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El hogar catalán y el castillo español

En Cataluña/Cultura política/España por

El problema catalán ha puesto sobre la mesa una clásica cuestión política que tiene que ver con nuestro entendimiento de qué es una democracia. Montesquieu y Rousseau ilustrarían dicha cuestión de manera paradigmática. Permítanme reconstruir la polémica entre ambos mediante la metáfora del castillo y del hogar. Metáfora que remite a la vida castellana, serena y apacible, de Montesquieu en La Brède y a la vida errante, agitada y desgraciada, de Rousseau. Perseguidor infatigable de un hogar utópico que colmase su yo, fuese el de una república al modo de Esparta o el de un grupo familiar, autónomo y autosuficiente, como el de Clarens.

Un castillo evoca protección, defensa, seguridad. Un hogar, por el contrario, calidez, descanso, emoción. Los fríos y duros muros de un castillo nos protegen de las inciertas amenazas del mundo exterior e, incluso, de las oscuras tentaciones que pueden prender en nuestro corazón y nos llevan a soñar con una existencia extramuros, espontánea, natural y libérrima. Los hábitos familiares del hogar son el cauce de una voluntad libre de servidumbres y ataduras. Estar en casa significa dar rienda suelta a nuestro yo más querido y profundo, quitarnos la máscara del parecer y ser lo que somos rodeados por todo aquello que constituye el círculo de nuestra emotividad más auténtica.

Desde el hogar, desde el fuego reparador que nos adormece al final del día en la grata compañía de nuestros seres amados, los castillos adquieren la silueta de lo impersonal y objetivo. Son piedras amontonadas sin alma ni espíritu, privadas de sentimiento, solemnes testimonios de una razón que piensa en nombre de todos y carece de sensibilidad para lo singular por hablar un lenguaje universal. Los castillos no están cimentados sobre el yo en el sentido más exaltante de la subjetividad, ni apuntan a una comunidad donde esa subjetividad dilucide su reflejo colectivo en términos de voluntad general. No echan sus raíces, a diferencia del hogar, en las mitologías personales y políticas de corte romántico y revolucionario porque su fin es la protección del individuo, pero no su autorrealización.

El aire que recorre los castillos, antes que invitar a la confesión relajada o a la conversación íntima, a la fiesta unánime y gozosa de un nosotros en que se subliman las quimeras del yo, fomenta, con su frialdad formal, una felicidad moderada y austera basada en el autocontrol y en todas aquellas prosaicas actividades que hemos consagrado en la sociedad moderna como emblema de su carácter secularizado: desde el entretenimiento más satisfactorio y anodino hasta las largas jornadas de trabajo y frenesí comercial. Actividades carentes del impulso religioso de las fiestas de la unanimidad, ajenas a la liturgia de los sentimientos políticos, dominadas por el afán de vivir lo mejor posible en compañía de otros que, como nosotros, anhelan lo mismo.

Todo lo que concierne a un castillo tiene que ver con el hecho de procurarnos esa seguridad sin la que no podemos ser libres para vivir sin miedo. Todo lo que concierne a un hogar tiene que ver con el hecho de procurarnos esa autenticidad sin la que no podemos sentirnos libres para edificar una sociedad pura y transparente, trasunto de los impacientes impulsos de nuestro corazón.

Más allá de la seguridad que procuran, los castillos terminan diluyéndose en la frontera donde la vida pública, la política y la democracia entregan el testigo al hogar que nos recompensa de nuestras diarias tribulaciones permitiéndonos disfrutar del calor emocional que surge por debajo de normas seguras y previsibles. Los castillos constituirían el fundamento de los hogares y estos, en su espléndida subjetividad, alentarían lo más valioso e intransferible de lo que somos, las emociones sagradas del vínculo familiar, de la libertad individual, del amor y la amistad. Emociones extrañas a la contextura glacial de los castillos, pero inseparables de la protección que ofrecen a pesar de o, más bien, gracias a su carácter frío, objetivo e impersonal, es decir, legal. Pues, para poder llegar a sentirnos libres, primero tenemos que disfrutar de las condiciones que nos permitan serlo.

¿Libertad-seguridad o libertad-pasión?

