Frente a otros novelistas, Eric Arthur Blair no se equivocó en la fecha. Siempre parece que se equivocan los autores de distopías, por exceso o por defecto, a la hora de situar en el tiempo la fecha de llegada de ese futuro lleno de miedos, marcado por el apocalipsis o habitado por el último hombre. Pero Eric, que había adoptado el pseudónimo de George Orwell, no lo hizo, al situar en 1984 la trama de su inmortal novela del mismo nombre; ese año aun sobrevivía, aunque escondiendo su debilidad terminal, la utopía comunista que denunció casi a contracorriente. Había muerto décadas antes el inspirador del personaje del todopoderoso cerdo Napoleón, pero el Animalismo revolucionario seguía vigente (al menos formalmente) y el todopoderoso Gran hermano perduraba todavía (aunque solo sobreviviría un lustro más a esa fecha icónica).
No falló en la fecha, ni en el contenido último de su crítica distópica; por ello pasó a la historia, como defensor de la libertad y novelista excelso. Acertó en el devenir histórico del comunismo, en el diagnóstico del “nuevo lenguaje” de la era globalizada, en el uso de la propaganda masiva como instrumento de todo poder. Pero Orwell también falló; falló en vida, y por eso sufrió censura y rechazo, a la hora de convencer a la intelectualidad del momento, a los creadores de opinión de un lado y de otro, de que la libertad era sagrada, la de escribir y la de opinar, la de pensar y debatir, la de prensa y la de expresión; pero sobre todo, defendiendo a capa y espada la propia libertad de los enemigos, incluso de aquellos que le atacaban por el socialismo antiestatista que siempre profesó.
Orwell nunca fue una académico: amó los libros fuera de la Universidad, conoció la realidad de primera mano, defendió siempre la “moral del hombre común”, entre el viejo patriotismo tradicional inglés y el nuevo socialismo revolucionario, e intentó nunca depender de nada ni de nadie (aunque no siempre lo consiguió). Gusten más o menos sus posiciones políticas concretas, Orwell buscó siempre ser libre, y consecuentemente pagó un precio por ello.


Quiso ser escritor desde joven en la gran ciudad, pasando penurias económicas, rechazos editoriales continuos y enfermedades pulmonares, muriendo sin grandes homenajes. Fue a la Guerra en España para luchar contra el fascismo y regresó de ella para luchar contra el comunismo, siendo ninguneado por la izquierda europea y viendo agravadas sus dolencias. Denunció siempre las injusticias y la represión con la pluma, pero acabó vigilado, censurado por el mismo sistema democrático, directa e indirectamente, y ninguneado por el poder. Y escribió dos de las grandes obras contra el totalitarismo de todos los tiempos, aunque con el nombre y apellido del sistema comunista; pero las mismas parecen descontextualizarse en la cultura de masas actual, con el adjetivo “orweliano” manoseado ideológicamente (y por ello ajeno al sentido de sus textos), con su término Animalism desligado de su sentido alegórico, o con el mismo concepto del Big Brother convertido en producto televisivo donde la privacidad de los ciudadanos se vende al mejor postor. Orwell quiso hacer la revolución, no para ningún partido ni para ningún líder, sino intentando decir la Verdad (y que los demás también lo pudieran hacer), sin aparente éxito en su tiempo (como la misma utopía troskista a la que admiró) pero con un posterior éxito literario y moral casi intemporal.
La verdad, entre la revolución y la censura
Nacido en la India británica en el seno de una familia de clase media-alta venida a menos, Eric llegó de niño a las Islas. Estudió becado en algunos de los mejores colegios ingleses, como las escuelas Saint Cyprian, Wellington y Eton, donde comenzó a escribir poesía y ensayos (influido decisivamente por la popular obra de H. G. Wells A modern Utopia). Tras graduarse con notas bajas, marchó como policía imperial a Birmania en 1922; ante el riesgo y el deshonor de su familia de no poder entrar en la Universidad, sus padres lo enviaron al país asiático aprovechando el dominio del idioma francés, gracias a su madre de origen galo (y criada en dicho país), y la visión romántica de Eric del lejano Oriente.
Tras varios años de experiencias y penurias en Indochina, regresó a la casa paterna en Southwold con la decisión de hacerse escritor, siguiendo la estela de Jack London e investigando sobre las clases sociales más humildes de Londres; pero ante la negativa a ser publicados sus primeros ensayos (como The Spike) y sufrir la penuria económica, en 1928 marchó a París. Allí consiguió, durante dos años, escribir artículos en revistas y periódicos como Le Monde (que publicó su dura La Censure en Angleterre) pero pasó periodos de auténtica indigencia (rememorados en Down and Out in Paris and London). A su vuelta fue maestro varios meses en The Hawthorns High School y en el Frays College ante el escaso eco de sus escritos (Burmese Days y A Clergyman’s Daughter), y trabajó en la tienda de libros de segunda mano Booklovers’ Corner (experiencia recogida en Keep the Aspidistra Flying, 1936). Asentado en la zona londinense de Hampstead, conocida por ser el gran centro intelectual y alternativo, entró en contacto con numerosos escritores (como el famoso Henri Miller, que se convertiría en amigo muy cercano), contrayendo matrimonio con Eileen O’Shaughnessy en 1936,
Conocido ya como ácido ensayista en el diario New Adelphiy, Eric adoptó en 1933 el pseudónimo con el que pasaría a la historia: George Orwell. Tras sus primeros ensayos antimperialistas (Burmese Days, 1934; A Hanging, 1931; Shooting an Elephant, 1936) tomó partido por una visión heterodoxa del socialismo laborista inglés, escribiendo El camino a Wigan Pier (publicado en 1937), análisis cuasi sociológico de las condiciones de vida de los trabajadores de los condados industriales de Lancashire y Yorkshire (en sus salarios, viviendas, enfermedades).
Pero en 1936, y ante el comienzo de la Guerra civil española se alistó en la Brigadas internacionales, llegando a Barcelona y participando en las acciones del troskista POUM. Tras combatir en primera línea en el Frente de Aragón (en la zona de Huesca) regresó a la ciudad condal, y allí se acercó con admiración a las transformaciones libertarias de hegemónico movimiento anarquista (CNT) en el cinturón industrial catalán; pero también asistió a la represión estalinista en la región sobre troskistas (con el asesinato de su líder Andreu Nin) y ácratas. A ellos y a su revolución social dedicó su Hommage to Catalonia, publicada en 1938, donde también se contenía su dolorosa crítica a esa experiencia represiva que cambió a Orwell para siempre, y que marcaría su obra posterior:
“Es evidente que se escribirá una historia, la que sea, y cuando hayan muerto los que recuerden la guerra, se aceptará universalmente. Así que, a todos los efectos prácticos, la mentira se habrá convertido en verdad. (…) El objetivo tácito de esa argumentación es un mundo de pesadilla en el que el jefe, o la camarilla gobernante, controla no sólo el futuro sino también el pasado. Si el jefe dice de tal o cual acontecimiento que no ha sucedido, pues no ha sucedido; si dice que dos y dos son cinco, dos y dos serán cinco. Esta perspectiva me asusta mucho más que las bombas, y después de las experiencias de los últimos años no es una conjetura hecha a tontas y a locas”.
Enfermo de tuberculosis, y tras su aparente sanación en la vecina Marruecos, Orwell regresó a Inglaterra. Escribió reseñas de libros para el New English Weekly hasta 1940, fue propagandista desde 1941 para el Servicio Oriental de la BBC (participando en programas en busca de apoyo de la India y el este de Asia a los ejércitos aliados) y en 1943 se dedicó a ser columnista y editor literario de la revista semanal Tribune. Vigilado durante años en la sombra por el gobierno británico, buscó recuperar un socialismo democrático opuesto al estalinismo denunciando la represión soviética y el apoyo casi unánime a Moscú de los intelectuales izquierdistas. Por ello defendió la “vida exuberante” y libre de Shakespeare, por ejemplo frente a las críticas desde de la “austeridad” del novelista Tolstoy (Lear, Tolstoy and the Fool, 1947). Falleció en 1950 de esa tuberculosis de la que nunca se pudo curar.
