Desde hace ya algunos siglos, mencionar el tema de la libertad es una forma casi segura de electrizar nuestros afectos, actos y pensamientos. En el discurso de muchos, además, es una auténtica palabra “talismán”, esto es, una palabra que parece condensar todo lo bueno de la vida humana. Su mera invocación suscita sentimientos positivos, aspiración a la justicia, emancipación personal o incluso ideales educativos. La usan todos los políticos de todos los colores y los anunciantes de todos los productos habidos y por haber. Nos emocionamos cuando William Wallace es ejecutado al grito de “¡libertad!” al final de Braveheart (por más improbable que un escocés del siglo XIII muriera exclamando tal cosa). Nos posicionamos a favor o en contra cuando George W. Bush y sus aliados lanzaban la campaña de actividades contraterroristas en Oriente Medio, el Cuerno de África y otros lugares bautizada como “Operación libertad duradera” (pero entendíamos bien el significado y propósito de la misión). O nos lanzamos a probar los patinetes Lime mientras la compañía dice que su propósito es “desbloquear la alegría y la libertad de la posibilidad” de recuperar el tiempo que perdemos en los atascos (aunque no siempre sepamos qué hacer después).
Hay algo importante aquí o, al menos, lo parece. Sin embargo, durante los últimos quinientos años nos las vemos y nos las traemos para entender qué significa ser libre, a qué nos compromete serlo y cómo organizar la convivencia para que sea posible una vida en libertad. No he escogido la fecha al azar. Desde su mismo inicio, la cultura de la Modernidad no sólo nos desafía a pensar qué es la libertad. También nos ha proporcionado el marco al que debería ajustarse nuestra solución.
“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”, dice don Quijote en la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615). Y prosigue: “con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”. La libertad, para los modernos, no es sólo un valor, sino una cualidad antropológica, la nota que nos define. Más incluso que su inteligencia, entonces, el hombre es su libertad.
A su vez, esta idea —que tanto impacto ha tenido y tiene en la arquitectura de la mentalidad liberal— puede decirse heredera del giro decisivo que se dio a finales del siglo XV en la consideración acerca del valor del ser humano. “No te he dado, oh Adán, ni un lugar determinado, ni una fisonomía propia, ni un don particular, de modo que el lugar, la fisonomía, el don que tú escojas sean tuyos y los conserves según tu voluntad y juicio”, se dice en el Discurso sobre la dignidad del hombre de Pico della Mirandola (1486). “La naturaleza de todas las otras criaturas ha sido definida y se rige por leyes prescritas por mí. Tú, que no estás constreñido por límite alguno, determinarás por ti mismo los límites de tu naturaleza según tu libre albedrío, en cuyas manos te he confiado”. El hombre, según Pico, puede y debe examinar el mundo, pero no es el saber el objetivo de su existencia. “No te he creado ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal para que, a modo de libre y extraordinario artífice de ti mismo, te modeles en la forma que prefieras. Podrás degenerar en las criaturas inferiores, que son los animales brutos; podrás, si así lo dispone el juicio de tu espíritu, convertirte en las superiores, que son seres divinos”. La entera dignidad y valor del ser humano, nos viene a decir Pico, proviene de su libertad.
Como modernos que somos, todo esto nos suena muy bien. Entonces, ¿por qué hay que darle más vueltas? Por una razón sencilla pero molesta. Y es que, en la realización concreta de la libertad, nos encontramos con varios problemas o, mejor, con algunas paradojas que nos pueden hacer dudar del valor e importancia de la libertad. A continuación, querría explorar dos de ellas.
En la realización concreta de la libertad, nos encontramos con algunas paradojas que nos pueden hacer dudar de su valor e importancia”.
¿Qué pasa con los demás?
En 2005, la marca Audi anunciaba su modelo de coche A4 con un spot muy pegadizo. Veámoslo:
La canción de Nina Simone que lo acompaña (Ain’t Got No, I Got Life, de 1968) lo dice a las claras:
“no tengo hogar, no tengo zapatos, no tengo dinero, no tengo clase, no tengo falda, no tengo jersey, no tengo perfume, no tengo inteligencia, no tengo esperanza, no tengo padre, no tengo madre, no tengo hermana, no tengo hermano, no tengo tías, no tengo tíos, no tengo hijos, no tengo pareja, no tengo amor… pero tengo una vida, y tengo mi libertad en lo más profundo de mi corazón y de mi mente”.
