En democracia gobierna el que más votos ciudadanos obtiene, directamente o a través de pactos postelectorales; eso está claro. Otra cuestión es quién puede participar en la contienda y cómo se obtienen los votos; eso dicen.
En la sociedad civil esa ecuación demoelectoral es más bien diferente, con excepciones en votaciones corporativas internas: ¿quién gobierna en una familia o en una empresa?, ¿quién elige al médico, al trabajador, al entrenador?, ¿cómo se selecciona al policía, al juez, al maestro? La respuesta a cada una de estas preguntas atiende a diferentes dimensiones de elección y selección, objetivas y a veces subjetivas. Otra cuestión es si los sistemas oficiales son los adecuados, si el dinero lo puede todo, o sobre si el clientelismo influye en las decisiones.
El Estado de derecho ha logrado en las últimas décadas un equilibrio casi sistémico entre ambas esferas; pero cuando se cuestiona la igualdad de oportunidades, cuando la corrupción de los partidos se hace insoportable o cuando la crisis socioeconómica golpea con fuerza, siempre surge una palabra casi clandestina, una solución que casi nadie querría tomar: la Tecnocracia, el supuesto modelo para, parcial o totalmente, seleccionar a los mejores para gobernar mejor.
Quién y cómo manda, quién y por qué obedece
El presupuesto político señalado por Julien Freund es recurrente en nuestro devenir. A la largo de la Historia, grosso modo, se han sucedido diferentes formas de organizar, dirigir y gestionar lo político que, para Weber, consistía en “la aspiración (Streben) a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados, o dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen”.


Una pléyade de formas de Estado y de Gobierno han sido usadas por hombres y mujeres para convivir entre sí o para invadir al vecino: míticas autocracias de origen divino y comunidades tribales a campo abierto; admiradas democracias esclavistas desde la Polis o legendarias repúblicas esclavistas, senatoriales y patricias desde la Urbe; dictaduras de novelados Césares y Napoleones o “dictablandas” militares desde pronunciamientos de cuartel; reyes absolutos, monarcas controlados bajo democracias censitarias o monarquías meramente simbólicas; repúblicas comunistas en nombre del proletariado y repúblicas democráticas parlamentarias o presidencialistas en representación del ciudadano; regímenes de partido único, pluripartidistas o partitocráticos.
Y entre ellas, siendo propia de era de la industrialización (en sus cuatro fases: del carbón, del petróleo, de las comunicaciones, y digital), se principió el sistema tecnocrático en numerosas ocasiones. Generalmente planteado y experimentado, casi como un tabú, bien como siniestra amenaza al sistema representativo democrático (en formas desideologizadas o regímenes autoritarios) bien como necesario complemento en la gestión pública (desde las formas de elección de los funcionarios públicos, de asesores expertos para autoridades centrales o locales, o gobiernos provisionales y técnicos de concentración).
Tecnocracia fue entonces una palabra que desarrollaba políticamente el ideal sociopolítico de la meritocracia (frente a las prácticas del nepotismo) a través de dos herramientas: la burocracia estatista (frente al cambio partidista) o la noocracia de los expertos (frente a la incapacidad de los elegidos). Era el soñado y temido “gobierno de los técnicos“, para unos la eterna oportunidad frente a la corrupción sistémica de los partidos y ante los vaivenes de la lucha ideológica, para otros el paso previo a la dictadura frente a la libertad de elegir al representante y en contra de la diversidad de ofertas electorales.
En la Antigüedad, Aristóteles distinguía entre las formas políticas puras (por el número de los que mandaban: monarquía, aristocracia y democracia) e impuras (las derivaciones de las anteriores: tiranía, oligarquía, demagogia). En el Medioevo, a nivel fáctico se entremezclaban de forma plural la herencia romana y las formas germánicas de obtener el poder y sucederse en él, y a nivel legitimador se desplegaba la dialéctica augustiana entre la Civitas Dei o la Civitas terrena, entre la teocracia del escolástico Juan de Salisbury y el derecho natural del franciscano Guillermo de Ockham.