Siempre libre y siempre humanista pasó buena parte de la vida luchando contra el totalitarismo surgido en su época, bien de imperialismos, fascismos o comunismos. Fue socialista toda su vida, siempre en pro de la justicia social siempre desligado de militancias orgánicas; por ello estuvo pocos años militando en el Partido Laborista independiente, admiró la experiencia antitestatista del anarquismo español o fue furibundo enemigo del comunismo estalinista.
Por ello fue anticlerical ateo y declarado como George Orwell, pero también fue tradicionalista y moralista como Eric Blair, como demostraba su amplio conocimiento de la Biblia, su rechazo de los vicios y desviaciones morales y sexuales, su pseudónimo en homenaje al santo patrón de Inglaterra (y al río de una región bien conocida por él), sus dos matrimonios religiosos, su contradictoria admiración hacia G.K. Chesterton (al que criticaba por su conversión al catolicismo) o su profundo aprecio por las tradiciones anglicanas (como recogió años después Stephen Ingle).
Novelas sobre la Verdad
“Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír”.
Esta declaración de Orwell en el prólogo de Animal Farm (“Rebelión en la Granja”, 1945) atacaba la censura a la que fue sometida su obra, negada por los liberales británicos (en distensión con la victoriosa URSS tras la II Guerra mundial) y despreciada por los comunistas y socialistas europeos (por su admiración por el caído trotskismo), siendo desaconsejada su publicación hasta en cuatro ocasiones. Pero Orwell consiguió publicar finalmente, pese a todo, esta alegoría no de todas las dictaduras (como bien puntualizó en el propio prólogo), sino expresamente de la dictadura soviética. En ella satirizaba magistralmente, entre la falsa primera ilusión y la final real desilusión real, el proceso revolucionario comunista que, a su juicio, a había pervertido la misión original del socialismo: animalizaba tan humanamente a sus líderes, burócratas y represores hasta el más mínimo detalle, y humanizaba a esos animales hasta convertirlos en los protagonistas de una distopía futurista tan didáctica como realmente cruel.
Los revolucionarios era los oprimidos animales de la tradicional Granja Manor que, alentados por el Viejo Mayor (el mismo Lenín), un cerdo que antes de morir explicó a todos sus ideas, llevaron a cabo una revolución con la que consiguen expulsar al granjero Jones y crear su propio sistema regido por Siete Mandamientos escritos en la pared:
- Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo
- Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es amigo
- Ningún animal usará ropa
- Ningún animal dormirá en una cama
- Ningún animal beberá alcohol
- Ningún animal matará a otro animal
- Todos los animales son iguales
Era la síntesis de citado Animalismo, la ideología liberadora que fundaba un Nuevo mundo libre de humanos y de dominación (“El hombre es el único enemigo real que tenemos. Haced desaparecer al hombre de la escena y la causa motivadora de nuestra hambre y exceso de trabajo será abolida para siempre”); y el cual, pese a mejorar su situación respecto a la dominación humana anterior, acabó por ser dominada por los credos (los más inteligentes, y que se autoproclamaron como los líderes y por ello no trabajaban), pero progresivamente dividido por las discrepancias entre sus máximos líderes, Snowball (Trotski) y Napoleón (Stalin). Este último conseguía hacerse con todo el poder haciendo huir al primero, echándole a los perros a los que había criado personalmente. Bajo la dictadura de Napoleón, el sueño de una sociedad igualitaria comenzó a desaparecer, siendo ligeramente modificados los Mandamientos para legitimar la dictadura hasta hacerlos desaparecer. Finalmente, los cerdos empezaron a comportarse como los hombres, usando sus ropas y caminando sobre sus patas traseras, llevando látigos y obligando a trabajar a destajo al resto de animales por míseras raciones de comida; e incluso negociando con los humanos de las granjas cercanas en busca de beneficio, compartiendo hombres y cerdos, viejos y nuevos dominadores, el beneficio de la explotación y los mismos vicios que hacían que el resto de animales no pudieran distinguir unos de otros. Así se estableció, como último mandamiento, eso sí modificado, que “todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”.
