Una de las características de los tiempos políticos actuales es la reformulación, al menos nominal, de los partidos. Las entidades que en su momento se hacían llamar “conservadoras” o “democristianas” llevan años oscilando entre la etiqueta “centro” o “centro derecha”, según el periodista con el que hable uno de sus representantes, o según la coyuntura que marquen las encuestas. En no pocas ocasiones, optan por asumir el letrero de “liberal”, a pesar de que se trate del mismo término que usan quienes aseguran ser el verdadero “centro”. En el caso de España, este idéntico traje es el que quieren lucir Partido Popular y Ciudadanos. E incluso varias corrientes dentro de Vox se asignan el derecho a emplear esta denominación de origen. De manera que, ¿cuál de los dos partidos, o cuál de los tres es el liberal? ¿O es que hay varias clases de liberales?
Por lo general, estas disquisiciones se deben, en gran medida, a la falta de concreción doctrinal, y sobre todo de influjos intelectuales específicos y solventes. En el caso de Albert Rivera, líder de Cs, resulta elocuente un debate que sostuvo a finales de 2015 en la Universidad Carlos III con Pablo Iglesias (Podemos), siendo Carlos Alsina (Onda Cero) el moderador. A una pregunta del público, el dirigente de Podemos dijo que recomendaba el inexistente título de Kant ‘Ética de la razón pura‘, sin sonrojarse. Rivera, más timorato, calificó al filósofo de Königsberg de “gran jurista” y referente en el Derecho, pero no pudo citar ningún libro suyo. Alsina le insistió, por lo que hubo de reconocer que no había leído nada de Kant, así que, con dificultades, aludió a un teórico —esta vez sí— del “liberalismo social”, como lo definió: Rawls. Lo cual explica cuál es el concepto de liberalismo que se maneja en el partido naranja, así como en sus socios del Parlamento Europeo. El conocido como “liberalismo progresista”.
Alejando Llano ha criticado en alguna ocasión las “formulaciones neo-contractualistas y neo-utilitaristas de Rawls, Dworkin o Kymlicka”, pues, en su opinión, se hallan desprovistas del concepto de “bien común” y se caracterizan por negar una genuina naturaleza social del ser humano, de manera que colisionan con el pensamiento de Aristóteles o de Tomás de Aquino. Para evitar un excesivo repaso a la constelación de pensadores “liberales” —casi todos británicos—, podríamos centrarnos en dos lecturas recientes. La primera es Liberalism. A very short introduction (Oxford University Press, 2015), de Michael Freeden, editado en España con el título Liberalismo. Una introducción (Página Indómita, 2019). La segunda es La imaginación conservadora, de Gregorio Luri (Ariel, Planeta, 2019). Sendas lecturas permiten conocer mejor qué significa, de modo respectivo, “ser liberal” y “ser conservador”. Freeden sostiene que el liberalismo es un pensamiento que evoluciona con el tiempo y que, en cada etapa, ha ido incorporando un nuevo criterio o “capa” a su acervo. De este modo, según Freeden, la faceta económica o mercantil del liberalismo es sólo una de las varias que en la actualidad componen esta doctrina, y debe balancearse con otras que, en la práctica, asimilan a este liberalismo con la socialdemocracia y el progresismo. De ahí que Ciudadanos se intitule como “liberal progresista” y, por este motivo, uno de sus principales anhelos sea la promoción de los “vientres de alquiler”, así como todo el universo de reivindicaciones de “género”. Todo lo contrario postula Luri, quien parte de algunas convicciones, ninguna de las cuales directamente referida a la economía. Luri asegura que el conservadurismo —que no es liberalismo— se basa en el amor por lo propio, empezando por el terruño, la familia y las tradiciones. Por tanto, el conservador está más pendiente de la libertad de los suyos y de su patria que de la libertad o bienestar de su propia persona. Dicho de otro modo, el conservador es “quien no quiere dejar este mundo sin haber pagado sus facturas”. El conservador entiende que las generaciones precedentes tenían algo bueno, y que, muy probablemente, los conceptos sobre el bien y el mal que se han ido transmitiendo durante tantas generaciones sean conceptos acertados.
El conservador está más pendiente de la libertad de los suyos y de su patria que de la libertad o bienestar de su propia persona”.
