Los lectores de Democresía ya saben que me es prácticamente imposible escribir sin filosofar, sin citar a otros o sin acudir a fuentes y estudios que retuercen mis líneas hasta alejar a despistados y ocasionales. Prometo moderar estos “vicios” para contestar al breve artículo sobre la inmigración en España a través de Žižek que apareció en esta revista a mediados de agosto. Pero, por si no lo consigo, les adelanto ya mi jab (el miedo a la diferencia explica el afán de seguridad pero no el rechazo al inmigrante) y mi uppercut (la violencia sistémica es un concepto vaporoso, dogmático e incitador de violencia). A partir de ahora, ya pueden volver a sus redes sociales… o leer lo que sigue, con el agradecimiento por adelantado de quien lo firma.
Sacudámonos el miedo al miedo
Nada que objetar al texto en sí. Nada… salvo el cacareado miedo a la diferencia que, por lo que parece, nos ha llevado desde que se emplea tal expresión —o sea, desde final del siglo pasado— a perseguir o admitir haber perseguido a indígenas y a homosexuales, a marcianos y a extranjeros, a góticos y alternativos, a superdotados y a discapacitados, y a todo aquel que pueda esgrimir con convicción que es “diferente”.
A mí, qué quieren que les diga, la apelación a este temido miedo como causa de tantos y tantos males me parece un lugar común, tan simple como alejado de la experiencia concreta. No es que no contenga algo de verdad, sino que es pirotecnia, un recurso retórico, cuya efectividad reside más en la mala conciencia que remueve que en la verdad de lo que proclama. Porque sí, todo el mundo se ha sentido alguna vez incomodado por lo diferente, pero no necesariamente en el sentido que presumen los voceros de este miedo ni con las consecuencias drásticas que le presuponen.


Para probarlo, suelo citar el testimonio histórico que tenemos del primer encuentro entre los colonos ingleses y los indios americanos en 1584. ¿Hubo violencia? No. ¿Hubo recelo? Para nada. ¿Hubo miedo? Quizá, pero no un pánico que les llevara a actuar de modo irracional. Si creemos lo que dice el explorador Arthur Barlowe en su carta —y, maldita sea, ¿por qué no habríamos de hacerlo?—, lo que hubo fue un despliegue de una actitud humana mucho más fundamental que el miedo. Lean:
Después de que hubo dicho muchas cosas que no le entendíamos, lo trasladamos con su anuencia hasta las naves, le dimos una camisa, un sombrero y algunas otras cosas, y le hicimos saborear nuestro vino y nuestra carne, que le gustaron sobremanera; después de haber recorrido ambos barcos, regresó a su bote, que había dejado en una pequeña caleta o arroyo adyacente: tan pronto estuvo a dos golpes de remo de la orilla se arrojó al agua a pescar y, en menos de media hora, había cargado su bote lo suficiente para que no zozobrara, hecho lo cual tornó a tierra. Allí dividió su pesca en dos partes, una de ellas destinada a los barcos y la otra a su embarcación y, después de haber retribuido (en la medida de sus posibilidades) los regalos recibidos, desapareció de nuestra vista.
¿No es más humana —sí, humana— esta lógica de la reciprocidad? ¿No suena mucho más creíble que imaginar que indios y colonos se hubieran enzarzado a tiros y flechazos desde el principio? Do ut des. La amabilidad despierta más amabilidad. La bondad suscita bondad. Sólo la gente muy amargada, o los “viejos” —esto es, quienes no esperan ya nada de la vida—, pueden recibir al extraño con violencia, desprecio y demás actitudes hoscas.
Cuando hablamos de una sociedad sana y “joven”, normalmente al extraño se le recibe con curiosidad y hasta con expectación. El extranjero o xénos, recuerda Jacques Derrida, es quien trae la pregunta y, con ello, propicia el cuestionamiento del orden establecido, que es propio de jóvenes. ¿Idealizo demasiado? No lo sé. Pero, si no, cambien de tercio y miren lo que ocurre con el comercio y el mercado —que es una reproducción a pequeña escala de las relaciones humanas libres o no marcadas por la coacción—, donde lo nuevo, lo diferente, lo exótico, lo extraño, la variación no sólo no es rechazada sino que es esperada.
