El intento de comprender el funcionamiento de la sociedad, y la consecuente propuesta de herramientas políticas para corregir sus defectos a través del Estado, ha dado lugar a diversas interpretaciones sobre sus orígenes y naturaleza. Una de ellas son las ideologías contractualistas, que usan la metáfora del pacto para describir la sociedad y/o el Estado y para explicar el motivo que llevó a los seres humanos a desplazarse desde la tribu caótica a la ciudad organizada.
Según Thomas Hobbes, el principal motivo fue el anhelo de seguridad, mientras que para John Locke o ciertos integrantes de la Escuela de Salamanca, era más bien la necesidad de regular el instinto que configuró el derecho a la propiedad privada. Algo similar ocurre en el caso de los socialistas utópicos o de Karl Marx, aunque para ellos en un sentido .negativo. Explicaciones más peculiares vinculan el origen de lo político con el juego y la deportividad, en la línea de Johan Huizinga y momentáneamente José Ortega y Gasset, mientras que Johann Jakob Bachofen lo identificó con la defensa de la maternidad y la familia
La importancia de los relatos sobre el origen
Estas y otras explicaciones acuden a la antropología, la arqueología o la historia, definiéndose como científicas. Pero muchas veces son interpretaciones que, antes que presentarnos a la persona como ser racional que puede comprenderlo todo con absoluta certeza, nos la descubre en tanto que ser autopercibido a través de los relatos y las historias. De ahí que lo relevante a la hora de juzgarlas sea comprender el tipo de sociedad que pretenden construir, pues de este objetivo se deriva el “metarrelato” más adecuado para orientar la acción socio-política.
Así, la historia de los orígenes sirve más para describir nuestra concepción del hombre y ayudarnos a caminar hacia el futuro que para explicar objetivamente su presente a través del pasado. En todo caso, existe otra perspectiva que no pone el foco en el Estado o la sociedad a secas, sino en la sociedad civil, y que a pesar de ser poco conocida es muy original y ofrece meditaciones profundas. Esta mirada es la que establece que la bóveda del edificio social tiene su clave en el sacrificio y, más concretamente, en el perdón.
Fue Roger Scruton, filósofo inglés fallecido en 2020, quien desarrolló esta idea en The Uses of Pessimism and the Danger of False Hope (2010). No es el tema esencial del libro, pero sí una conclusión derivada de su interpretación de la naturaleza humana. Precisamente, y en la línea de lo apuntado más arriba, el autor evidencia que las ideas políticas, y la narrativa que las fundamenta, emanan de la concepción del hombre. Él asume como elemento fundamental su carácter imperfecto, dañado por el Pecado Original según la teología cristiana, y de ahí deriva sus interesantes advertencias frente a las falacias a las que conduce el optimismo. Para ilustrarlo añade una reflexión sobre los orígenes de la humanidad, de cómo los imagina en base a su antropología filosófica, y lo hace considerando que el hecho fundamental en la evolución histórica fue el paso del cazador-recolector al granjero propietario de tierras.
En este sentido, el pensamiento de Scruton no representa nada nuevo, pues algo similar se ha planteado muchas veces, desde Friedrich Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), hasta Yuval Noah Harari en Sapiens: de animales a dioses (2011). Lo original en Scruton es que la revolución neolítica –o con más precisión el origen de las ciudades que la acompañó– no es descrita como el fundamento de la desigualdad social o de la existencia del Estado, sino en tanto que requisito para el desarrollo gradual de la sociedad civil.
El paso de la tribu a la ciudad
En base a su teoría, la tribu vivía en una suerte de estado de guerra, en el que había que estar sometido a la autoridad indiscutible del líder para afrontar, como masa unida y sin fisuras, los peligros que acechaban cada día. Sin individualidad ni disenso, y con una actitud mental que él considera “optimista” porque pretende que el ser humano es capaz de controlar toda la existencia y moldearla a su antojo. De este hábito mental se derivan varias falacias –la suma cero, el destino manifestado en un Zeitgeist, la planificación, la agregación, etc.– que distorsionan la realidad e impiden el progreso en tiempos de paz, y sobre cuya refutación trata precisamente el libro.
En cambio, la civitas es el lugar donde los seres humanos no están unidos por la familia o la tribu, sino porque comparten un asentamiento del que emanan obligaciones, y en el que la transacción y el diálogo son necesarios para un día a día en el cual inevitablemente existen conflictos.
