No invento nada al afirmar que Estados Unidos es el laboratorio de cuanto se implanta en el resto del mundo libre. Las muestras son pingües. Sobre investigación científica, por ejemplo, sabemos que los americanos facturan 8,6 millones de papers al año, más del doble de lo que produce su competidor inmediato, China, que publica 3,6 millones. EE.UU. acumula 353 premios Nobel, más que Reino Unido, Alemania, Francia, Japón e Italia juntos. En cuanto a innovación, así mismo, nos encontramos con que el 28,7% de las patentes del mundo se registran desde América. De las cien mayores empresas del orbe en capitalización bursátil, 54 tienen nacionalidad estadounidense y nada menos que siete están en el Top 10. Pero no hace falta conocer estos datos para arribar a una conclusión evidente: la hegemonía de esta gran nación alcanza casi todos los frentes y se extiende, también, al terreno cultural en sentido amplio. La música que escuchamos, la ropa que vestimos, los productos financieros que contratamos, las guerras que libramos, el cine, los libros… llevan desde hace décadas el sello Made in the USA. La política, como función cultural que es, no parece una excepción.
Los prebostes de la izquierda europea han importado siempre la retórica de los demócratas estadounidenses. Nihil novum sub sole: ya en 1956, Charles Wright Mills se refería en su libro La élite del poder a la casta, ralea integrada a la sazón por políticos, financieros y militares. Felipe González abandonó el marxismo en Suresnes inspirado en la socialdemocracia europea, émula a su vez de Roosevelt y Keynes. Zapatero, en su segunda legislatura, reclutó para el comité de sabios a George Lakoff y a otros gurús que con sus estrategias de comunicación habían aupado a Obama a la victoria. Pedro Sánchez ha fichado como asesor personal al antiguo editor de Foreign Policy Moisés Naím. La derecha orgánica, en cambio, no ha apreciado aún la conveniencia de tomar nota, pero son legión los que desde la sociedad civil reclaman para el conservadurismo una remodelación de fondo y forma que devuelva a sus líderes el vigor que antaño les valió el apoyo de la gente. Quizás sirva el storytelling como punto de partida pues, como sugiere McIntyre, el principal medio de educación moral y política es contar historias.
Contar historias para comunicar mensajes
Lo que diferencia al storytelling de otros discursos es que no aspira a convencer con argumentos sobre las bondades del programa ofrecido, por el contrario, trata de vincular emocionalmente al elector con el político y de satisfacer la necesidad de certezas de aquél con una narración inteligible. Como resultado, el orador es visto como un tipo común y digno de confianza. En estas narraciones, no resulta difícil encontrar algunos “tics” recurrentes: experiencias familiares o de la propia infancia, refranes, anécdotas de superación protagonizadas por héroes anónimos, humor blanco para desacreditar al rival o arengas patrióticas que hablan de un futuro grandioso. Todas estas herramientas retóricas coinciden en dejar que sean las historias, por sí mismas, las que comuniquen el mensaje.
El Partido Republicano lleva medio siglo utilizando el storytelling para ganar elecciones. Recordemos que tras la desastrosa gestión de Herbert Hoover y el éxito propagandístico del New Deal, el conservadurismo estadounidense abjuró de sus raíces y se contentó con ocupar los espacios que los demócratas le dejaban libres. Tras Eisenhower, representante más conspicuo de esta corriente tecnocrática, un tándem dio nueva vida al Partido: Barry Goldwater y Ronald Reagan. Goldwater fue el candidato republicano para las elecciones del 64. Perdió frente a Lyndon Johnson en todos los estados menos en seis y, sin embargo, hoy se le recuerda como el gran impulsor del rearme intelectual republicano. Apostó por el liberalismo clásico para diferenciarse y ofreció al país una ilusionante reedición de los valores fundacionales en su programa electoral. Al mismo tiempo, el candidato señaló un enemigo al que batir: el comunismo. Goldwater abonó el terreno para la victoria de Ronald Reagan en el 80, quien se encargaría de vestir de fiesta el mismo ideario. Precisamente en la campaña del 64 emergió Reagan como nuevo gran orador del Partido al pronunciar su célebre discurso “Tiempo para elegir”, con el que consiguió recaudar un millón de dólares para Goldwater.