El impacto emocional de la letra es muy directo: privado de las cosas más elementales que definen una vida humana (amor, esperanza, relaciones personales, cobijo y medios para subsistir), aún hay algo por lo que vivir, que es la libertad. El spot recoge bien la idea quijotesca, pero también nos fuerza a hacernos preguntas algo más incómodas. Soy libre, sí, pero ¿para qué lo soy? ¿Por qué quiero ser libre? Y es que esta exaltación vibrante de la libertad olvida algo muy básico, concreto y real. A saber, que la libertad humana no existe aislada, sin más.


En una conferencia de 1969 publicada en España recientemente bajo el título La libertad, ¿liberal o libertaria?, Raymond Aron sintetizaba algunas de las ideas de su famoso Ensayo sobre las libertades para aplicarlas al análisis del fenómeno de mayo del 68. Fiel a su estilo de pensamiento “situado”, recordaba que “soy libre de hacer esto o aquello, por tanto de elegir mi conducta, si los otros no me coaccionan ni me impiden, por la fuerza, hacer lo uno o lo otro, si no me obligan a ello mediante la amenaza de sanciones”. Por tanto, decía, soy libre de hacer A o B si hay una prohibición de prohibírmelo. Lo cual subraya la complementariedad entre las libertades y las prohibiciones: las libertades que tenemos dependen de que a otros les estén prohibidas ciertas cosas.
Y, seguidamente, señalaba que hay tres tipos de prohibiciones: del Estado (leyes y reglas), de la sociedad (la sanción de la opinión pública) y de uno mismo (limitan la libertad en forma de vergüenza, remordimiento o culpa). Si se mira “desde fuera”, recuerda Aron, lo que observamos son las libertades y no la libertad. Si bien, claro, ciertas libertades representan, en un momento de la historia y según las ideas dominantes, el contenido de la libertad (por ejemplo, hoy muchos identifican la libertad con la posibilidad de hacer con mi cuerpo lo que quiera; en otras épocas, tuvo más importancia la libertad religiosa, política o económica).
Ciertas libertades representan, en un momento de la historia y según las ideas dominantes, el contenido de la libertad”.
De ahí la primera paradoja: no puedo gozar de las libertades fuera de las instituciones, las leyes, los valores y las costumbres… es decir, fuera de la sociedad y del ámbito de convivencia con los demás. Eso no significa, decía Aron, que uno apruebe o dé por bueno el contexto sociocultural en que vive, sino sólo que, para ser libre, no basta con tener la libertad, pues hay que contar con los demás (con sus expectativas, su rivalidad, su aprobación, su rechazo…). Es decir, parece que, para ser libre, tengo que aceptar ser limitado o restringido en mi libertad. ¿No hay aquí una asombrosa e inesperada contradicción? ¿Qué hacemos con esto?
No fue Aron el primer pensador político que vio esto, que sonará conocido a los lectores del gran Edmund Burke. Pero no deja de resultar llamativo como la idea “simple” de la libertad termina retorciéndose en su contraste con la realidad de la existencia humana.
¿Qué pasa conmigo? ¿Quién soy?
En su obra Anarquía, Estado y utopía (1974), Robert Nozick recurrió a un experimento de pensamiento que se ha hecho célebre desde entonces: la máquina de experiencias. Cito y adapto:
Supongamos que existiera una máquina que proporcionara cualquier experiencia que usted deseara. Neuropsicólogos fabulosos podrían estimular nuestro cerebro de tal modo que pensáramos y sintiéramos que estábamos escribiendo una gran novela, haciendo amigos o leyendo un libro interesante. Estaríamos todo el tiempo flotando dentro de un tanque, con electrodos conectados al cerebro.