Cuando Montesquieu afirma que “la libertad es el derecho de hacer todo lo que permiten las leyes” y que “en una sociedad en la que hay leyes, la libertad no puede consistir más que en poder hacer lo que se debe querer”, trata de persuadirnos de que “la libertad consiste principalmente en no poder ser obligado a hacer algo que no ordena la ley” y de que “si un ciudadano pudiese hacer lo que prohíben (las leyes), dejaría de tener libertad porque los demás tendrían igualmente ese poder”, con lo que todos, roto el contrato fundador de la democracia, habrían regresado al estado de naturaleza, donde el hombre es un lobo para el hombre.

En palabras de Jean Starobinski, Montesquieu acuñó una “libertad-seguridad” que sería el resultado de un Estado bien organizado, capaz de equilibrar las diferentes fuerzas y poderes a fin de garantizar una felicidad tranquila. La felicidad de unos hombres entregados a las prosaicas actividades de la sociedad moderna que buscan su autorrealización no en las reglas del juego político, sino bajo el amparo de las mismas. Depositando tan solo en dichas reglas una expectativa de seguridad y protección de las cuales dependería, en última instancia, la posibilidad de ser libres, pero no el ejercicio concreto y exaltado, subjetivo y auténtico de la libertad.

Este sentimiento de libertad que, posiblemente, constituya lo más gratificante de la vida humana pertenecería a un reducto apolítico que las reglas democráticas asegurarían formal, mas no sustancialmente. Y es que la sustancia misma de la libertad resulta ilegible para la política al arraigar en lo más personal y privativo de las personas.

El castillo de la democracia al modo de Montesquieu parte del principio de que la libertad política solo es posible en un orden legal, que no hay libertad sin ley, sin obediencia a la ley. Rousseau, en cambio, según Starobinski, acuñó una “libertad-pasión” de fuerza palingenésica vinculada con la transparencia de los afectos y la voluntad.

Como consecuencia de ello, la libertad deja de ser el resultado de un orden bien constituido y se transforma en el principio de todo orden. La noción mesurada de equilibrio es sustituida por un poder de impronta subjetiva que halla la razón de su energía en el convencimiento de su propia pureza y benevolencia. Tal fuerza, poder y energía transformarían la democracia mecánica del buen relojero que fue Montesquieu en la democracia vitalista, inspirada y sagrada, de la voluntad general.

La resacralización de lo político

Rousseau, por un acto de magia política, habría transfigurado la subjetividad anhelante de autorrealización en un nosotros hecho de unanimidad. En ambos casos, en la subjetividad y el nosotros, ya no hay lugar para el mecanismo garantizador de una felicidad tranquila pues las formas políticas han permutado en sustancias morales, los procedimientos legales en fines ideológicos que dan testimonio, en su adoración de lo absoluto, de una felicidad exaltada.

La democracia entendida al modo de Rousseau crea un paisaje sin castillos que une los placeres domésticos con la virtud cívica, lo privado con lo público, el sentimiento con la política. La lógica subjetiva y libérrima del hogar irrumpe como una fuerza imparable en la constitución del Estado e inyecta en este los significados ultraterrenos que la modernidad creía haber desplazado con la secularización al ámbito de las conciencias y la privacidad.

Cuando ya no hay castillos y la libertad, de actividad reglada por un equilibrio de fuerzas, se convierte en una fuerza absoluta y regeneradora, la democracia deja de ser un orden legal y pasa a ser un sentimiento purificador del que dependería, azarosamente, la posibilidad misma del orden.

Al extenderse por la sociedad esa mistificación hogareña según la cual no existe ley contra la que no pueda rebelarse un hombre bueno y honesto, incluida la ley de una democracia imperfecta, reformable y mejorable, pero democracia al fin y al cabo, la libertad, en tanto pasión sublime, engendra su némesis como poder. Pues la libertad fuera del castillo, en el paisaje exaltante de una utopía sentimental convertida en faro de la política, no es nada más que el poder hacer lo que no se debe querer, que el poder de obligar a alguien a hacer lo que prohíben las leyes. Poder que, una vez desencadenado, nos aboca a todos al estado de naturaleza pues si la ley ya no vale para algunas almas bellas y estas pueden obligarnos, según su interés y ventaja, a ir contra la ley, ¿por qué habremos de conformarnos nosotros, moradores del castillo, con las disciplinas de este cuando dichas disciplinas han perdido su utilidad fundamental, la de obligarnos a todos por igual?

