero es preciso estar alerta sobre los peligros de un Estado sobredimensionado. Los intentos bienintencionados de mejorar la sociedad mediante el uso extensivo del poder del Estado chocan con fuertes impedimentos derivados tanto de la naturaleza del ser humano como del funcionamiento de los asuntos sociales y económicos, a los que la participación de éstos otorga características peculiares.

No solo la corrupción, sino especialmente la interpretación equivocada de los elementos que hay detrás de la actuación del hombre en sociedad, están detrás del riesgo de llevar los esfuerzos reformadores basados en una intensificación de la intervención del Estado a una dirección opuesta a la pretendida. Ese riesgo es, en el mundo actual, bastante elevado.

¿Quieres que podamos seguir haciendo más textos de este estilo? Entonces pincha o toca la imagen para suscribirte a nuestra newsletter

Licenciado en CC. Económicas por la Universidad de Alicante y estudiante del Máster en Humanidades por la Universidad Francisco de Vitoria. Trabaja como economista en la Administración Pública.

Lo último de Economía

Ir al inicio
A %d blogueros les gusta esto: