Existe una herejía alarmante muy extendida en Occidente. La densidad especulativa de Disney la ha acuñado en el confuso aforismo “la belleza está en el corazón”. Tratándose del cuento de una doncella que se enamora de una criatura caracterizada como “bestia”, supondré que se trata de la posibilidad de amar a alguien independientemente de su fealdad aparente, cuando en su interior reside el bien.
Todo esto me resulta muy confuso. En primer lugar, está la ambigüedad de un “corazón” en el que debe residir un cierto bien que no sabemos muy bien en qué consiste. No menos preocupante parece ese verbo “estar”. La belleza no “está”, no se sitúa. Se corre el terrible riesgo de etiquetar arbitrariamente la posición de la belleza o, más terrible aún, se corre el riesgo de disolver la belleza en un cierto carácter moral.
Pero hay una profundidad aún más perversa detrás de un aforismo aparentemente inocuo. El hecho de que esa supuesta belleza -que consiste en la vaguedad de un cierto bien no superficial- se convierte en el criterio o en la condición penúltima del amor. Yo -Bella en este caso- decido enamorarme de una criatura horrible (su fealdad es además fruto de un vicio moral) porque lo importante no es el aspecto. El amor, en general, tiene poco o nada que ver con este planteamiento. Es legítimo amar la belleza en todas sus formas. No es legítimo condicionar el amor.
Umberto Eco, por otro lado, afirma justo lo contrario en su Historia de la Belleza. “La belleza está en la mirada de quien observa”. Es la herejía opuesta a la del sentimentalismo irracional. Se trata de la estética constructivista de quien se presenta como árbitro de la realidad. Sin duda, es posible apoyar esta aseveración en una poderosa ética de la excelencia. El problema es que no parece ser del todo cierto. No, al menos, en la experiencia cotidiana. El hecho es que nos sorprendemos por sucesos extraordinarios y ni siquiera la persona más santa es capaz de encontrar belleza en todas las cosas de la vida.


Los dos miembros de la gran alternativa hermenéutica parecen referirse a una forma de subjetividad. Caen en la trampa de transformar la experiencia de lo bello en un fragmento único, efímero e irrepetible. Supuesta belleza “pura” de museos contemporáneos repletos de instalaciones.
Ninguna de las dos sobrevive una universalización de su dogma. La belleza estará en el corazón y -permítaseme la ironía- en otras muchas cosas. No seamos cursis. Del mismo modo eso de que la belleza está en los ojos del esteta parece condenar irremisiblemente a quienes no hemos descubierto aún la belleza de Pollock. Pero ambas herejías pueden redimirse. Ambas pueden darse la mano.
Una posible medicina: el orden de Hegel
Podríamos intentar aclarar los sempiternos problemas de la belleza, del conocimiento y del amor. Pero eso nos llevaría por derroteros inalcanzables para esta pluma. Así que escojo un objeto de reflexión en apariencia más humilde, pero que puede ser un buen remedio contra la futilidad de una belleza fragmentaria. El orden.
Ya hace más de siglo y medio el pensador alemán Hegel, en un ejercicio arquitectónico nada desdeñable, ideó un gigantesco proceso de desarrollo del espíritu en etapas sucesivas de objetividad y subjetividad. La Enciclopedia no hace un análisis excesivo de la realidad. El esfuerzo es mucho más -y mejor- sintético. Acaso una de las últimas grandes Summas que se han escrito en la historia. Ese esfuerzo titánico que Chesterton describe en la introducción de su Hombre Eterno como un tomar la distancia suficiente del propio hogar para conocerlo según una nueva perspectiva.
El gran problema de Hegel -también una de sus principales riquezas- es el método. La dialéctica idealista, tal y como él la propone, le obliga a someter la realidad entera a un esquema que se antoja insuficiente. Especialmente en el último suspiro culminante de la obra, el Espíritu Absoluto. Esta grandiosidad final de un desarrollo estrecho tiene una nota característicamente luterana.
Ni el más optimista de los biólogos darwinianos se atreverá a afirmar un desarrollo eterno. La eternidad difícilmente entra en una cosmología estrictamente darwiniana. Pero tampoco el fin del desarrollo biológico es aceptable. Y eso supone un gran problema.
La experiencia humana de la realidad nos reafirma en el dogma de que existen fines que rigen las cosas. Un desarrollo tiene sentido porque hay una realidad que se desarrolla y, por lo tanto, un fin en ese desarrollo. No se trata de un fin temporal, ciertamente. Acaso se trata más del sentido -tan denostado, en general, por el patrimonio positivista- de la historia y de los actos humanos.
Soloviev: el orden cósmico del Niño de Belén
En definitiva, todo tiene un orden. Las cosas suceden por un fin. La Enciclopedia de Hegel habla de un desarrollo absoluto del Espíritu -sea lo que sea-. Los cristianos, en cambio, creemos en la resurrección de los muertos. Ambos planteamientos conciben estéticamente un desarrollo progresivo de una cierta escatología -del Espíritu o de la Idea divina- en la historia de la humanidad. Existe un orden cósmico del mundo hacia un fin.
