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Chesterton, Belloc y la revolución conservadora

En Economía por

Mucho (en realidad muy poco, pero más de lo habitual) se lee últimamente, en la blogosfera e incluso en la prensa escrita, sobre el pensamiento social de Chesterton y Belloc y su propuesta económica denominada comúnmente “distributismo”. Al amparo de este nombre, que ni a sus propios autores gustaba, se despachan comentarios e ideas que no siempre se corresponden con el pensamiento original de los mismos. Trataremos a continuación de esclarecer modestamente algunas cuestiones, intentado sobre todo animar a una discusión crítica de la que el amable lector, en uso de su criterio sin duda superior, será protagonista.

¿Distributismo?

Chesterton y Belloc calificaron ese nombre como “torpe pero certero”. Realmente el origen de la palabra está en el concepto “Estado Distributivo”, reflejado en “El Estado Servil”, el ensayo más conocido de Belloc. Dicho concepto se refiere a una situación histórica en la que, de acuerdo con el autor, la propiedad de los medios de producción (en el tiempo referido, la baja Edad Media, fundamentalmente la tierra) estaba en la práctica distribuida entre muchas personas. De este modo, una amplia mayoría de personas, en ejercicio de la libertad que le daba el derecho de propiedad sobre dichos medios, podía tomar sus propias decisiones sobre cuestiones como qué producir o cuántas horas trabajar. Se trataba pues de la descripción de una sociedad histórica idealizada con la intención de deducir las bases de su aparente bienestar, no tanto material como espiritual, en contraste con la situación social de la Inglaterra post-victoriana. El añadido del sufijo “-ismo” confiere a la palabra un sentido de acción o tendencia ajeno a su significado estático original.

¿Capitalismo?

Nuestra concepción del término capitalismo está muy influenciada por la dicotomía propia del lenguaje de la guerra fría, en la que esta opción representaba la propiedad privada y el libre comercio frente al control centralizado que el comunismo preconizaba. Si el capitalismo se definiese en esos términos (defensa de la propiedad privada y libre comercio) Chesterton y Belloc se contarían entre sus más entusiastas defensores. Pero ellos entendían el término “capitalismo” justo en el sentido contrario, como la negación de la propiedad privada y de la libertad económica para la mayoría de personas, pues ambas se encontrarían concentradas en muy pocas manos. En este sentido, decía Chesterton que el capitalismo debería en realidad denominarse “proletarismo”. Contra esta “proletarización” de la sociedad, que tendía a alejar a la mayoría de las personas de la toma de decisiones en la vida económica de la comunidad, reaccionaron también economistas como Wilhelm Röpke o E. F. Schumacher.

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¿Socialismo?

Belloc definió como socialista o colectivista a la “sociedad ideal en la que los medios de producción están bajo el control de los dirigentes políticos de la comunidad”. Se trataría por tanto de una consumación de la tendencia “capitalista” a la concentración de los medios, que pasarían de estar en manos de unos pocos a centralizarse completamente. Belloc defendió que el ideal socialista, aplicado sobre una sociedad capitalista, produce una tercera cosa denominada el Estado Servil, caracterizado por el trabajo obligatorio para la mayoría de ciudadanos. El socialismo sería imposible por dos razones principales: la antropológica, la inadecuación natural del ser humano para gestionar los bienes en común (como escribiera ya en el XVI nuestro Francisco de Vitoria, “si los bienes se poseyeran en común serían los hombres malvados e incluso los avaros y ladrones quienes más se beneficiarían”); y la técnica, la imposibilidad por parte de una autoridad central, que carece de información sobre las personas, sus necesidades, motivaciones y deseos, de gestionar los asuntos de todo el mundo con eficiencia.

¿“Concentracionismo” estático o dinámico?