En el inicio de la edad Moderna, Maquiavelo solo diferenciaba entre el Principado (de su admirado príncipe Fernando II de Aragón) y la República (fundamentalmente en la divida península itálica), y al final de la misma Montesquieu distinguía entre Monarquía, Despotismo y República (bien democrática bien aristocrática) ante el advenimiento del absolutismo regio (el rey Sol) y estatal (el Leviatán hobbesiano). Al inicio de la era contemporánea, la era de las Revoluciones políticas inspiradas por el pensamiento ilustrado, instauró en algunas naciones de Occidente el primer modelo democrático-liberal, generalmente restringido (por dinero, por sexo o por raza) ante reacciones y restauraciones: la independencia norteamericana (1783), la revolución francesa (1789) y el demoliberalismo (1830-1848).
Lo tradicional, lo carismático… y lo técnico-burocrático
En todas estas etapas, lo técnico se manifestaba en las jerarquías organizativas diversas y marcadas por el uso de la vis, la potestas o la auctoritas (de la lealtad y el pacto, al sometimiento y la dominación).
El advenimiento del Estado moderno, diseccionado por Jean Bodin, conllevará el nacimiento de la moderna burocracia, criticada por el afamado fisiócrata galo Jean-Claude Marie Vicent de Gournay y sistematizada por el gobierno napoleónico como “bureumania”. Pero en pleno siglo XIX, se irá un paso más allá; frente a la tradición del viejo mando y el nuevo voto, y al carisma del que seguíamos y al que elegíamos, Weber se quedaba con la técnica y la burocracia (sus tres fuentes de legitimación del poder), al ser “más eficiente y racional de la forma de organización de la actividad humana y, por tanto, como la clave para la racional-legal de la autoridad, indispensable para el mundo moderno“, pese a su amenaza a la libertades individuales.
Pero junto a la creciente burocracia técnica y estatista, ante el impacto del industrialismo (con la irrupción de las masas y los modos técnicos de producir), surgirán nuevas formas organización política social tecnocrática como alternativa radical o como ingrediente gestor.
Así la defendieron para una sociedad sin Estado (comunitarista) el sociólogo francés Claude-Henri Rouvroy, el famoso conde de Saint-Simon, en su obra Réorganisation de la société européenne (1814), para un sociedad científica el filósofo positivista Auguste Comte en Système de politique positive, ou Traité de sociologie, instituant la religión de l’humanité (1851-1854), o como necesidad democrática para el mismo presidente de los EEUU Woodrow Wilson en The Study of Administration (1887).
Posteriormente, en el siglo XX el ideal tecnocrático aparecerá primeras formulaciones corporativistas (del organicismo krausista al socialismo gremial), y en los años treinta (“la época de entreguerras”) se difundirá como fórmula de gobierno para regímenes autoritarios/totalitarios antiliberales y antidemocráticos. Las teorías sobre la Tectología (Organización universal de la ciencia), del bolchevique Aleksandr Bogdanov, será influencia tanto en los economistas de la pseudocapitalista solución de emergencia de la NEP como en los burócratas del posterior desarrollismo soviético estalinista. Mientras, el jurista español Luis Eduardo Llorens (¿Qué es la Tecnocracia?, 1933) descubrirá que la tendencia hacia la “tecnificación de la política” se daba tanto en gobiernos democráticos como autoritarios: de un lado la introducción de economistas desideologizados en gabinetes, que trasladaban el paradigma funcionalista derivado de la moderna división y maquinización del trabajo a la misma actividad política, como se asumía en cierta legislación norteamericana (Nacional Industrial Recovery, 1932) y en la noción tecnocrática popularizada por Howard Scott, William H. Smyth y Thorstein Veblen (o por sus seguidores Lobe, Laing, Bellamy, Porter o Lardiner), con la sacralización de la “Administración técnica” ante la idea de que “las ciencias físicas han superado a las sociales“; y de otro lado la inserción de cuerpos de burócratas directamente en parlamentos sin partidos políticos (con representaciones corporativas), como se intentó con la Asamblea nacional consultiva española bajo Miguel Primo de Rivera, o se consiguió brevemente en la Austria del canciller Dolfuss o en la Italia fascista del Duce.