La diferencia fundamental entre ambas formas de organización social consiste en que dichos enfrentamientos no se resuelven desde la violencia o la imposición de la voluntad del líder tribal, sino a través de la negociación. Frente a una razón utópica que exige el cumplimiento de proyectos cerrados –un tribalismo que, como forma de pensamiento, emergió de nuevo con los totalitarismos del siglo XX y los populismos del XXI–, la de los vecinos de la ciudad es una “razón colectiva” (“collective rationality”) en la que paulatinamente van aprendiendo a afrontar los problemas conforme van surgiendo.
La cultura del perdón, fundamento de la política
Los ciudadanos configuran con sus hábitos una cultura del perdón (“culture of forgiveness”) que hace posible la convivencia, alzándose como alternativa a la “actitud del Yo” (“I attitude”) y la “actitud del Nosotros” (“We attitude”). La cultura del perdón se caracteriza por emanar de una circunstancia real y no, como la otra, del mundo de las ideas desencarnadas: si los utópicos aspiran a imponer la felicidad por decreto, los orígenes de la civilización asumen que la dicha se construye desde el sacrificio, que para el cristianismo tiene en el perdón su primera manifestación. Así, los usos, las costumbres, la “common law”, los prejuicios (en el sentido que les daba Edmund Burke) y otros frutos del árbol de la civilización, fueron brotando de un suelo de transacciones regado con el perdón. Según Scruton fue tan trascendental su papel en el abandono del estado de naturaleza, que constituye –junto con la ironía– “the long term-gifts of settlement and the spiritual legacy of our European way of life”.
El perdón –el verdadero, que conforme recuerda la teología cristiana implica entre otras cosas arrepentimiento, propósito de enmienda y penitencia– garantiza el equilibrio moral, y su omnipresencia es evidente. No hace falta acudir a ejemplos admirables y casi heroicos –como el que algunas víctimas de ETA han ofrecido a los asesinos de sus familiares o San Juan Pablo II a Ali Agca–, sino fijarse en el día a día. Ocasiones para ser indulgentes se nos presentan en el trato con los vecinos, familiares, compañeros de trabajo, del club deportivo, la iglesia…y demás integrantes de nuestra sociedad.
Creamos o no, con Scruton, que el perdón tiene las cualidades arriba apuntadas, lo cierto es que sin él no existe sino barbarie. Y de ahí que su libro me trajera a la mente unas reflexiones de Hannah Arendt recogidas por Douglas Murray en su bestseller de 2019 The Madness of Crowds (La masa enfurecida, en la traducción española). En un capítulo titulado precisamente “On Forgiveness”, el escritor, también británico, recuerda por qué la filósofa experta en el totalitarismo daba tanta importancia a las consecuencias sociales del perdón. Se basaba en sus meditaciones sobre las acciones humanas, señalando que al estar insertas en una red de relaciones inmensas, no pueden evitar reacciones en cadena de consecuencias inesperadas e imprevistas. Los resultados de cada actuación del hombre son en muchos casos impredecibles y, en todos ellos, irreversibles: la única herramienta frente a la primera característica es la promesa y, ante la segunda, el perdón. O dicho con otras palabras, la unidad de las personas se comienza a construir con una promesa y se mantiene en el tiempo a través del perdón.
Internet, o la hemeroteca de los agravios nunca olvidados
Se trata de una característica que, habiendo existido desde siempre, hoy en día es más que nunca problemática como consecuencia de una de las notas fundamentales de nuestra sociedad: el imperio de internet. Esta red imposibilita algo vinculado con la disposición para perdonar, el olvido, pues todo lo deja registrado para la eternidad, convirtiendo en palabras de Murray al pasado en un rehén para “any achaeologist with a vendetta”.
Internet es una suerte de biblioteca infinita, que cumple a la perfección su cometido de evitar que la información se pierda. Esto en un principio parece una ventaja absoluta, hace que los historiadores pensemos con envidia en quienes estudiarán nuestro presente. Sin embargo, tiene un reverso tenebroso, pues el olvido también importa. Como toda facultad humana, existe por una razón: no olvidamos porque somos imperfectos, sino para lidiar con nuestra imperfección.
