Un fantasma recorre la izquierda, el de su superioridad moral. Ignacio Sánchez-Cuenca, con prólogo de Íñigo Errejón, acaba de publicar un ensayo titulado provocadoramente como este artículo en el que convierte la acusación de superioridad en testimonio de un hecho irrefutable.
Pues sí, viene a decir Cuenca, los izquierdistas somos moralmente superiores a liberales, conservadores y democratacristianos porque nuestras ideas son la expresión más pura de la mejor forma de vida en sociedad, aquella donde no hay explotación ni dominación y los hombres (y las mujeres) son, como diría Rosa Luxemburgo, “completamente iguales, humanamente diferentes, totalmente libres”.
La izquierda sería superior porque, en el momento cero de la política, ante la página en blanco, cuando todos somos niños ingenuos, buenos e incorruptos, es la ideología que escribe la mejor redacción sobre el tema escolar: “La mejor forma de vida en sociedad para el ser humano”. Este, y no otro, constituye su capital ideológico, la razón última de su superioridad moral: haber sido capaz de pensar la política sin ninguna atadura, ni corsé; de manera completamente desembarazada e ingenua, partiendo de aquello que proviene de una realidad superior y extrapolítica, el reino ético de los fines últimos.
Estoy de acuerdo con Cuenca en que la izquierda resulta imbatible no tanto por sus actos políticos como por la belleza verbal de sus ideales, no tanto por lo que hace como por la capacidad de relativizar lo que hace apelando a unos valores absolutos que los hechos nunca llegan a encarnar. Límite político, imperfección del mundo que han de ponerse en el debe de los hechos y de los cuales nunca serán responsables aquellos valores, inmunes, en la perfección que representan, a la prueba en contra de la siempre esquiva y terca realidad.
Cuenca aísla los ideales de la izquierda, la justicia social, la igualdad, la ausencia de explotación, etcétera, en un limbo fuera del tiempo y del espacio y sostiene que, más allá de los terribles abusos que hayan podido cometerse en su nombre, esos ideales, al margen de su posible y reincidente perversión política, siguen siendo los mejores, los que nunca deben olvidarse, los que siempre han de inspirar a los gobernantes que no han dejado de ver el mundo con los ojos de un niño.
El manual del político izquierdista será, por tanto, la redacción que escribió en el colegio, cuando la vida aún no le había enseñado su peor cara y los horizontes del desarrollo personal y social, desde la perspectiva de su alma pura, no estaban oscurecidos por ningún nubarrón. Aquella redacción por la que, tras leerla en alto, mereció el aplauso de la clase, la aprobación entusiasta del profesor y la mirada enamorada de Susanita se convertirá, a la postre, en el reloj con el que cuente cada una de los segundos, minutos y horas del día a día de la política, en la báscula con la que pese cada gramo de la carne política que vaya a consumir. No pudiendo consistir su actividad pública en otra cosa que en la eterna revelación y proclamación de una verdad moral guardada como oro en paño en el cuaderno escolar donde fue acuñada por primera vez.
Cuenca no se anda por las ramas y, dado que la ingenuidad del buen corazón izquierdista permite, al igual que la ingenuidad de un niño soñador y juguetón, todas las filigranas y combinaciones verbales posibles siempre y cuando estén dictadas por la empatía y el amor universal, llega incluso a postular abiertamente, provocadoramente que la visión marxista de la utopía comunista condensa el imperativo categórico de Kant en su forma social definitiva.
El comunismo, más allá de sus crímenes, habría expresado la máxima perfección moral a que puede aspirar una sociedad en que todos nos tratásemos como fines y no como medios, haciendo de nuestro comportamiento no interesado una regla de aplicación universal. Es la universalidad e imparcialidad del comunismo como promesa histórica del reino ético de los fines últimos lo que confiere a la izquierda, a toda la izquierda, su meta ejemplar.