Y esa alegoría sobre el totalitarismo se convirtió, años más tarde en una distopía con seres humanos de carne y hueso. Su famosa novela 1984 (publicada en 1949) hablaba, a modo de crítica política y drama humano, del poder humano en estado puro. En una futura Londres dominada por el nuevo estado colectivista de Oceanía (que reunía el mundo occidental, bajo control del socialismo inglés, y se enfrentaba o aliaba a las otras dos grandes potencias: Eurasia y Asia Oriental), dominado por un Partido único, manifestado en el ícono del Gran Hermano, el dios pagano omnnipresente y todopoderoso. Partido dividido entre la minoría del Consejo dirigente, la burocracia a su servicio y la mayoría de los ciudadanos sin derechos, que controla absolutamente todo mediante una estricta vigilancia y una propaganda alienante que impide toda crítica y toda disidencia, fomentando la adhesión incondicional y el fanatismo contra todo traidor; y que conseguía este orden mediante la manipulación constante a través de la “neolengua”, consiguiendo mediante la misma convencer de que “La Guerra es Paz, la Libertad es Esclavitud, y la Ignorancia es fuerza” (el lema del partido, que uno de los miembros del mismo, el personaje de O´Brian, explicaba como en realidad, significaba lo contrario).
En la historia que se narra, un empleado del Ministerio de la Verdad (junto con el del Amor, el de la Paz y el de la Abundancia) Winston Smith, encargado de reescribir la historia cada día, comenzó a comprender esa gran farsa en la que vivía, y tras contactar con la rebelde Julia (con la que encuentra el amor) y el líder de la supuesta opositora Hermandad, comenzó una resistencia frente al sistema que controlaba física y mentalmente a la población (con la Policía del pensamiento) y prohibía con una vigilancia intensiva toda disidencia, toda intimidad y toda familia. Especialmente gracias al neologismo “doblepensar”; un instrumento clave del sistema, que como señalaba el supuesto opositor Goldstein (“el enemigo del pueblo”), era enseñando desde la más tierna infancia para convencer que la mentira era, al final, la pura verdad:
“Decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar, y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad que se niega… todo esto es indispensable. Incluso para usar la palabra doblepensar es preciso emplear el doblepensar. Porque para usar la palabra se admite que se están haciendo trampas con la realidad. Mediante un nuevo acto de doblepensar se borra este conocimiento; y así indefinidamente, manteniéndose la mentira siempre unos pasos delante de la verdad. En definitiva, gracias al doblepensar ha sido capaz el Partido —y seguirá siéndolo durante miles de años— de parar el curso de la Historia”.
Pero el esfuerzo fue inútil. El sistema siempre ganaba. Tras descubrir que los opositores eran también parte del aparato represor, Winston fue detenido y encarcelado en la Habitación 101 (quizás la oficina de propaganda de la BBC o quizás una checa que conoció en Barcelona). Allí Winston fue torturado y reeducado por el “Ministerio del Amor”, hasta comprender que era cierto que dos y dos eran cinco, ya que un burócrata se lo dejo bien claro al protagonista:
“Si el líder dice de tal evento no ocurrió, pues no ocurrió. Si dice que dos y dos son cinco, pues dos y dos son cinco. Esta perspectiva me preocupa mucho más que las bombas”.
Pero, además, se borró todo rastro de su amor por Julia y todo sueño de fundar una familia. El Gran Hermano volvería a ser, así, la única verdad.
Animales que querían ser libres y que acabaron oprimiendo a los demás con una supuesta Verdad; y hombres que descubrieron que solo la auténtica Verdad permitía la libertad. Distopías escritas desde un tiempo y contra un sistema; pero sus lecciones en ellas contenidas, entre la justicia a la que aspiró y la censura que sufrió, son certezas universales sobre cómo solo la Verdad nos hace libres. Por ello, Eric Blair, Orwell para el mundo, proclamó “en tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”.