En muchas ocasiones el no recordar es una capacidad que posibilita la interacción humana. No me refiero a desterrar de la memoria colectiva hechos históricos o acontecimientos políticos, sino a desarraigar de la mente individual las meteduras de pata, pasados oscuros superados o insultos y ataques lanzados desde el anonimato de internet a los veinte años. Lo que merece ser olvidado –insisto que solamente al pensar en los actos concretos del prójimo– son ciertos testigos de la condición defectuosa pero redimible que nos hace humanos.
Empoderados e inmisericordes: el ciudadano-verdugo de la Aldea Global
En este sentido, Murray también señala que antes los errores personales solamente se recordaban en pequeñas comunidades y círculos, donde normalmente el perdón es más fácil porque es donde se encuentran los amigos y familiares. Mas otra de las consecuencias de la aldea global en la que vivimos es la dificultad de escapar al juicio de los inmisericordes. Cada vez es más complicada una característica que está implícita en el “vivir a la madrileña” de Ayuso, el anonimato de la gran ciudad, como lo es, ahora que conmemoramos el centenario de la fundación de la Legión Española, alistarse en una institución cantando “cada uno será lo que quiera, nada importa su vida anterior”. Todo queda registrado y, según ve con acierto Byung-Chul Han, la aldea global configura un panóptico digital en el que todos somos víctimas y verdugos. A esto hay que añadirle que vivimos en la era de la voluntad de poder, donde el vacío de sentido implica que el ideal humano sea estar “empoderado” y, con ello, se promueva implícitamente al verdugo como arquetipo del siglo XXI.
Esta es otra de las propiedades esenciales de nuestro tiempo, pues parece que el requisito de entrada en el mundo posmoderno es la “autopercepción” como víctima que aspira a acabar con el opresor casi siempre imaginario, y he aquí el gran equívoco: la condición de víctima podría –debería– conducir al perdón, como evidencia la víctima de las víctimas y –si existe la expresión– el perdonador de los perdonadores: Jesucristo. Pero cuando la víctima no ve en el mundo más que una lucha de poder, la indulgencia es imposible. Si acaso, únicamente es factible el perdón estoico de Séneca, muy diferente de la misericordia cristiana, porque tenía como objetivo demostrar la superioridad del hombre no influido por las circunstancias. Esto es, voluntad de poder pura y dura, frente al amor incondicional que pretende convertir al verdugo en hermano, y por tanto, pasarela para la conversión del atacado en atacante. Por esto son especialmente muchos que –siéndolo o no– se autodefinen como oprimidos, los que con más entusiasmo linchan atrincherados desde sus pantallas.
La ruptura de los lazos y el retorno de la barbarie
De esta suerte asistimos en nuestra era al retorno de una barbarie que amenaza con disolver los lazos comunitarios, y esto nos ubica ante la necesidad imperiosa de pensar cómo evitar que los muros de la civitas de desmoronen.
Renan ya decía en su famoso discurso “¿Qué es una nación?” (1882) que si las naciones quieren configurar un proyecto común, es indispensable que olviden acontecimientos de su pasado. Pero hay que ir mucho más allá: el olvido no es suficiente, y aunque lo fuese, hoy en día es impracticable para el Homo digitalis. De ahí la necesidad de reconvertirlo más que nunca en auténtico perdón. Según he tratado de mostrar, no es una debilidad sino el cimiento de la sociedad humana, y como ésta es una comunidad de comunidades, hemos de asumir que, si la imposibilidad del olvido es el problema, la posibilidad del perdón es la solución.
No se trata solamente de actos colectivos como el de la Transición Española –sobre la que precisamente se proyecta desde hace años un revisionismo político que confunde olvido y perdón, además de venganza y justicia–, sino, ante todo, de actos particulares. Scruton nos recuerda que es en el día a día donde se va configurando la sociedad civil, y ahí y no solamente en lo global, se debe actuar.
La alternativa a la barbarie no depende por lo tanto de la política a gran escala, sino del día a día de las personas y sus espacios comunitarios. Es así donde, frente a la abstracción y las teorías totalizadoras, se puede ver en lo concreto un ámbito para poner en práctica esta importante virtud. Sea o no cierta la teoría del filósofo británico sobre los orígenes de la sociedad, lo cierto es que da mucho que pensar, y si acaso el pasado no se ha construido desde la “cultura del perdón” que defiende, el presente postmoderno y sometido a internet nos exige que sea una meta para el futuro.