Hay un selecto grupo de personas que, en nombre de la pureza, y defendiendo grandes ideales, renuncia a cualquier contacto con la realidad política, prefieren destruir lo que hay antes que aceptar medirse con las imperfecciones de lo posible. Ya sea porque consideran impura la realidad, o porque la condenan sin remedio, el caso es que descartan cualquier intervención sobre las cosas, tal y como están. Siguiendo esta actitud fuerzan a la realidad a obedecer a ley del “todo o nada”.
Remontémonos un poco en el farragoso campo de los principios filosóficos para intentar arrojar algo de luz en una confusión práctica que oscurece las discusiones políticas del momento. Es posible que los “puristas” de toda condición confundan la razón especulativa con la razón práctica. La razón especulativa opera con objetos puros, ideales, mientras que la práctica opera con objetos reales, imperfectos. Esta es la cuestión: ideas o cosas, idealismo o realismo. ¿Cuál es el ámbito de la política? Confundir esto puede llevarnos a tiranizar la realidad.
Los “puros” se niegan a descender al ámbito de la razón práctica porque se manchan de impurezas, y se sienten más cómodos hablando de las grandes verdades inmutables. La libertad de acción nos obliga a tomar decisiones que siempre dejan por el camino algo bueno, y que nos exigen aceptar defectos. Cuando elegimos un plato en un restaurante tenemos que renunciar a todos los demás, cuando nos casamos con una persona, dejamos de hacerlo con todas las demás y, cuando tomamos una decisión política, descartamos todas las demás opciones. Si se opta por una ley que salve algunas vidas, se nos podrá reprochar no haberlas salvado todas; si se defiende una educación buena, se nos reprochará que no sea la mejor; y si se elige a un candidato, se nos reprochará que no hayamos elegido a todos los demás. Siempre, por tanto, se nos podrá acusar por lo que no hemos hecho, por lo que no hemos elegido, es algo inevitable. Pero es injusto, pues el juicio práctico debe valorar el bien mayor conseguido, y no las pequeñas ocasiones perdidas. Esto no es utilitarismo, esto no es la doctrina del mal menor, esto es la lógica interna de la libertad y de la acción política. Si no se entiende estamos condenados a la inacción, al purismo y, en definitiva, al nihilismo.


El problema de la mayoría de fanáticos es, como señala Gregorio Luri, su dificultad para comprometerse con causas imperfectas. Cualquier cosa que no sea perfecta les parece corrupta y pecaminosa. Burckhardt les llamaba “los terribles simplificadores”.
Si nos adentramos un poco más en el problema de la libertad política, nos encontramos pronto con el problema de la conciencia. Los racionalistas políticos, este grupo de hombres puros, adeptos a la facción reaccionaria, se excusan en sus escrúpulos de conciencia para no tomar la decisión “menos mala”, para no mancharse tomando decisiones sobre objetos imperfectos. Y este es el verdadero asunto de la política: la decisión recae siempre sobre objetos imperfectos. Esto es así porque la realidad política es contingente, depende de circunstancias, contextos y personas que, casi nunca, son perfectas. A muchos de nosotros nos gustaría poder elegir entre lo bueno y lo malo, pero a menudo nos vemos obligados a elegir lo que es un poco mejor que lo otro, sin serlo demasiado. Es cierto que la razón se muestra incómoda entre grises. Sería como si nos preguntasen si preferimos que nos corten la mano izquierda o la derecha, pero es que decidir también supone descartar, perder algo, dejar beneficios por el camino.


Son los niños los que no quieren decidir porque no quieren renunciar a nada, porque quieren el helado y la tarta, lo quieren todo. Los adultos saben que para conseguir algo positivo hace falta dejar algunas cosas por el camino, porque saben que sus decisiones se subordinan a un fin superior que les obliga a sacrificar algunos bienes menores. Esta madurez, en política, es moralmente exigible, y se debe elegir la opción posible, la que más construya, porque ya sabemos que las opciones puras son metafísicas, orientan, pero que no son el objetivo, sencillamente porque no existen. La razón infantil tiende a soñar con soluciones perfectas y, mientras eso sucede, dejamos que sean otros los que construyen nuestra realidad. Bajo la apariencia de un idealismo romántico, lo que subyace en estas actitudes es un resentimiento con el mundo, una incapacidad para agradecer las cosas buenas que tenemos.
Este abandono de la razón práctica es una inmoralidad aun mayor que equivocarse cuando uno se arriesga tomando decisiones sobre objetos imperfectos. Es más inmoral el miedo a equivocarse que el error humano.