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La enseñanza política de Spinoza o qué diantres pasa con Cataluña

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No creo que esté de más, en estos momentos en que seguimos inmersos en el desafío de los independentistas catalanes, volver la vista atrás y recuperar los argumentos vertidos por Spinoza en el capítulo XX de su celebérrimo Tratado teológico-político (1670). Dicho capítulo se titula “Se demuestra que en un Estado libre está permitido que cada uno piense lo que quiera y diga lo que piensa” y puede considerarse una de las exposiciones más lúcidas, elegantes, persuasivas y sucintas de lo que es e implica un Estado de derecho. Sobre esta entidad política, tenemos actualmente una idea bastante confusa que, creo, está siendo utilizada con descarado oportunismo por los independentistas para arrimar el ascua a su sardina. Estos no se cansan de repetir que la acción judicial emprendida contra ellos es una persecución ideológica y atenta contra su libertad de expresión, contraviniendo la cláusula fundamental de una democracia que se pregona como pluralista y liberal. Es decir, que tal acción judicial, y la línea política y gubernamental que supuestamente la ampara y dirige, demostrarían que España no es un Estado de derecho porque los poderes no están efectivamente divididos, y las opiniones políticas de una parte de la población no se encuentran protegidas y son perseguidas.

Spinoza comienza por establecer una distinción entre actos y pensamientos a la hora de erigir un “Estado libre”, lo que hoy calificaríamos como un Estado de derecho. Las leyes regularían actos, pero no pensamientos. El Estado, como diría John Milton, es mi gobernante, mas no mi crítico. Según Spinoza, los ciudadanos debemos obediencia a las leyes y, al mismo tiempo, y sin que esto afecte a lo anterior, podemos disentir de ellas y criticarlas públicamente, haciendo lo que posteriormente Kant denominará un “uso público de la razón”. La franca crítica de lo existente puede terminar modificando aquella norma en torno a la cual se haya configurado una mayoría política que opte por su abrogación, pero, hasta que tal mayoría política se haya configurado según los procedimientos establecidos y haya ejecutado la abrogación de la norma en cuestión, está seguirá vigente y deberá seguir siendo obedecida. Y ello a pesar de que la crítica de la misma y el malestar social que genera se prolonguen sine die. Spinoza vendría a decirnos que, en un Estado libre, hemos de acostumbrarnos a ser centauros políticos capaces de armonizar la obediencia, la crítica y el malestar. A ser ciudadanos tan indignados y prevalecidos de la verdad de nuestras opiniones como queramos, pero que asumen que el cambio normativo no puede producirse mientras su indignación no se haya transformado en una mayoría política de acuerdo con los cauces legales establecidos. Y que, hasta llegado ese momento, han de obedecer aquella norma que tanta indignación y malestar les provoca.

 

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En segundo lugar, Spinoza encara el problema de “qué opiniones son sediciosas en el Estado”. Es decir, qué opiniones quedan fuera del ejercicio de la libertad de expresión por comprometer la propia existencia del Estado. Citemos sus elocuentes palabras: “aquellas (opiniones) cuya existencia suprime, ipso facto, el pacto por el que cada uno renunció a obrar según el propio criterio. Por ejemplo, si alguien está internamente convencido de que la potestad suprema no es autónoma, o de que nadie está obligado a cumplir sus promesas, o de que todo el mundo debe vivir según su propio criterio (…) es sedicioso. Pero no tanto por su juicio y opinión, cuanto por el hecho de lo que dichos juicios implican; puesto que, por el simple hecho de que él piensa tal cosa, rompe la promesa de fidelidad tácita o manifiestamente hecha a la suprema potestad”. Los independentistas catalanes, por acotar cronológicamente su proyecto de acoso y derribo del orden constitucional, llevan, desde los sucesos de septiembre del 2017, y posiblemente desde mucho antes, siendo literalmente sediciosos en el sentido fijado por ese gran defensor de la libertad que fue Spinoza. Y ello porque sus opiniones políticas han cruzado la frontera legal que separa los pensamientos de los actos y han convertido los primeros, su particular ideología, en la supresión del pacto en virtud del cual cada uno renunció “a obrar según el propio criterio”. La acción judicial contra ellos no criminaliza sus juicios y opiniones sino en la medida en que tales juicios y opiniones, como mínimo desde los sucesos de septiembre del 2017, implican un acto de rebeldía contra las leyes vigentes.