Tras la Segunda guerra mundial dos formas irreconciliables en lo ideológico, separadas por el famoso “telón de acero, y enfrentadas militarmente en los escenarios secundarios (en su particular “Guerra fría”) monopolizaban el símbolo y la realidad de lo político: las democracias liberales de raigambre estadounidense y las democracias populares bajo control soviético. Pero dentro de ambos bloques, amén de los “países no alineados” (de la Yugoslavia de Tito a la Indonesia de Suharto), existieron diferentes modelos adaptados a la idiosincrasia cultural/social de cada nación, muchos de los cuales impusieron sistemas tecnocráticos desde arriba, como las elites económicas integradas en las dictaduras de derecha latinoamericanas (por ejemplo, los Chicago boys en el régimen de Pinochet) o los inmensos aparatos burocráticos de las repúblicas socialistas/comunistas patrocinadas o subvencionadas por la URSS (como el paradigmático sistema búlgaro).
El debate entre técnica y democracia
El fin de la Historia proclamado por Fukuyama, tras el derrumbe del Muro de Berlín, suponía la victoria del paradigma de la democracia liberal, y bipartidista, norteamericana a finales del siglo XX, a partir de cual se conformó en Europa el sistema de alternancia electoral entre la opción socialdemócrata (liberal progresista) y democristiana (liberal conservadora). Tras años de pax, la crisis económica de 2008-2013 no solo amplió las opciones de elección partidista el Occidente ante la supuesta crisis del modelo bipartidista dominante (pese a la inmortalidad de la gran coalición alemana) o supuso la aparición de las llamadas fuerzas populistas (de la izquierda alternativa al nacionalismo identitario); también conllevó el aumento de la selección de “técnicos” para carteras ministeriales ante exigencias neoliberales, la sucesión de soluciones tecnocráticas directas y provisionales ante la crisis de gobernabilidad de esos años (el gobierno de Papademos en Grecia, de Bajnai en Hungría, de Fischer en la República Checa, de Monti o Gentiloni en Italia, de Jomaa en Túnez, de Yatseniuk en Ucrania), o el poder casi omnímodo de la burocracia de Bruselas (elegida por pocos o por nadie) que dictaba su voluntad en casi todo el Viejo continente.
Y, en el mundo oriental, sus particulares tecnocracias comenzaron a llenar cuadros y estrategias como legitimación de democracias soberanas/limitadas (de Rusia y Kazajistán a Singapur y Turquía), de sistemas tradicionalistas (africanos y árabe/musulmanes) y de regímenes comunistas-capitalistas (de China a Vietnam), para intentar garantizar el desarrollo económico y la estabilidad social desde la unidad y la centralización, de manera alternativa a la pluralidad/diversidad proclamada por el sistema democrático-liberal.
La democracia era, para Churchill, “el menos malo de los sistemas políticos“. Podría parecer obvio; bajo él hemos alcanzado niveles de libertad, derechos sociales y periodos de paz casi nunca vistos, pero también han persistido desigualdades lacerantes, han crecido amenazas medioambientales sin parangón o han comenzado crisis demográficas sin vuelta atrás.
La sombra tecnocrática parece que siempre está y estará allí, esperando el fallo oportuno, necesidades productivas o supuestas tendencias disgregadoras objeto de debate: la videocracia para Giovanni Sartori, o esa democracia teledigida en exclusiva por quién controla los medios; la partitocracia de la que hablaba Antonio García-Trevijano Forte, o esa democracia monopolizada por partidos siempre cerrados. Gustavo Bueno señaló que el peor, y verdadero, enemigo de la democracia actual era ese “fundamentalismo democrático” que en ocasiones la paraliza, incapaz de comprender los fallos, de emprender cambios, de aceptar disensiones o de plantear nuevos horizontes.
Como subrayaba el viejo premier británico posiblemente “la democracia es la necesidad de doblegarse, de vez en cuando, a las opiniones de los demás“.