Pero en las elecciones del 68 y el 72, el candidato fue Nixon, un gestor eficaz que sacó a las tropas de Vietnam, firmó con Brezhnev el pacto para la limitación del armamento nuclear, creó la Agencia de Seguridad y Salud Laboral y dio importantes pasos contra la segregación racial. No obstante, minusvaloró la comunicación, confiando tal vez en que sus éxitos se venderían solos. No contaba con el Watergate. A sus reticencias frente al storytelling quizás contribuyó el consejo que le brindó en una ocasión Nikita Khrushchev: “Presidente, si la gente cree que hay un río imaginario ahí delante, no les diga que no hay ningún río ahí delante. Antes bien, construya un puente imaginario sobre el río imaginario“. Richard Nixon despreciaba a Khrushchev y rechazaba el storytelling por considerarlo una treta vulgar que convierte en menores de edad a los ciudadanos, algo intolerable en la tierra de la libertad.
Tres años después del combate Goldwater vs Johnson, en 1967, Ronald Reagan inicia su carrera convirtiéndose en gobernador de California. Durante sus dos mandatos, la oposición utiliza el pasado hollywoodiense de Reagan para justificar su afición al storytelling y, de paso, para reducir esta técnica a mero populismo. El fenómeno, en verdad, se había gestado durante sus años como presidente del Sindicato de Actores y como portavoz, más tarde, de General Electric. Ya entonces perfiló un estilo muy característico: evitar la confrontación directa, resaltar lo positivo y bromear siempre.
Cuando le criticaban por sus inesperadas carcajadas, Reagan recordaba lo que Lincoln decía al respecto: “si no pudiera reírme no aguantaría como presidente de los EE.UU. ni quince minutos”. Solía decir que una anécdota ahorra un montón de palabras. Una de sus favoritas era la del ruso que va a pedir un automóvil. Le informan de que tiene que depositar todo el dinero inmediatamente pero que hay una lista de espera de diez años. El hombre paga, rellena los formularios y lleva cada papel a una oficina diferente. Semanas después termina su recorrido y el funcionario le dice: ‘‘Bueno, todo está listo. Venga este mismo día dentro de diez años’’. Y el hombre le pregunta: ‘‘¿Por la mañana o por la tarde?’’. Sorprendido, el burócrata le replica: ‘‘Estamos hablando de aquí a 10 años, ¿qué diferencia puede haber en que sea por la mañana o por la tarde?”. Y el hombre le responde: ‘‘Es que el fontanero viene por la mañana”. El storytelling de Reagan, de apariencia improvisada e inocente, lograba que al otro lado del televisor millones de personas se felicitaran por haber nacido americanas. Nunca nadie ha abrazado una creencia por un argumento brillante.
Una década después de su elección como gobernador, tras los comicios de noviembre de 1976 en los que Jimmy Carter vence a Gerald Ford, Ronald Reagan comienza su propia campaña presidencial. En la Convención Nacional Republicana de ese año, con la herida de la derrota aún supurante, el discurso de un Reagan ya bastante conocido tronó claro: “Nuestro reto es dejar de hablar los unos de los otros y salir a decirle al mundo que podemos ser menos que nunca, pero que tenemos el mensaje que la gente está esperando. Tenemos que salir de aquí unidos, decididos a que aquello que dijo un gran general sea realidad: “No hay sustituto para la victoria, señor presidente”.
La victoria llegaría en el 80. Y en el 84 se reeditaría con mayor contundencia: su candidatura sólo perdió en un estado y en el DC, y consiguió casi el 60% de los votos. Desde entonces, ningún presidente ha vuelto a recabar un apoyo tan abrumador. La exitosa trayectoria política de Reagan manifiesta, en definitiva, que en la base de toda victoria hay una seducción.