Al contrario de lo que puedan tener en común Rawls, Rivera y Freeden, algunos autores españoles entienden que el liberalismo consiste en la limitación del poder del Estado, tanto en materia económica como en lo relativo a su neutralidad institucional. Se trata de intelectuales que admiten su proximidad hacia los “clásicos” como Locke, Smith o Tocqueville, además de Hayek, entre otros. Quizá Francisco José Contreras represente bien a este tipo de intelectual español, que suele equilibrar una aportación liberal “clásica” junto con otra conservadora moderada, de suerte que defiende un pensamiento “económico en lo liberal y conservador en lo moral”, dicho de modo escueto. De hecho, los referentes actuales de estos liberales suelen entroncarse más como conservadores —caso de Scruton—, a los que se suma todo el legado tradicional de Occidente, desde la Antigüedad griega y romana y los grandes pensadores cristianos. En concreto, Contreras defiende conceptos universales sobre el bien y el mal, por lo que se sitúa en contra de todo relativismo moral, así como se opone a las denominadas leyes “de memoria histórica” o “de género”, por considerarlas “liberticidas”.
Una postura más bien antagónica a la de Albert Rivera. Expresado de una manera quizá simple, esta corriente liberal sería una suerte de conservadurismo que tuviera un acento específico en la defensa de las libertades de expresión, de empresa, de educación, etc. Por tanto, entre Contreras —que no admite la agenda de “género”, ni el aborto, ni otros hitos progresistas— y Rivera, lo único en común se reduce a una perspectiva de política económica o de modificaciones legales. Resulta elocuente cómo Ciudadanos defiende con vehemencia la incorporación a la escuela de la propaganda LGTB. Y aún más curioso el modo como Ciudadanos se declara heredero de la Constitución de 1812 —que implantaba un profundo confesionalismo católico— y de Adolfo Suárez —muy contrario al aborto y que, mientras fue presidente del Gobierno, no eliminó el águila de San Juan de la bandera nacional.
Lo relevante del tema estriba en qué entiende cada cual por libertad y, sobre todo, cómo define cada uno al ser humano y a la sociedad”.
Lo relevante del tema estriba en qué entiende cada cual por libertad y, sobre todo, cómo define cada uno al ser humano y a la sociedad. El pensamiento conservador, como expone Luri, reconoce una continuidad social del ser humano, no sólo a través de la familia actual —abuelos, padres, hijos, nietos—, sino de la patria y de la historia. Esta sociabilidad no se vive con aspavientos, sino con serenidad confiada, quizá con una buena dosis de fe en la providencia y de esperanza en los frutos del propio trabajo. La persona forma parte de un todo; recibe de la sociedad y, de modo libre y agradecido, aporta a esa sociedad. Por el contrario, un liberal progresista o un liberal a ultranza —Juan Ramón Rallo es el paradigma— se queda perplejo ante estas cuestiones, dada su fe sólida en la libertad individual como fin en sí mismo. Ambos piensan que la libertad individual debe resultar lo más irrestricta posible. De ahí su defensa de la legalización de la prostitución o de las drogas y su rechazo hacia la moral conservadora, por considerarla hostil a la libertad individual. En otras palabras; estos liberales opinan que el hombre es libre de darse a sí mismo sus normas éticas. Es un moderno titán. Planteado de una manera definitiva, se tiende a pensar que, exista o no Dios, es el hombre el supremo legislador. Algo fáustico también. Visto de este modo, la única cortapisa para la libertad individual es el daño que se pueda ejercer a otro individuo. Sin embargo, al esgrimirse simultáneamente la autonomía moral y esa barrera del perjuicio al vecino, surge un nuevo problema: ¿quién decide qué es daño, toda vez que no hay Dios ni naturaleza que lo determinen? ¿Es daño el denominado —concepto cada vez más amplio— “hate speech”? En cualquier caso, y como señala Freeden, el concepto liberal de autonomía moral —o sea, relativismo— permea todo el ambiente de las sociedades occidentales.
Las inevitables aporías a que conduce un liberalismo a ultranza o puramente teórico —el mismo que cree que Google y Churrería Manolita compiten en igualdad de condiciones, o que los repartidores de Glovo y Deliveroo son libres emprendedores en un mercado abierto y repleto de oportunidades— es lo que impele a la gran división entre los dos tipos de liberalismo político: el que se desplaza hacia el progresismo —y es positivista— y el que se desliza hacia el conservadurismo —y es iusnaturalista.
El liberal progresista da la razón al socialista, creyendo que la sociedad como tal es un mero agregado de individuos y de “colectivos” o “minorías”. Además, y como admite Freeden, este liberal se convierte en firme defensor del Estado del bienestar —algunos entienden que deriva hacia un “Estado asistencial” o incluso “Estado terapéutico”. De manera que, paradójicamente, el camino liberal que comenzó desasiéndose del yugo del poder regio a principios del siglo XIX conduce, a la postre, hacia la identificación con un Estado cada vez más omnímodo. Consecuencia del vaciamiento de sentido de “persona”, “familia” y “sociedad”. Y de la “muerte de Dios”. Cabría incluso preguntarnos si somos al menos libres para elegir quién pone el suelo bajo nuestros pies: la historia —la naturaleza, la tradición— o el Estado —hoy, una simbiosis de proto-estado mundial y de capitalismo clónico.