Si es verdad que en nuestras sociedades anida un miedo terrible a lo diferente, eso sólo indicaría una patología social —debida a circunstancias concretas, a factores culturales e históricos específicos—, pero no afectaría al núcleo de lo que somos, pues la situación originaria del ser humano es la confianza, confianza en todo, virginidad del alma, apertura íntima a lo que hay, como dice María Zambrano. Y lo que vale para la vida personal, quizá valga también para la vida social. Como recordaba este verano Higinio Marín en un artículo memorable, los modernos entendieron mal el sentido de la propiedad cuando reclamaban asegurar su posesión mediante los mecanismos del Estado. Pues no hay propiedad más segura que la que podemos dar “y de ahí que la forma primordial de la riqueza y la propiedad no sea lo que meramente tenemos, sino lo que tenemos para ofrecer a otros”.
Los aficionados a la autoinculpación son muy dados a transformar este tipo de consideraciones filosóficas en azote colectivo. “¿Lo ves? Cerrando las fronteras no aseguramos mejor nuestra nación, eso sólo lo lograremos ofreciéndola a los demás”. Y, ojo, este razonamiento puede tener más enjundia de lo que parece. De hecho, no son pocos los que argumentan, por ejemplo, que una política de open borders puede incluso fortalecer a aquellos países que la implanten, en el sentido de hacerlos más respetuosos con las libertades, los derechos y las identidades culturales de los ciudadanos que ya residen en ellos.
el propio acto de la hospitalidad no está carente de violencia en virtud de su finitud: no se puede acoger a todo el mundo.
Sea esto cierto, o no, el caso es que ningún Estado aplica una política de open borders sin restricción. Y quizá haya algo de sabio en no hacerlo. En primer lugar, como observa Derrida, el propio acto de la hospitalidad no está carente de violencia en virtud de su finitud: no se puede acoger a todo el mundo. Siendo así, por más desinteresada que sea, no se puede llevar a cabo sin proteger el propio hogar que hace posible la hospitalidad (o sea, sin criba o selección por parte del anfitrión). Pero es que, además, si algo muestra la experiencia —decía Sam Gregg con mucho tino el año pasado— es que “habitualmente, los recursos con que ha sido dotada toda la humanidad son más fructíferos cuando son divididos y poseídos por los individuos que cuando son propiedad común de todos”. Mutatis mutandi, lo que vale para la propiedad privada vale para la soberanía nacional. En efecto,
La capacidad que la propiedad privada tenga para lograr el propósito de ordenar el uso de los recursos del mundo por parte de todos depende, casi en su totalidad, (1) de la libertad de cada propietario de excluir a otros del uso de su propiedad y (2) de la libertad para decidir cómo quiere usar su propiedad, sujeta siempre a las restricciones de las leyes justas. Sin ambos poderes, la propiedad privada queda de hecho anulada, y nos metemos de lleno en la tragedia de los comunes [el descuido en el uso de los bienes públicos]. Lo mismo ocurre con la soberanía nacional.
Por estas razones, concluía Gregg, no hay un derecho absoluto a emigrar. Pero, ojo, tampoco hay un derecho absoluto por parte de los Estados a excluir, pues la propiedad privada ha de tornarse común en casos de extrema necesidad, como enseña la ancestral sabiduría cristiana. Si se aplica esta lógica a la inmigración, entonces, “aquellos que se enfrentan a un peligro inminente por guerras, persecución o hambruna en su propio país y que no cuentan con otros remedios para su situación, pueden con razón buscar refugio en otra nación”. Ahora bien, ¿sólo los países occidentales pueden suplir esta necesidad de refugio? Y, más aún, incluso si hubiera un derecho a emigrar, ¿queda el Estado exento de responsabilidad frente a sus ciudadanos? ¿No es parte del celo por el bien común procurar que los que llegan cumplan las leyes, respeten el orden público y valoren el bien de la nación?