Lo que podemos comprender con claridad gracias a Spinoza, y a otros autores como Milton y Kant, es que no todo vale en una democracia pluralista donde las libertades y derechos están garantizados constitucionalmente. Y que, en ese no todo vale, se incluyen tanto actos como opiniones. Actos que sean contrarios a la ley y opiniones que promuevan actos contrarios a la ley, que no se limiten a criticar esta y a invocar su abrogación, sino que motiven una sediciosa desobediencia a la ley. Cuando esto sucede, y viene ocurriendo en Cataluña desde, como mínimo, los sucesos de septiembre del 2017, la cruzada independentista deja de ser un asunto de libertad ideológica y pasa a ser un asunto penal. En tal contexto de insubordinación, la opinión independentista, por atentar contra los fundamentos del “Estado libre”, se carga con un significado sedicioso explícito. ¿Significa esto que un independentista no pueda seguir manifestando públicamente su opinión en ese contexto de insubordinación donde se ha dado el paso del derecho a disentir a la desobediencia a la ley? Creo que no podemos ser ingenuos y absolver a las opiniones, como si morasen en una arcadia política de absoluta inocencia, cuando la línea ideológica que representan se ha vuelto sediciosa y, por tanto, atentatoria contra la libertad de todos. Un independentista cabal, que seguro que existen, aunque no se les oye, debería reconocer públicamente que a sus líderes se les ha encarcelado no por pensar y opinar libremente, sino por hacerlo sediciosamente en los términos fijados por Spinoza. Y también debería enfriar por un tiempo sus ánimos separatistas porque, en el presente contexto, el independentismo, por propia voluntad, ha sellado una infausta alianza entre la opinión política que representa y la desobediencia a la ley. Tal enfriamiento no implica dejar de ser y sentirse independentista, ni dejar de manifestarse públicamente como tal, pero sí hacerlo con la conciencia política del error cometido y asumiendo el límite infranqueable entre la libertad de opinar y el comportamiento sedicioso.

Spinoza concluye su breve y enjundioso capítulo en unas páginas finales antológicas. Consciente de la proliferación de grupos religiosos dispares en su época, la erección de un “Estado libre” debería garantizar, a juicio del filósofo, el pluralismo y, por encima de todo, evitar que uno de aquellos grupos se adueñase del poder e impusiese su ortodoxia al resto. En tal terrible situación, que acabaría con la neutralidad soberana del Estado y haría de este un mero instrumento de control ideológico, Spinoza advierte tres posibles actitudes, todas ellas expresivas de un estado político corrompido, inseguro y violento. La de los fanáticos que gobiernan y aquellos que los aclaman con sincero entusiasmo, la de la masa de los conformistas e indiferentes que se ocultan tras la máscara de una hipócrita adulación al fanatismo hegemónico y la de los mártires de la libertad que, por plantar cara a los fanáticos, terminan en el cadalso o en el exilio. Lo que el genio de Spinoza entrevió con una lucidez que atraviesa las épocas es que las opiniones sediciosas, cuando forman parte de una ideología que las unifica según principios y convicciones indubitables para sus prosélitos y cuando se desencadenan en un “Estado libre”, lo que buscan es destruir esa forma de Estado y, con ello, la libertad. Es decir, acabar con la autonomía soberana de aquel, garantizadora del pluralismo, e imponer, en el nuevo Estado levantado sobre las cenizas de la libertad, el dominio exclusivo y unilateral de la particular ideología que tales opiniones encarnan.

En el País Vasco, hace no demasiado tiempo, se sabía lo que era vivir en un régimen como el descrito por Spinoza, donde proliferaban los fanáticos, los conformistas e indiferentes y los héroes que, pese a todo, resistían con inusitado coraje jugándose la vida en defensa de la libertad. Fanatismo, indiferencia y heroísmo constituyen actitudes políticas propias de una atmósfera enrarecida que sería el negativo de un “Estado libre” basado en la lealtad, la seguridad y la mutua confianza. El problema del independentismo catalán es que nos está haciendo caer, a cámara lenta, por una pendiente sediciosa que lleva a la destrucción del Estado, de la soberanía y, con ello, de la libertad y la tranquilidad públicas. La enseñanza política de Spinoza consistiría en demostrar que un Estado soberano es la mejor receta para poder ser libres. Y que las opiniones que promueven la insubordinación, en un régimen de libertades e imperio de la ley, contra el poder político establecido en nombre de un poder alternativo no tratarían tanto de refundar el Estado como de poner los medios y recursos políticos de este al servicio de su tiránico proyecto ideológico. Por eso, la respuesta judicial al punto al que ha llegado el independentismo, escudado en la libertad de opinión como si no pudiese haber opiniones sediciosas objeto de sanción penal, pienso que es el último clavo al que cabe aferrarse si se desea “la salvación del Estado”. En concreto, de aquel en que “está permitido que cada uno piense lo que quiera y diga lo que piensa”. Que es un Estado donde se sancionan las opiniones sediciosas precisamente para evitar que el fanatismo ideológico quiebre la soberanía, usurpe el poder político y transforme en delito el hecho de no pensar y opinar como quieren que pensemos y opinemos los nuevos y mesiánicos gobernantes.

 

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Luis Gonzalo Díez (Madrid, 1972) se dedica a la enseñanza y a emborronar más páginas de las debidas. Sus gustos y aficiones son tan convencionales y anodinos que mejor no hablar de ellos. Le interesa, más que la política, el pensamiento político. Y ha encontrado en la literatura el placer de un largo y ensimismado paseo a ninguna parte. Ha publicado "Anatomía del intelectual reaccionario" (2007), "La barbarie de la virtud" (2014) y "El viaje de la impaciencia" (2018).

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