En uno de sus Discursos cristianos, el filósofo –para muchos, padre del existencialismo– Søren Kierkegaard examina con sutileza y con la precisión de un cirujano el deseo humano. “La pureza de corazón es desear una sola cosa”. El filósofo describe allí cómo las diversas formas del deseo esconden las más de las veces una contradicción interior, sintomáticas de aquella desesperación más común a los mortales: aquella en la que el desesperado no sabe que lo está. Enredados en múltiples deseos vagamos sin rumbo por la vida, sin conocer la causa de nuestro dolor.
Una larga tradición de pensadores y poetas nos han dejado como regalo, en un gesto de valentía y pasión por la vida, algunas palabras escritas con sangre, fruto de su lucha con el deseo. Algunos miran al deseo con impotencia, otros con nostalgia. Algunos pocos, reconocen en él una huella, un indicio. Autores como Nietzsche, Feuerbach o Freud han intentado detener esta elocuencia del deseo, introduciendo la sospecha de que el deseo produce aquello que desea. Pero el dique de la sospecha no alcanza a retener la presión del deseo en el pecho del poeta, y éste acaba prorrumpiendo desde dentro:
Un desconocido es mi amigo
uno a quien no conozco
Un desconocido lejano, lejano
por él mi corazón está lleno de nostalgia
Porque él no está cerca de mí
¿Quizá porque no existe?
¿Quién eres tú que llenas mi corazón de tu ausencia
que llenas toda la tierra de tu ausencia?
Pär Lagerkvist — Un desconocido es mi amigo
En la España del siglo XX tenemos ejemplos hermosos de este cuerpo a cuerpo con la sospecha: el deseo es demasiado grande, demasiado incontenible e infinito para que pueda uno saciarlo, estrecharlo contra sí… por todos lados se nos escapa. Unamuno a comienzos de siglo, y un poco más tarde Blas de Otero, meten el dedo en la herida, que se revela como una necesidad imperiosa, una insuficiencia dolorosa:
Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas,
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
sin consuelo de engaño. No resistes
a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando Tú de mi mente más te alejas,
más recuerdo las plácidas consejas
con que mi ama endulzóme noches tristes.
¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino Idea; es muy angosta
la realidad por mucho que se expande
para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.
Miguel de Unamuno — La oración del ateo
Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.
Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.
Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.
Esto es ser hombre: horror a manos llenas.
Ser —y no ser— eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!
Blas de Otero — Hombre
El deseo se muestra desproporcionado, el clamor imposible.
Estos versos miran la fuente del deseo, miden su dimensión, su anchura y profundidad. Pero hay en ellos una derrota cantada con nostalgia, una censura a la verdad del deseo. En él se quedan y enredándose ferozmente sucumben. En la herida conocen que están vivos y se alegran, a la par que tristes escuchan el repicar de las campanas que anuncian el final.
El deseo se muestra desproporcionado, el clamor imposible. Lo único que el deseo revela es una ausencia; en eso los tres poetas parecen estar de acuerdo. Todo aquello que está a nuestro alcance no basta para llenar ese vacío, no basta el universo entero.
Agustín de Hipona es tal vez uno de los testigos del deseo más lúcidos y que mejor lo circunscribió. En un pasaje memorable de las Confesiones, exclama:
“¡Tarde te amé, Belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y allí te buscaba, pero me precipitaba, deforme, hacia estas cosas hermosas que tú hiciste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, de no estar en ti, no serían. Me llamaste y me gritaste y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste y ahuyentaste mi ceguera. Exhalaste tu fragancia y respiré, y ahora suspiro por ti. Gusté de ti y ahora desfallezco de hambre y de sed de ti. Me tocaste y en tu paz me inflamé”.
Frente a la derrota que puede leerse en los versos precedentes, las palabras de Agustín dicen lo contrario. Son palabras de quien se encuentra a punto de comenzar la carrera. El hambre y la sed –figuras del deseo– son vividas con regocijo. Hay desilusión, pero de las cosas que no llenan. El deseo aparentemente sin objeto, es más real que la realidad misma. Es el punto de partida radical, por el que merece la pena dejarlo todo, olvidar todo otro deseo. Orientar la vida desde esa referencia única, tal como hizo Daniel Faria, el prometedor poeta portugués que entró en la orden benedictina y tras su breve vida nos regaló esta certeza:
Pero tú existes.
Los días suman ruina a la ruina
Y el porvenir multiplicará
La miseria.
Me pudro sin abonar la tierra
Y cada día sumado a cada hora
No completa el tiempo.
Sé que existes y multiplicarás
Tu falta.
Sumaré tu ausencia a mi escucha
Y tú redoblarás mi vida.
Los dos versos finales son una propuesta dirigida a todo aquél que cansado de la fragmentación y contradicción del deseo diversificado, se sumerge en las profundidades del deseo único. A ese buscador, Faria le anima a no sucumbir ante la constatación de aquella contraparte del deseo que todos llaman ausencia. ¿Qué ocurrirá si estiramos la mano al final del camino, en el límite del abismo y de nuestras fuerzas?
En este punto el poeta calla y deja que sea la vida del lector quien tome la palabra.