Según Cuenca, que se reconoce socialdemócrata, en términos exclusivamente morales, el comunismo sería la metarredacción escolar, el metaniño de corazón limpio, la forma pura y radical del sueño emancipador de la izquierda. Y, en lo profundo de ese sueño, estaría Kant, el Kant del imperativo categórico, al que Cuenca despoja de toda su complejidad y convierte en cifra de principios morales indubitables. Como si la ética kantiana sublimase el dogmatismo izquierdista atribuyéndole su aura de superioridad en nombre de fines últimos e irrebatibles.
Iñigo Errejón, en el prólogo, impugna el planteamiento de Cuenca sin salirse de Kant y sin explicitar su distancia abismal con Cuenca. La superioridad moral de la izquierda afirmada, como hace Cuenca, a las bravas, tomando por los cuernos la chirigota de liberales y conservadores, que hablarían de esa superioridad con un gesto de burla pintado en el rostro, y enfrentando a los adversarios ideológicos con el miura de una verdad irrefutable, a Errejón le recuerda a lo de mucho ruido y pocas nueces, a napoleones prevalecidos de una gloria no acreditada por ninguna victoria militar.
La verdad dada, revelada y proclamada no puede ser la bandera de la política porque, entonces, condenamos a esta a la impotencia, al fanatismo y el sectarismo, a expectativas emancipadoras con un agridulce sabor milenarista fundadas en un pobre conocimiento del mundo y ajenas a la manera real, más que ideal, de transformar el mundo.
Errejón cree superado el mito del cuaderno escolar y la página en blanco porque su enfoque, a diferencia del de Cuenca, no consiste tanto en dar razón de por qué tiene razón en cuanto izquierdista como en lograr que, por una vez, los de abajo ganen y los de arriba pierdan. Para ello, Errejón, como Cuenca, echa mano de Kant, aunque, a diferencia de Cuenca, sin nombrarlo. No del Kant defensor del imperativo categórico en los términos dogmáticos, profundamente antikantianos, fijados por Cuenca, sino del crítico de que las verdades dadas, el noúmeno, sean accesibles al conocimiento humano.
A Errejón le interesa el Kant que postula el fin de toda filosofía y moral dogmáticas. No hay conocimiento fuera de las categorías subjetivas del espacio y del tiempo, al igual que, defendería Errejón, no puede haber política de esencias por muy morales que sean estas y pese a que nos dejen complacidos con nuestra reconfortante sensación de superioridad, de napoleones sin gloria. La izquierda no debe enclaustrarse en el reino ético de los fines últimos, debe batirse en la arena política, reunir lealtades y apoyos transversales, construir una verdad pública a través de un ejercicio intersubjetivo de racionalidad.
En política, y aquí reside la diferencia entre el prologuista y el autor del libro, no existen verdades dadas de una vez y para siempre. Ello no implica dar la espalda a lo universal, mas siempre con la restricción kantiana de que dicho universal, aunque tense el arco de la política, nunca termina de dispararse ya que la flecha que representa, el nóumeno de la cosa pública, no resulta accesible a nuestro conocimiento. Lo que no obliga a dejar de tensar el arco pues, en caso contrario, nuestra acción política se devaluaría y perdería su irrealizable, pero irrenunciable valor moral.
Errejón no renuncia a la política del ideal. Tan solo confronta el imperativo categórico, que, para Cuenca, encarna el tesoro eterno de la izquierda, con una lectura estratégica de la política. Esta lectura apunta al Kant real, y no al monigote invocado por Cuenca con desmelenado oportunismo, al Kant crítico de las verdades dadas que solo cabe proclamar y revelar y defensor de las verdades construidas por nuestra razón, que nos abocan, en términos políticos, tal y como ha subrayado Habermas, a deliberar y a discutir públicamente con el fin de esclarecer los mejores argumentos.


Hacia una izquierda crítica
Errejón propone una izquierda crítica e ilustrada, en el sentido kantiano y habermasiano, posdogmática, deliberativa y transversal que busque lo universal sabiendo que lo universal no puede cosificarse en una fórmula o eslogan como las citas marxistas seleccionadas por Cuenca como evidencia de la superioridad moral de la izquierda (“de cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades”, “…dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a la crítica”) y subrayando la importancia crucial del camino en el que se produce dicha búsqueda. Un camino de izquierdas, por sus fines, e ilustrado, por sus procedimientos pragmáticos, inclusivos y pluralistas; abiertos al debate y la confrontación de ideas.
