Un cambio tremendo se aproxima y pocos se están preparando. Al contrario, ni tan siquiera somos conscientes de vivir en el filo de una navaja. Como relata Stefan Zweig a propósito del estado mental momentos antes de la Gran Guerra (El mundo de ayer): “Si busco una fórmula práctica para definir la época antes de la I Guerra Mundial, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad… El propio Estado parecía la garantía suprema de esa estabilidad”.
En esta época, “el funcionario o el militar, con toda seguridad podía encontrar en el calendario el año en que ascendería o se jubilaría. Nadie creía en las guerras, las revoluciones o las subversiones. Todo lo radical o violento parecía imposible en aquella era de la razón. Dicho sentimiento de seguridad era la posesión más deseable de millones de personas, el ideal común de vida. Se creía tan poco en recaídas en la barbarie -como por ejemplo, guerras entre los pueblos de Europa- como en brujas y fantasmas; nuestros padres estaban plenamente imbuidos de la confianza en la fuerza infaliblemente aglutinadora de la tolerancia y la conciliación”. Éste era el ambiente en Centro-Europa hasta el mismo día en que estalló la Gran Guerra Civil Europea (Ernst Nolte).


Hoy vivimos en una época extraordinariamente frágil. Tratamos de crear instituciones robustas, como las del Imperio Austro-Húngaro, pero en realidad lo que hacemos son instituciones que pretenden domar lo aleatorio. Convertir la vida humana en la vida de un funcionario, que aunque sea un idea fracasada en la época del precariado (Diego Fussaro), sigue siendo el ideal de vida de las masas. A base de buscar ser robustos, hemos hecho un sistema político-social extremadamente frágil, donde un pequeño suceso aleatorio puede derivar en el colapso de la totalidad. Por eso Nassim Nicholas-Taleb aboga por crear instituciones o personas no robustas, sino anti-frágiles: sistemas y personas que mejoran con lo imprevisible. No simplemente que pretenden eliminarlo. Y sin embargo, “ésta es la tragedia de la modernidad: al igual que los padres sobreprotectores que rozan las neurosis, quienes más nos intentan ayudar son quienes nos acaban perjudicando” (Taleb, en Antifrágil. Cosas que se benefician del desorden).
Sobre esa modernidad reflexionamos en el IV Congreso de pensamiento católico, una iniciativa, no sólo robusta sino anti-frágil, de varios alumnos y jóvenes investigadores (Ramón de Meer, Pablo Pollicino, Jose Luis Álvarez de Mora, Ángel Campo, que yo conozca entre un numeroso y enérgico grupo). Tratamos de comprender qué pasa con la modernidad y la política así como tratamos de comprender la prospectiva de nuestro presente. Todos coincidíamos en la importancia de recuperar el nivel “natural”, es decir, en asentar nuestra vida en un fundamento cósmico, ordenado, un estoico vivir conforme a la naturaleza (Zenón), pañales incluidos. La cuestión sin embargo estriba en si eso, en el actual mundo, es políticamente suficiente. ¿Si supiéramos que iba a estallar la I Guerra Mundial, sería suficiente con propugnar la virtud natural, el cuidado de la familia y la abstención de la política?
Ciertamente, por seguir con el sabio kínico (que no cínico) de Taleb, “para Séneca, el sabio estoico debería retirarse de toda iniciativa pública cuando no se le haga caso y el Estado sea corrupto a más no poder. Es más sabio esperar a la autodestrucción”. Pero ¿basta eso? ¿Basta salir del mar a la playa cuando un Tsunami puede venir en cualquier momento? El momento es extremadamente frágil y la seguridad con que nos lo tomamos es pasmosa.
El pueblo español vive de las rentas económicas, morales y psicológicas del pasado”.
Pensemos que un pequeño incidente en el Estrecho de Kerch, donde las fuerzas de la OTAN se empeñan en provocar a Rusia, puede causar un conflicto bélico de consecuencias imprevisibles. O que en cualquier momento cualquiera de los Estados occidentales (o todos ellos) puede incurrir en un descalce de plazos que lleve a una crisis financiera similar a la de Rusia en los años 90. Por no hablar de la ya presente descomposición del pueblo, cuyo sistema espiritual parece haber sido jaqueado por un pirata: divididos, enfrascados en nimios conflictos artificiales generados por los mismos que nos ofrecen la solución; el pueblo español vive de las rentas económicas, morales y psicológicas del pasado. La política internacional y el ethos son alta política y ¿quién encontrará gusto para ellas en una “élite” que va al McDonalds político? La claridad de muchos académicos, empresarios y serviles vendrá junto con los lamentos de todos. “Es desconcertante pero divertido ver a la gente tan entusiasmada por cosas que a uno no le importan; es siniestro ver que no hacen caso de las que consideramos fundamentales” (nuevamente Taleb).


Sólo encuentro un signo de esperanza: algunos de entre las élites están nerviosos. Es más, se nota incluso en algunas correas de transmisión de las Agencias de Inteligencia. Están preocupados o perplejos. No saben muy bien qué hacer y por lo demás, parece que su unanimidad no lo es tanto…
Su nerviosismo se ve en sus intentos de denigrar el descontento (la falsa historia de las noticias falsas), de obstaculizar la organización de una nueva élite, de crear un discurso alternativo que cubra la crisis del sistema de Bretton Woods. Pero lo que hay que leer: es un reconocimiento por su parte como iustus hostis. Ya no pueden ignorar (totalmente) a los que nos resistimos y abogamos por el cambio político.
La vieja modernidad -protestante, noreuropea- sólo está sostenida por los conservadores del statu quo, muy abundantes entre nuestras élites. No está claro si una nueva modernidad se abre, pero sí que la actual se cae. Aunque la crisis financiera, el conflicto bélico o el acontecimiento luctuoso de grandes proporciones nos parezcan, como relataba Zweig, “cosa de brujas y fantasmas”, son fantasmas que recorren Europa… En medio de esto, las élites españolas -políticas, académicas, económicas y eclesiásticas- viven en sus pequeños conflictos, propios de mezquinos directores de sucursales bancarias con otros directores igual de mezquinos o con sus subordinados. Pero no se dan cuenta que todos ellos están trabajando para Lehman Brothers y de que sus intereses y esfuerzos pueden esfumarse como una opción binaria. Hay que exclamar con el clásico: Dios qué buen pueblo… si tuviera buenas élites. Siguen en su momento Maria Antonieta, buscando nuevos pasteles que vendernos.
En este contexto, sólo queda reconocer que la política actual moderno-protestante es nuestro enemigo y sólo queda reorganizar al pueblo para generar una nueva cultura, una nueva modernidad meridional. Eso o confiarnos a los fantasmas. Un cambio tremendo: se aproxima.