¿Querrías conectarte a dicha máquina? Cuando recurro a este pasaje, las respuestas pueden variar, pero el público tiende a contestar que no. ¿Por qué? La mayoría responden en la línea del propio Nozick cuando dicen que, por más placer o felicidad que proporcione la máquina, al final, uno sigue dormido. Por más que las experiencias parezcan reales, preferimos saber que lo son. Sin embargo, no pocos apuntan a una segunda razón para no enchufarse y es que, en ese mundo, la libertad sería ilusoria: parece que elegimos, pero realmente las opciones son escasas y predeterminadas, por lo que da la sensación de que no se elige de verdad.
Ahora bien, esto mismo sucede en el mundo real todos los días. ¿No? Al fin y al cabo, en nuestra vida hay muchas cosas que nos definen y que no elegimos. En su investigación acerca de la morfología del sujeto contemporáneo, Higinio Marín habla de la dimensión genealógica del hombre para referirse justamente a todo el conjunto de factores que traemos con nosotros y que dicen lo que somos. Ahí estarían el cuerpo y la sexualidad, “resultado de la suma de unos patrimonios genéticos, que son a su vez el resultado de cada una de las relaciones sexuales que concibieron a cada uno de vuestros ascendientes hasta los primeros pobladores del mundo”. Por la misma razón estaría la personalidad, en gran medida heredada de la educación recibida. Y, también, el lugar en la escala social, las expectativas sobre la propia vida e incluso, hasta hace no tanto, la profesión, que muchos heredaban del negocio familiar. Y esto por no hablar de la fe…
Solemos pensar que todas estas ataduras son propias de otros tiempos, quizá antiguos, quizá medievales. Pero en la historia de la cultura y de la antropología el giro hacia una mayor autoconciencia del sujeto comenzó mucho antes de la Modernidad. A juicio de Marín, de hecho, este giro vino con la aparición del Cristianismo que, justamente, habla de un Dios que crea a cada uno (y no a la especie), que habla de una vocación personal y que “sitúa en el individuo al sujeto de imputabilidad de unos actos de los que se va a seguir una supervivencia más decisiva que la estrictamente temporal, que es la eterna”. Esta noción del hombre como sujeto de imputabilidad —tan cara al Derecho— significa que “los actos por los que alguien se va a condenar o a salvar son estrictamente individuales… Dios ya no salva naciones, ni tribus, ni países, ni ciudades. Es un Dios de almas, o sea, de sujetos de conciencia individual”.
Solemos pensar que todas estas ataduras son propias de otros tiempos, quizá antiguos, quizá medievales”.
“Es verdad”, continúa Marín, “que ese individuo no tiene el carácter adánico y solitario que toma después del XVIII, pero la historia de Occidente es la historia de cómo ese sujeto individual constituido como sujeto de imputabilidad, de mérito y de reproche en el ámbito y la esfera de la religión que abre el Cristianismo de manera completamente insólita se va extendiendo a otras esferas de la vida social”. Aunque luego la forma y organización de las sociedades provocaban que en ellas pesara mucho lo genealógico, en realidad toda la Edad Media hasta el Renacimiento está atravesada por la necesidad de entender y traducir prácticamente qué significa para el sujeto ser igual que todos los demás (un hijo de Dios) y, a la vez, ser yo mismo, individualmente.
La aparición de los sujetos individuales en el Renacimiento se prolongó hasta finales del XVIII, y seguramente hasta ese momento tuvo sentido y plena vigencia la noción de individuo. A partir de ahí, y por influjo de las ciencias y otros factores, empezamos a pensar que la individualidad era una ilusión y que, en el fondo, los seres humanos somos lo que marca el lenguaje, la psicología, la sociedad, la biología, la economía, la política… y añadan ustedes los determinismos que deseen (un resumen de los cuales los pueden encontrar en la parte de la obra Desocialización, de Matthew Fforde, dedicada a desentrañar las falsas antropologías de la posmodernidad).