Si a la tendencia a la concentración de lo que Chesterton y Belloc entendieron como “capitalismo”, la llamáramos, para entendernos, bajo el horrendo término “concentracionismo”, tendríamos una mejor apreciación de su carácter dinámico. La concentración de los medios de producción no sería, para Chesterton y Belloc, algo natural y estático. Se trataría más bien de una tendencia acaparadora por parte de las oligarquías económicas y políticas. Este “concentracionismo” sería, por tanto, revolucionario y anti-conservador. Fenómenos como la crisis financiera, que ha acentuado las diferencias entre ricos y pobres, y cuya vinculación a los rápidos cambios en la distribución internacional del trabajo no escapa ni a los más incautos, o el creciente poder de las empresas multinacionales, nos dan una idea de lo dinámica que puede llegar a ser esta tendencia. Para nuestros autores la tendencia a la concentración, protagonizada por las élites económicas y ejecutadas con la connivencia de los estados bajo su control, se produce a causa de la eliminación o empleo selectivo de las “salvaguardas” o barreras regulatorias que tratan de garantizar que el pez grande no se coma al chico.

Chesterton y Belloc propusieron el establecimiento de salvaguardas efectivas que defendieran al pequeño del grande, y no al revés

¿Salvaguardas?

El “concentracionismo” se consolida con la eliminación o el uso torticero de la regulación. Piénsese por ejemplo en los requisitos medioambientales y laborales que un pequeña empresa europea está obligada a cumplir, seguramente con toda la razón de fondo, en comparación con lo sencillo que resulta para una compañía transnacional importar desde Asia productos análogos para cuya elaboración, por decirlo suavemente, no se han respetado garantías similares. Por poner otro ejemplo, en España la legislación definió “cerveza artesanal” en función del método de elaboración y no del tamaño del productor, de manera que ahora los grandes fabricantes de cerveza para consumo masivo son los nuevos reyes del mercado artesanal. Frente a casos como estos, Chesterton y Belloc propusieron el establecimiento de salvaguardas efectivas que defendieran al pequeño del grande, y no al revés. De este modo, se garantizaría mejor la competencia, o al menos su posibilidad, lo cual implica ventajas económicas evidentes.

¿Cuánto me van a “distribuir” a mí?

Nada. Como hemos indicado anteriormente, el sufijo “-ismo” tiende a dar a esta palabra un sentido analógico con ideologías revolucionarias a cuyo espíritu nuestros autores serían contrarios. Esta concepción del “distributismo” como “la acción de distribuir” puede atraer a muchas personas de mentalidad revolucionaria, pero sus promotores, ingleses y católicos, estaban muy lejos de semejantes ideas. Para poder distribuir algo, primero has de poseerlo. Belloc consideró la expropiación como un medio poco deseable de distribución, por la violencia que implicaría. Además para él la propiedad debería ser “deseada” (algo más difícil con cada generación, debido a la falta de “experiencia” en gestión del patrimonio familiar) y no podría ser en ningún caso “impuesta” a personas que ni siquiera sabrían qué hacer con ella.

Su política sería más bien una combinación de impuestos y subvenciones en la compra-venta de propiedades. Así, en una compra-venta, las personas que partiesen de niveles de propiedad elevados pagarían impuestos altos por la operación, en tanto quienes partiesen de niveles bajos o nulos podrían recibir subvenciones para la adquisición de nuevas propiedades. La idea de “concentrar toda la propiedad y luego repartirla” es tan ajena al pensamiento de Chesterton y Belloc como alocada y peligrosa, además de irrealizable, pues una vez concentrada la propiedad, por las razones antropológicas expuestas respecto de la imposibilidad del socialismo, y tal y como la experiencia histórica demuestra, los líderes de la comunidad tendrían muy pocos incentivos para proceder a su distribución.

El pensamiento de Chesterton y Belloc no puede ser caracterizado como un “-ismo”

 ¿Subsidiariedad?

Precisamente las razones para la imposibilidad del socialismo están detrás de unos de los principios que fundamenta la Doctrina Social de la Iglesia Católica. De acuerdo con este principio, el de subsidiariedad, una autoridad debe limitarse a ejercer tan solo aquellas funciones que no pueden ser desempañadas a un nivel más bajo. Esta idea sintetiza magistralmente la tradición escolástica, en la línea señalada por Vitoria, y el sentido cristiano de la propiedad privada, y en él y su reflejo en la encíclica Rerum Novarum se basó el pensamiento económico de Chesterton y Belloc. Este principio se podría resumir, en términos del economista E.F. Schumacher, con la expresión “lo pequeño es hermoso”.