La gran diferencia entre ambos planteamientos, el de Hegel y el del filósofo cristiano Soloviev, se establece en un punto estético de no menor relevancia: el hecho determinante de la encarnación definitiva del Orden (permítaseme estirar el significado del Lógos griego) en la historia. El fin de los tiempos no es un Espíritu Absoluto definitivo, sino más bien la encarnación de un Dios en la historia de los hombres. Un suceso que es fin, en cuanto debe ordenar absolutamente todos los actos del cristiano en sus dimensiones (belleza, bien y verdad), y que a la vez es principio y centro (núcleo) de la historia.
La diferencia es, ciertamente relevante. En el “todo” de Hegel podemos descubrir ecos anticipados de la resolución final en etapas precedentes. La tensión dialéctica nos aboca a la apoteosis final, como sucede en una buena obra de teatro. La tensión dramática hacia la catarsis guía toda la obra. De alguna forma, nos permite descubrir ecos de Dios en el mundo. Y eso es, ciertamente, algo bello.
La estética de Soloviev le permite trascender esa perspectiva y descubrirse a sí mismo como un eco en el mundo de Dios. No somos descubridores de belleza, no de forma única y definitiva. Somos, mucho antes y muy por encima de eso, ecos de Dios en el mundo. Mundo, insisto, que es antes “divino” que “humano”.
El pensamiento de Soloviev no solo se aleja del hogar del hombre para contemplar todo el mundo, en una síntesis cristiana, sino que vuelve al hogar y descubre allí, en el Nacimiento -entre la mula y el buey del pesebre-, la realización concreta del Orden que da sentido al mundo.
Cuando Dostoievski pone en boca del Idiota “la belleza salvará el mundo”, no se refiere a que la belleza está en el corazón de la Bestia, ni a que la belleza está en los ojos del observador. Se refiere a la capacidad de la estética cristiana de Soloviev para descubrir el cumplimiento escatológico de la promesa del amor de Dios, que es Lógos y es Niño recién nacido a la vez, en el mundo, en la historia y en rostro concreto de la persona que es tu prójimo.
“(…) lo que significa” -palabras de Von Balthasar- “a la vez dominación y superación de la realidad no divina, que resulta base (Baader) de la imagen divina impresa en ella, triunfo total de la omnipotencia de Dios, que puede manifestar y afirmar concretamente su totalidad hasta en lo opuesto a sí mismo (en lo finito, singular, egoísta, malvado)”.
En la estética cristiana de Soloviev, este encuentro del hombre con Dios en la realidad permite rescatar la bondad tras la fealdad, nos permite convertirnos en espectadores privilegiados de la belleza en el mundo. Y redescubre también la belleza del todo en los fragmentos. Mejor dicho, en el fragmento. También en lo efímero, en lo banal, en lo superficial.
Al contrario de Hegel, Soloviev no huye de la concreción más radical. En su estética cristiana, toda la historia de la salvación -creación y escatología-, pueden manifestarse con toda su profundidad en la mirada cansada de una madre que consuela a su hijo pequeño que se ha despertado llorando por una pesadilla. Por esto -sólo por esto- Pollock sigue siendo una tarea pendiente. Algo tiene que haber.
Redención de toda la belleza
En mi humilde recorrido sólo he descubierto otros dos autores que hayan logrado esta misma proeza. Algún eco hay en la Ilíada: obra épica de batallas épicas y de niños sobresaltados por el casco guerrero de su padre. Pero me refiero al dominico Tomás de Aquino y al franciscano Buenaventura. En un gesto eterno estos tres autores, partícipes de la misma estética cristiana, han observado el mundo en una síntesis concreta capaz de incluir el diálogo con las opiniones más lejanas a la propia.
Afirma Von Balthasar:
“En consecuencia, prácticamente coinciden en Soloviev [también en Aquino y Buenaventura] la escatología y la estética, donde es de observar únicamente que, si Dios se hizo hombre en Cristo, el reino de Dios no irrumpe unilateralmente desde arriba o desde fuera, sino que florece y crece no menos, y por necesidad, desde dentro”.
Precisamente como el cumplimiento de la belleza cristiana no es un momento culminante, final en la historia, sino un Niño que nace en un pesebre, en el corazón mismo de este mundo -“desde dentro”-, por lo tanto nada del mundo puede ser ajeno a esa belleza. Soloviev es un magnífico ejemplo de inclusión de posturas ajenas en su diálogo con la verdad, porque las posturas ajenas no son realmente tales.
“No hay sistema que no le suministre una piedra esencial, después de haberle vaciado del veneno de sus negaciones. Soloviev lo logra con simplicidad y sin dolor (…) Su fuerza de integradora es tan grande que no queda sombra de compilación o eclecticismo en el edificio acabado, lo mismo que gracias al arte del compositor y del director de orquesta todos los instrumentos dan el acorde, al que en virtud de la idea preconcebida están destinados, con una elaboración de elementos diferenciados al máximo”.
Belleza que es, por tanto, en un tempo supremo -eterno y efímero-, sinfónica, ordenada, total y fragmentada. Pero, sobre todo, encarnada.
En la mirada infantil del Niño de Belén quedan rescatadas, a la vez, las intuiciones de Disney y de Umberto Eco. Y eso es una señal inequívoca de su grandeza.
Recomiendo para estas navidades la lectura de “Los tres diálogos y el relato del Anticristo”, de Vladimir Soloviev.