El prologuista, aunque no lo afirme, rehúye el mundo de seguridades últimas y certezas irrebatibles en que vive encerrado Cuenca. Esto de la superioridad moral de la izquierda, pregonado como lo pregona Cuenca, sin medias tintas, a Errejón le provoca sarpullidos porque detecta en ello el viejo adagio izquierdista de perderemos, pero somos mejores personas que vosotros. Por aquí, nos estrellamos, parece señalar Errejón. La izquierda necesitaría menos seguridades dogmáticas y más racionalidad crítica para entender cómo se crea una situación de hegemonía en la sociedad, paso previo a la conquista del poder.
No entro en la propuesta concreta de Errejón, en su crítica de los que defienden una vuelta al paradigma economicista y laboral de la vieja izquierda y de los que piensan que, con la defensa de las identidades minoritarias, con dar la batalla antes cultural que económica, es más que suficiente para hacer una buena política de izquierdas en la actualidad.
Solo quería apuntar una última consideración. El planteamiento de Errejón me parece indudablemente superior, en lo moral, intelectual y político, al de Cuenca. Creo, con él, que la política necesita menos activismo emocional y una comprensión más matizada de los procesos intelectuales implicados en la construcción de verdades públicas que sean capaces de seducir, por vía racional, a amplios sectores de la sociedad, en la formación, en definitiva, de nuestros juicios políticos.
Lo que no me cuadra es que insista en dividir la sociedad en los de arriba, los malos, los que siempre ganan y los de abajo, los buenos, los que siempre pierden. Esta división, plagada como está de consecuencias políticas, ¿es, para Errejón, una verdad dada que proclama y revela desde la superioridad moral que se arroga el defensor de los débiles contra los fuertes? ¿O es, como el espacio y el tiempo, la categoría mental que condiciona el proceso de construcción de las verdades públicas, proceso que, por ello, estaría basado subjetivamente en un a priori populista fuera del cual no existe la posibilidad del conocimiento político?
En Cuenca, hay resabios y sobreentendidos de la superioridad moral de la izquierda sembrados indiscriminadamente y con plena y provocadora intención por parte de aquel, hasta el punto de que su libro alcanza un extremo tan bochornoso de frivolidad y banalidad que parece escrito de coña, para llevar la contraria y molestar a los bienpensantes que ya fustigaba en su libro anterior sobre la desfachatez intelectual (aunque no parece Cuenca un autor con demasiado sentido del humor).
Kantismo a medio gas
Errejón trataría de no enseñar la patita demasiado, de ocultar, hasta donde se pueda, aquellos resabios y sobreentendidos, y ello por afán ilustrado, por el creo que honesto intento de evitar que la izquierda vuelva a naufragar en la pesadilla infantil de la página en blanco y la escritura de una oda social enfática, cursi y ridícula. Pero, al final, vemos la patita, no, como en Cuenca, en cinemascope y tecnicolor, sino a pequeña escala, como el resto populista y dogmático de un ideólogo pretendidamente kantiano que, incluso, llega a citar al Weber de la ética de la convicción y la responsabilidad con aprobación y respeto.
¿Cómo alguien sensible a Kant y a Weber puede seguir encharcado en la certeza precrítica de que el mundo se divide en casta y gente, oligarquía y pueblo? En los procesos de construcción de las verdades públicas, plurales, transversales e inclusivos, que demanda Errejón, ¿deberíamos volver a dividir la nación política, como el Sieyès de ¿Qué es el Tercer Estado?, en dos mitades, una mayoritaria y legítima y otra minoritaria e ilegítima? Y los pertenecientes a esta última, antes nobles y curas, hoy banqueros, empresarios y toda la estirpe de los adoradores del demonio de la avaricia, ¿estarían dentro de la nación o quedarían fuera, tendrían derecho a participar con su voz y su voto en aquellos procesos o habría que retirárselo y condenarlos al ostracismo?