Interpretando la inmigración en España a través de Zizek
Los problemas asociados a la inmigración, en realidad, no tienen tanto que ver con los miedos ni con los racismos. Más bien, se presentan cuando la migración es masiva, ya que a las autoridades públicas les es materialmente imposible conciliar los intereses de residentes e inmigrantes. O, dicho en la jerga de la teoría política, es imposible que puedan ordenar el flujo migratorio cuando dicho flujo excede con creces el curso normal de los desplazamientos de seres humanos.
Existe un inconveniente añadido. Cuando se presenta la migración como un derecho, o sea, como una prerrogativa del individuo que todos los demás han de respetar sin rechistar, se produce una quiebra en la confianza original de los seres humanos. Y es que, retomando la reflexión de Marín sobre la propiedad a la que aludía antes, “la condición de regalo no se la da quien lo hace, sino quien lo acepta y al aceptarlo le pone la perfecta novedad que le falta”. Ahora bien, ¿verdaderamente aceptan como un regalo la acogida de un país aquellos que se lanzan a las vallas armados y dispuestos a infligir daños, sólo para poder entrar y después continuar su periplo hacia otra nación?
No es de locos, ni de racistas, ni de fanáticos, ni de miedosos, ni de nada de nada el pretender poner algún coto a la entrada de inmigrantes.
Obviamente, habría que ir caso a caso, pero el punto al que quiero llegar en esta primera consideración es que no es de locos, ni de racistas, ni de fanáticos, ni de miedosos, ni de nada de nada el pretender poner algún coto a la entrada de inmigrantes. La mayoría de estados-nación están sustentados por comunidades surgidas en la historia y unidas por lazos muy diversos, se quiera admitir o no —y hoy son muchos quienes, llevados por una mentalidad globalista, desprecian o niegan con alegría este hecho.
No se trata de que toda llegada de alguien “diferente” vaya a estropear el bien que supone dicha comunidad, pero sí conviene llamar la atención sobre la belleza y fragilidad de las asociaciones humanas, que peligran cuando nadie se ocupa, siquiera mínimamente, de ordenar y erigir el marco de sus interacciones. Además, como enseña el liberalismo clásico, la destrucción o el descuido de las identidades y vínculos locales suele llevar aparejado la eliminación de obstáculos para la intervención de un poder más grande, con lo cual no resulta claro que la irrestricción en el acceso necesariamente aumente la libertad de una sociedad.
Si, aún y todo, es verdad que rechazamos al diferente —y, ojo, ese es un gran “si…”—, esto no debería movernos a la autocondena ni a abrir las fronteras de par en par. Más bien, creo, debería hacernos pensar si no vivimos —pese a todas las apariencias— en uno de los momentos más “conservadores” de la Historia reciente. Y, paradójicamente, a cuenta de una de las generaciones que lleva por gala la diversidad pero, luego, es incapaz de lidiar con el imprevisto cuando se presenta. No nos engañemos. La misma generación que se rasga las vestiduras con los muros y vallas fronterizas, en su día a día sólo come y vive con sus homónimos, puede que racial y sexualmente diversos, pero ideológicamente cortados por el mismo patrón adánico. Un patrón formado por un sinfín de intenciones bonitas y una absoluta falta de realismo acerca de cómo ponerlas por obra (y, menos aún, cómo financiarlas). Esa generación, digo, es conservadora en el peor sentido del término, pues su brújula para la acción social y política consiste en ampliar el status quo del presente, pero no transformar la realidad hacia ningún lugar, ni arriesgar por nada que pueda romper o ir en contra de la tiranía de nuestros modos de vida, como explica Mark Hunyadi en un ensayo irregular pero indicativo de uno de los males de nuestro tiempo.


¿Y qué hay de Žižek?