El problema catalán pivota sobre esta ambigüedad de la democracia. Castillo y hogar son dos metáforas plausibles de la política en el mundo contemporáneo. De un lado, la política prudente de los límites estrictos que garantiza la “libertad-seguridad” del Estado de derecho. De otro, la política entusiasta de la autenticidad que conecta con la “libertad-pasión” de los movimientos antiliberales. Movimientos que, indudablemente, tienen la ventaja de hablar un lenguaje de exaltación frente al cual la apelación a la norma y el límite suena mojigata y meliflua. Esta es la ventaja de quienes, arrastrados por el convencimiento del carácter sagrado de sus opiniones, destruyen los castillos de la democracia en nombre de los altares y los hogares que han de erigirse sobre las parcas cenizas de aquellos.

¿Cómo los muros fríos, objetivos e impersonales de la ley podrán contener la acometida de un subjetivismo desatado al que inspira la quimera política de una libertad absoluta? ¿Cómo oponer a la fiesta democrática de la unanimidad, a las liturgias domésticas de la comunidad la enseñanza cabal de la necesaria e indispensable restricción del sentimiento en política? ¿Cómo preservar una democracia legal en una sociedad dominada por el romanticismo de la plenitud, una sociedad que ha dilucidado, en las profundidades psíquicas y emocionales de la vida hogareña, el horizonte inaplazable de sus sueños políticos?

Si algo explica el éxito del nacionalismo como artefacto ideológico es haber identificado, en los usos y prácticas culturales de la domesticidad, la clave de su insurgencia política contra los pocos familiares y muy extraños poderes establecidos, incluidos los poderes de impolutas credenciales democráticas.

El así denominado procés constituiría un magma donde el tradicionalismo de la lengua y la familia, de la tierra y los muertos formaría un sólido bloque con la actitud insurgente y de protesta. Bloque que compendia en la palabra democracia y en el símbolo urna aquella “libertad-pasión” mediante la cual irrumpe en el espacio público la energía de unas emociones alumbradas en el fuego del hogar y transformadas en un nosotros, en una comunidad para la cual lo que importa es decidir, autodeterminarse y no vivir bajo el amparo de las leyes.

Sobre este procés, algunos postulan que una crisis política no puede resolverse judicialmente. Pero, ¿y si la crisis política es una crisis de lo sagrado? No creo que resulte descabellado suponer que el procés ha reinyectado en la política y la democracia significados religiosos como sacrificio, heroísmo, unanimidad y fe, haciendo de la política y la democracia absolutos morales y despojándolas de su complejidad institucional y formal. Complejidad sin la cual no existe garantía de derechos para quienes se oponen y discrepan de las corrientes religiosas de opinión y de la nefasta espiral de silencio que pueden llegar a alentar las pasiones políticas.

El problema catalán no estribaría, por tanto, en haber reducido un asunto político a uno judicial, sino en la manera de abordar, por medios políticos, una cuestión que ha terminado asumiendo un carácter religioso en la cabeza de mucha gente. Es decir, en cómo afrontar, desde la fría y formal lógica del castillo reivindicada por Montesquieu como la quintaesencia de un gobierno libre, lo que constituye una emanación ideológica de la subjetiva y libérrima lógica del hogar. Enclave sometido antes al imperio del sentimiento que al de la ley en el que Rousseau encontró el estímulo para elaborar su utopía política de la transparencia.

Quizás, el aprendizaje que nos quede por delante sea el de llegar a entender al fin, tras cuarenta años de convivencia en libertad, que la democracia, en primera instancia, no es una oportunidad, sino un límite sin el cual toda oportunidad corre el riesgo de derivar en desmesura, terror y tiranía. Incluidas las oportunidades sentidas como más legítimas, puras e indiscutibles; como más arrasadoramente familiares y hogareñas.

Luis Gonzalo Díez (Madrid, 1972) se dedica a la enseñanza y a emborronar más páginas de las debidas. Sus gustos y aficiones son tan convencionales y anodinos que mejor no hablar de ellos. Le interesa, más que la política, el pensamiento político. Y ha encontrado en la literatura el placer de un largo y ensimismado paseo a ninguna parte. Ha publicado "Anatomía del intelectual reaccionario" (2007), "La barbarie de la virtud" (2014) y "El viaje de la impaciencia" (2018).

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