¿Pequeños estados o estados pequeños?

El principio de subsidiariedad no implicaría, para nuestros autores, que Somerset debiera ser un estado independiente con un fuerte aparato gubernamental. Más bien implicaría que los vecinos de Somerset pudieran vivir sus vidas con las mínimas interferencias gubernamentales posibles, desde Londres o desde Taunton, y en paz y hermandad con las comarcas vecinas, lo cual se garantiza mucho mejor desde Londres que desde Taunton. En nuestro país, a modo de ejemplo, no son pocas las voces que justifican el independentismo catalán desde posiciones supuestamente “chestertonianas”. Se basan para ello en que Chesterton tenía el buen gusto de veranear en Sitges y de amar la cultura catalana, y, sobre todo, en una interpretación del principio de subsidiariedad ajena al pensamiento de nuestros autores. El proyecto independentista se basa en la ampliación de unas estructuras de Estado ya de por sí gigantescas. Se quieren embajadas (a ser posible, reconocidas internacionalmente), selecciones deportivas, aduanas y ejército, y se llama a eso “autodeterminación”, invocando a veces incluso principios cristianos, cuando en realidad se están marcando un Samuel 8 (“los israelitas piden un rey”) como una catedral.

¿Cooperativismo?

Si bien el cooperativismo puede ser, en determinadas situaciones, una herramienta al servicio del principio de subsidiariedad, en tanto que forma jurídica determinada, no incorpora dicho principio por definición. Es decir, una gran cooperativa, pongamos por caso el ejemplo tantas veces discutido de Mondragón, bien podría no diferenciarse en sus prácticas de una multinacional. Cada una de las subdivisiones de una gran cooperativa, por ejemplo un banco o una universidad, resultarían más eficientes en sus fines y responderían mejor a las necesidades humanas si se gestionasen por criterios propios que subordinando su gestión a las necesidades de una gran corporación. La existencia de múltiples propietarios no tendría las ventajas expuestas por nuestros autores si dichos propietarios son ajenos a la gestión. La mera propiedad múltiple, como en el caso del “capitalismo popular” thatcheriano, o la participación democrática en la constitución de los órganos gestores, como en el socialismo yugoeslavo, no son garantía suficiente del principio de subsidiariedad, que la propia organización innecesariamente mastodóntica de una gran corporación contradice.

A modo de síntesis, diremos que, en nuestra opinión, el pensamiento de Chesterton y Belloc no puede ser caracterizado como un “-ismo”, pues no trata de fomentar una corriente revolucionaria que cambie el mundo, sino más bien resistir y mantener aquella parte “buena” que aún pervive en nuestra sociedad y ponerla a salvo de las virulentas corrientes (estas sí, revolucionarias) del cambio económico y político. En ese sentido (y no en el de Schmitt y Jünger) se podría caracterizar su pensamiento económico y social como “revolución conservadora”, en consonancia con la predilección de Chesterton por la paradoja.

Para nuestros autores el desarrollo económico tiene ante todo un fundamento moral. A medida que el bienestar de la sociedad aumenta, ésta tiende a desvincularse de dicho fundamento. Pero dicha desvinculación produce una tensión que puede llegar a un punto crítico en el que el totalitarismo y el trabajo obligatorio, incompatibles con las bases morales históricas de nuestras sociedades, se abran paso. Por eso es preciso, con los tiempos y contra los tiempos, estar vigilantes y tratar de preservar esas bases morales que dan fundamento a todo aquello que consideramos bueno en nuestra sociedad.

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Licenciado en CC. Económicas por la Universidad de Alicante y estudiante del Máster en Humanidades por la Universidad Francisco de Vitoria. Trabaja como economista en la Administración Pública.

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