A grandes rasgos, así se ha abordado la cuestión del sujeto en el debate de ideas. Sin embargo, aún asumiendo todos estos matices… no podemos quitarnos de la cabeza la sensación de que algo no cuadra. Es como si volviéramos a la máquina de experiencias. Imaginemos que sí, que todos esos factores nos recorren por entero y nos definen. Ahora bien, ¿dicen quién soy de verdad? ¿Me identifican en lo que tengo de único (o creo tener)? ¿Definen totalmente mi identidad?
He ahí la segunda paradoja: a las personas nos importa mucho ser alguien. Y podría ser que nuestra identidad viniera pre-cargada o, incluso, que pensáramos que nos construimos a nosotros mismos cuando, en realidad, es pura ilusión. Pero el caso es que, tal como estamos hechos, la formación de nuestra identidad necesita de nuestra libertad, esto es, depende de nuestras decisiones. No podemos ser alguien sin libertad, sin elecciones y decisiones que, para bien o para mal, nos van configurando en nuestra individualidad única. Hay realidades externas a mí que me perfilan, sí, pero al final sigo siendo “artífice de mí mismo”, como dice Pico della Mirandola. Lo cual hace que la vida sea muy interesante, sí, pero también muy dramática.
Nuestras elecciones nos definen y encadenan el futuro”.
Pocas veces he visto tan bien dibujada esta verdad acerca de la condición humana como en un pequeño gesto de Quiz Show. Tras concursar con éxito durante varias semanas en el 21, Charles Van Doren no sólo se ha hecho con miles de dólares sino que también ha visto como sus clases se llenan de alumnos y es recibido con afecto allá donde va. El único problema es que su triunfo televisivo es un fraude (le dan las respuestas de antemano), y él lo sabe… aunque prefiera olvidarlo. Pero a base de olvidarlo y de quedarse con los beneficios de ese fraude, él mismo queda transformado. Véanlo:
Charlie se ha convertido en un vanidoso y también en un mendigo de fama. Lo cual manifiesta esta segunda paradoja de la libertad que, en gran medida, opera y se mueve en una historia que le antecede, una historia formada por todas las decisiones previas del sujeto. Por suerte, hay veces en que podemos dar un volantazo a nuestra vida y empezar, como quien dice, de nuevo. El resto del tiempo —y no es nada grato admitirlo— nuestras elecciones nos definen y encadenan el futuro.
Conclusión
A finales de los 60, Raymond Aron reflexionaba sobre las actitudes de los jóvenes congregados en las revueltas estudiantiles y distinguía dos grupos de ellos. Por un lado, decía, estaban aquellos que optaban por rechazar el mundo y pasar de todo. Por otro, quienes veían los males del mundo pero también eran conscientes de sus valores y optaban por proponer cambios y reformas concretos. Merece la pena leerlo:
“Me he encontrado con algunos estudiantes de Praga, y me ha sorprendido el contraste entre esos jóvenes, impregnados de un espíritu liberal, quienes conocen sus objetivos y rechazan ciertas coacciones, y los contestatarios de Berlín o de París… En cierto modo, esos «hombres libres» de Praga condenan nuestra sociedad liberal tanto como nuestros contestatarios. Pero estos últimos, que denuncian el sistema en su totalidad en vez de identificar sus defectos y proponer reformas, se creen libres porque no se comprometen con nada. Tal vez su rechazo total, caricatura de la libertad auténtica, no sea más que una forma de disimular la anomia que sufren, el miedo a las responsabilidades que el orden liberal impone a todos, pues este deposita sobre cada uno la carga de encontrar, en libertad, el sentido de su vida”.
Si, por lo tanto, resulta que ser libre es aceptar restricciones y si resulta que ser libre tiene consecuencias en quién soy, las paradojas a que esto conduce quizá no puedan resolverse más que en lo práctico. Dicho en plata: ¿qué vas a hacer? ¿Quién vas a ser?
Este texto recoge una ponencia para “En torno al hombre”, III Congreso escolar organizado por el Colegio Peñalvento en junio de 2019. El autor agradece la invitación a participar en dicho evento, y a la editorial Página Indómita por la copia del libro de Raymond Aron cuya lectura, por si no ha quedado claro, recomienda encarecidamente.