Así las cosas, enfangados como andamos en la adoración inconsciente de nuestros modos de vida, no es de extrañar la incapacidad de nuestros contemporáneos para lidiar con el imprevisto y, consecuentemente, el ansia tan extendida por desterrar todo aquello que escapa al control humano.
Creo que, entre otras razones, esto explica por qué el debate sobre la inmigración suele ser tan desquiciado: por un lado, se apoya la llegada de extranjeros siempre que esté “regulada” mientras que, por otro, cuando llega de forma masiva, se rechaza cualquier tipo de selección o de intervención del Estado que no pase por la aceptación sin condiciones del inmigrante. En ambos casos, se trata de quitarse el problema de encima. Ya sea mediante la acción del Estado, ya sea prescindiendo de ella, lo que permanece en los sujetos es una total indiferencia hacia el asunto. ¿Cómo hemos podido llegar a esta esquizofrenia? Tal como lo veo, por no tolerar ni tener ganas de convivir con el imprevisto, que es algo bastante más radical que el miedo a la diferencia —pues, repito, la diferencia puede no ser amenaza alguna siempre que hable el “lenguaje” de nuestro tiempo (derechos humanos, progreso, libertades, bienestar material, etc.).
Está claro que la presunta ubicuidad del miedo a la diferencia en Occidente no ayuda a pensar el tema de la inmigración. Entonces, ¿por qué titular este artículo impugnando también la utilidad de Slavoj Žižek para interpretar la inmigración? Básicamente, porque su concepto de “violencia sistémica” incurre en un error parecido al del “miedo a la diferencia”: quizá remueva, pero no dice nada comprobable. Más bien al contrario, apela a algo incognoscible a partir de anécdotas para sostener que la violencia sistémica impregna tan hondo nuestros órdenes sociales que somos incapaces de percibirla. ¿A qué se refiere el filósofo con esto? Es difícil saberlo con exactitud. Pero podemos deducirlo a partir de lo que concluyen quienes palmean y repiten las invectivas del esloveno: hay violencia sistémica en el capitalismo tardío porque este sistema tiende a establecer divisiones de clases y, para subsistir con éxito, necesita proteger a aquellos que quedan dentro de su esfera y separarles de los que quedan fuera de su cobertura.
Realmente, esta visión del capitalismo es un tanto miope, pues olvida convenientemente que lo propio del espíritu capitalista es el dar, el ofrecer o, dicho en términos económicos, la oferta y la oportunidad de crear, aún a riesgo de incurrir en pérdida. Cuando, siguiendo recetas keynesianas, los políticos y burócratas distorsionan el mercado a base de estimular la demanda, en realidad estimulan el tomar —que es la actitud contraria al capitalismo sano—, lo que les obliga después a legislar para “proteger” a la sociedad de las consecuencias viciosas de este tipo de medidas.
Evidentemente, Žižek elude todos estos matices en su análisis de la violencia sistémica, si bien no es el único —ni será el último— que se lanza a la piscina con barbaridades de calibre grueso. Otros filósofos han llegado a decir, sin ruborizarse lo más mínimo, que la economía capitalista amenaza la supervivencia de la humanidad, pues pone en riesgo la naturaleza y provoca la muerte por hambre de 25.000 personas… ¡al día!
En un librito más informal como es La nueva lucha de clases (2016), el propio Žižek insiste en lo mismo. Lean, si no, sus barrabasadas a cuenta de la crisis de los refugiados en Europa, donde intenta convencernos de que la causa última de los movimientos de refugiados viene del capitalismo global y de las intervenciones militares de Occidente, que los europeos impedimos que los demás mejoren, que la globalización provoca el hambre en el Tercer Mundo, que el mercado global arrasa sin remedio las economías locales, que la guerra en los países africanos es una lucha por sus recursos o que los estados fallidos son fruto de la política internacional, el colonialismo económico y/o la arbitrariedad de las fronteras posteriores a la Gran Guerra.