No digo que la división no exista. Puede existir. Pero, como hecho político, no cabe interpretarlo como una verdad dada de la que la nueva izquierda soñada por Errejón parece partir traicionando así la cláusula kantiana inspiradora y correctora de los delirios de santidad de dicha izquierda. Y ello a pesar de que la gente sienta y ponga de manifiesto aquella división.
Si uno ha decidido abandonar la demagogia y tomarse el conocimiento político en serio, no creo que la verdad de una determinada situación histórica se encuentre, de manera completa y total, en lo que la gente siente y padece, empezando por el hecho de que no tenemos ni la más remota idea de quiénes forman parte de la gente y son, por ello, buenas y decentes personas cuyos sentimientos políticos tienen la última palabra (del mismo modo que los sentimientos de las víctimas del terrorismo, siendo valiosos e indispensables, no pueden tener la última palabra de la política antiterrorista).
Ahora bien, para que un izquierdista como Errejón lleve su kantismo hasta el extremo de una crítica desapasionada y fría de la indignación popular a fin de reconsiderar esta antes de avalar sus quejas discriminadamente, se necesitaría cifrar la verdad de la política fuera de las mareas populares y no navegar ciegamente, por pura conveniencia ideológica, con el viento a favor de estas.
El kantismo, debido a sus elevadísimas exigencias intelectuales, demanda que seamos políticamente incorrectos (justo lo que Podemos no ha sido hasta ahora) y que nos atrevamos a sostener puntos de vista que no siempre serán del agrado de nuestra parroquia política. Meter a Kant, como lo mete Errejón, en el saco de la nueva izquierda tiene contraindicaciones si uno pretende seguir siendo en compañía de Kant quien, salvo algún retoque puntual, había sido antes de conocerle.
Señor Errejón, con respeto intelectual le diría, y perdone el atrevimiento y el tono de maestrillo sabelotodo y petulante, que prescindir de la página en blanco como estrategia política es una buena idea para que la izquierda deje de actuar como un niño ensoberbecido. Y, sobre todo, después de más de dos siglos de pensamiento izquierdista y horrores izquierdistas, entre otros muchos horrores.
Lo que no termino de entender es cómo se puede abandonar la página en blanco de la superioridad moral si uno aún se resiste a poner la mente completamente en blanco y hacer el experimento cartesiano y kantiano de un escepticismo radical. Experimento necesario antes de proceder a ocupar la cabeza con ideas claras y distintas. Su populismo de base, ¿ha sido cribado por la razón, es una idea clara y distinta? A mí, y quizá me equivoco, me recuerda al vergonzante residuo izquierdista de alguien que lucha por liberarse del dogmatismo, mas no demasiado….
Una última cosa. Usted enuncia su programa kantiano de reforma del entendimiento izquierdista, algo así como una necesaria revolución copernicana de la cual el libro que prologa se halla muy, pero que muy lejos, aseverando:
“Nuestra obligación, por tanto, es enamorarnos éticamente de la trascendencia de nuestros valores, pero sin darlos por ciertos hasta que sean una verdad política, hoy por construir“.
Para un kantiano de izquierdas, eso del enamoramiento “de la trascendencia de nuestros valores” tiene un aire un tanto cursi y melifluo, suena a redacción de colegio, a política sentimental. Aunque puede que sea un guiño a Susanita, que no ha dejado ni por un momento de mirar con arrobo tanto al autor del libro como al prologuista. Si es así, me callo. Pues el corazón tiene razones que la razón no entiende. Y el arrobo de Susanita, más que la navaja de Kant, quizá sea lo único que pueda atemperar las diferencias entre Cuenca y Errejón. Un kantiano oportunista el primero y tibio el segundo.
Yo espero más del segundo que del primero porque Errejón, al menos, parece tener algo que decir que no se limita a las frívolas banalidades de Cuenca. A este le pediría, después de haberme comprado su libro por verdadero interés, que se hubiese esforzado un poco más a la hora de escribirlo. Esfuerzo que sí es perceptible en el prólogo del fundador de Podemos.