Este año las veleidades del calendario han hecho que coincidan el centenario y el quincuagésimo aniversario de acontecimientos históricos que implicaron sendos cambios radicales en el paradigma cultural y filosófico del mundo occidental. Nos estamos refiriendo al final de la Primera Mundial y a las protestas de mayo de 68, respectivamente.
La Gran Guerra supuso un trauma tan destructivo como inesperado, tan sorprendente como radical, que dejó la Europa material, pero sobre todo la espiritual, convertida en tierra baldía lista para la siembra nihilista de nuevas y aún más absurdas tragedias.
Lo del 68, en cambio, fue algo súbito, igualmente inesperado pero tan repentino como aparentemente espontáneo, que apenas se supo ni se sabe explicar coherentemente. Benedicto XVI, en su autobiografía, refiere que “en breve tiempo, casi en el espacio de una noche, el esquema existencialista se derrumbó y fue sustituido por el marxista”.
Como profesor del Seminario de Tubinga pudo contemplar como Heidegger, cuya filosofía había sido hasta entonces dominante, era de pronto visto por profesores y alumnos como “pequeño burgués” y la teología que allí se enseñaba era destruida por la vía de su politización. Se conservaba el fervor religioso y la esperanza bíblica, pero estos sentimientos eran reconducidos, por la vía del mesianismo marxista, hacia un enfoque que sustituía a Dios por la acción política del hombre.


Las facultades de teología, en palabras de Benedicto XVI, en lugar de baluartes contra la tentación marxista, se habían convertido en verdaderos centros ideológicos de producción y expansión de estas ideas.
En el marco de esta visión simplista pero revestida de aparatosa complejidad numérica, no carente del orgullo propio de quien creer entenderlo todo y poder mejorarlo mediante la aplicación de sus ideas, no es extraño que triunfe la idea de la “acción política” del hombre como único medio para cambiar la sociedad. Bajo esta mentalidad, todas las posibles reformas se nos aparecen en el formato “de arriba a abajo”, es decir, del estado a los ciudadanos, por medio del poder que el primero tiene sobre los segundos.
Sin embargo, históricamente, las mayores transformaciones y cambios en las sociedades humanas no se han producido por este sistema, sino por el más lento y espontáneo “de abajo a arriba”. La abolición de la esclavitud, y las demás transformaciones que prepararon a la Europa del Renacimiento para erigirse en la civilización que “descubrió” y comunicó al mundo, no habrían de producirse por una reforma legislativa que aboliese la institución esclavista, incuestionada en las sociedades paganas, sino por un lento pero efectivo cambio de mentalidad llevado a cabo por el influjo particular del cristianismo sobre dicha civilización. Los primeros cristianos no practicaron una oposición activa al estado romano y sus leyes, sino que se limitaron a vivir conforme a sus principios morales, principios que fueron fundadores de la futura sociedad occidental.
El 68, en medio de un enfrentamiento no tan frío entre bloques antagónicos pero con un lenguaje común (el del materialismo histórico marxista), supuso un intento de reacción frente a la disociación entre la realidad social y el “ethos”, todavía fundamentado en los benévolos ideales del cristianismo. Sin embargo, en una Francia tan marcada por el mito de la revolución, semejante cuestión no produjo, como podría parecer lógico, un intento de acercar los términos disociados, sino una exigencia de que se emplease el poder para cambiar las cosas.
La idea de la “acción política” apela ante todo al ejercicio del poder del estado para organizar la sociedad de acuerdo con un sistema racionalista de normas. Bajo este enfoque kelseniano, la actividad legislativa se configura como el centro de gravedad de la acción del Estado. Wilhelm Röpke criticó ente enfoque advirtiendo que ningún sistema político puede configurar espiritualmente una sociedad. Para él, la crisis de Occidente, manifestada a muchos niveles, desde el económico y social hasta el de la propia identidad, hunde sus raíces en la decadencia moral. La solución a esta decadencia, si ha de llegar, ha de venir no desde la acción política, aunque ésta se inspire en los más nobles ideales, sino desde el ejemplo y la acción humana en aquellos ámbitos de mejora que tenemos más cerca y que podemos, estos sí, afectar en un sentido inequívocamente positivo.