Así enunciadas, más de uno pensará “pues claro que todo eso explica el movimiento de refugiados”. Vale. ¿Cómo? ¿Realmente es cierto que la globalización provoca el hambre en el Tercer Mundo? ¿O que arrasa con las economías locales más que, por ejemplo, la ayuda internacional? A falta de causas claras y evidentes, lo que Žižek ofrece aquí no son más que observaciones parciales, tópicos y lugares comunes. Ahora bien —como explico en un artículo que, espero, en breve saldrá en una conocida revista de análisis político—, cuando queremos comprender el mundo, no sólo nos interesa recoger observaciones. También necesitamos ordenarlas, y hacerlo siguiendo un criterio, engarzando puntos de vista alrededor de algún principio rector. Y Žižek nos lo da. Para el filósofo, la lucha de clases es el universal concreto que explica todo aspecto de nuestro mundo. La tarea de solidaridad que deberían llevar a cabo en Occidente las personas con conciencia social es hacer ver a los refugiados —y, por extensión, podríamos añadir a todos los inmigrantes— que son parte de una misma clase (trabajadora) y luchar por una cultura emancipadora y en contra de las desigualdades y las hegemonías de poder allá donde las haya.
¿De verdad podemos seguir creyendo en que sea posible una sociedad sin clases, sin poder y sin dominación de ningún tipo?
Como ven, para entenderlo (y pasar por encima de sus inexactitudes), el discurso de Žižek nos obliga a confrontarnos con el principio que lo sustenta. Porque que hay divisiones sociales es indudable. Ahora bien, ¿de verdad podemos seguir creyendo, tan sólo por un segundo, en que sea posible una sociedad sin clases, sin poder y sin dominación de ningún tipo? Es por la falta de realismo general de su pensamiento que considero que Žižek no es útil para interpretar la inmigración en España. Porque, y he aquí lo más preocupante, esta falta de realismo degenera con mucha facilidad en ideas alocadas, en el mejor de los casos, e irresponsables, en el peor.
Me explico. El pensamiento de Žižek no es útil, en primer lugar, porque la apelación a la “violencia sistémica” abarca demasiado y sirve para todo. En nuestro país, de hecho, se ha llegado a mencionar esta violencia como la causa real de los atentados terroristas en Barcelona el verano pasado. Si pensamos la inmigración desde el paradigma de la violencia sistémica, ¿cómo no habremos de justificar las agresiones de los inmigrantes a las autoridades? Al fin y al cabo, los subsaharianos no harían sino responder con violencia a una violencia anterior y mucho más grave, ejercida por los gobiernos democráticos de Occidente y sus economías de mercado.
Por eso, el pensamiento de Žižek no sólo no es útil. Es pernicioso. Pues si es cierto que hay una violencia sistémica que provoca la llegada masiva de inmigrantes, entonces toda acción que no apoye su entrada sólo puede provenir de la complicidad de todos los beneficiaros del sistema con el sufrimiento que este provoca. Ahora bien, si nos alejamos de abstracciones y miradas colectivistas, ¿qué hay de la persona concreta? ¿Y de sus elecciones y decisiones? Nada. Bajo esta forma de pensar, lo único que cuenta es el conjunto, el sistema, que quizá traiga comodidad, confort y libertades, pero al precio de causar violencia en otras partes del globo. Todo aquel que no luche contra el sistema, está con él, por lo que no podrá quejarse cuando los inmigrantes llamen a su puerta.
Žižek no es útil, en definitiva porque, con sus herramientas conceptuales, se desplaza el análisis desde las causas de la inmigración hacia nuestra situación como sociedad, un desplazamiento típico de una cultura narcisista que no sería dramático si con ello no gastáramos tiempo, esfuerzo y energía que podríamos emplear mucho mejor. Quizá perfeccionando nuestras leyes, quizá facilitando la entrada en el mercado, quizá reconociendo la labor misionera, quizá involucrando a la sociedad civil… no hay recetas eternas para lidiar con la inmigración. Sólo prudencia política, humildad y atención a los hechos.
Mientras tanto, seamos sensatos y hagamos oídos sordos a quienes sólo pregonan ideas tunantes.


Imagen de portada publicada por ACNUR