Escribo estas líneas en la mañana del 28 de abril, es decir, a pocas horas de que España pase de tener un sistema parlamentario tetrapartidista a uno pentapartidista.
Diez años atrás, entre todos creamos una suerte de axioma que determinaba que el bipartidismo era una sistema corrupto y caduco per se. Recuerdo, como si fuera ayer, la ilusión con la que asistí a uno de los primeros actos de UPyD en la plaza de Ópera. Después la crisis se nos abalanzó y surgió el movimiento 15M. Esto ocurrió durante mis primeros años en la Complutense, en un ambiente especialmente politizado. Recuerdo que entre los universitarios se puso de moda el libro ¡Indignaos!, de Stéphane Hessel. En el prólogo de la versión española, José Luis Sampedro mezclaba, sin despeinarse, el nazismo, el apartheid, la segregación racial de EEUU, el 11S, Guantánamo, Palestina, la banca, los ricos, los medios de comunicación y demás males de este mundo para terminar con una arenga a los jóvenes. “Para empezar, ¡INDIGNAOS!”, concluía. Fue una pena que el maestro no diera pistas sobre cómo había que proseguir tras el frenesí de la indignación.
Y así seguimos hasta ahora, asistiendo a la última atomización del parlamento. ¿Podemos decir, entonces, que un pentasistema mejorará nuestra democracia? ¿O todo lo contrario? ¿O algo entremedias? ¿O será que lo que importa no es el tipo de gobierno, sino el buen gobierno?


No ganaría ningún premio al más original, si afirmara que vivimos sumergidos en un clima político envilecido en el que es harto difícil distinguir alguna voz entre tanto griterío. Utilizando el símil de Ortega en Meditaciones del Quijote, nuestra idea del bosque está abocada al delirio, pues no parte de la observación meditada de los árboles, sino de prejuicios voluntaristas. Yo también, desocupado lector, tengo explicaciones, basadas en el sentido común, acerca de cómo hemos podido llegar a esta situación y cómo podemos salir. Tampoco sería el más original si dijera que el porvenir, sin caer en previsiones catastrofistas, no es excesivamente alentador. Una nación sin perspectiva es una nación sin trayectoria.
En vez de fijar mi atención en aquellas opciones políticas que yo considero que más adolecen de perspectiva, lo que no dejaría de ser un mero ejercicio subjetivo, me interesa considerar la situación como un síntoma, que sería, tal es mi hipótesis, nuestra incapacidad para comunicar ideas para emprender la aventura de persuadir, utilizando la bella fórmula de Savater. Uso la definición de síntoma que da la RAE, y que busqué por curiosidad, porque me parece particularmente revelador que apunte a la inminencia y al futuro. Dice así: “Señal o indicio de algo que está sucediendo o va a suceder”. Y aquí es donde yo logro ver una fina rendija de luz.
Vivimos sumergidos en un clima político envilecido en el que es harto difícil distinguir alguna voz entre tanto griterío”.
Como esbocé en el artículo anterior, el pensamiento militante nos condena a hablar lenguajes incomprensibles para los otros. Para ilustrarlo, utilizaré como parábola uno de los episodios más divertidos del Nuevo Testamento (lo digo sin ninguna intención de boutade). Cuando los apóstoles comienzan a dar testimonio de fe en Jerusalén, los fieles “llamados a ser santos”, usando las palabras de Pablo, a pesar de tener orígenes dispares, se empiezan a entender mutuamente, pues empiezan a hablar una misteriosa lengua común. Ante la sorpresa del resto de los allí presentes, que no habla la nueva lengua, Pedro se apresura a explicarles que no es que hayan bebido más de la cuenta: “No es, como vosotros suponéis, que estos estén borrachos, pues es solo la hora tercia” (Hechos 2. 15). Pedro compara indirectamente la militancia de la nueva fe con un estado de embriaguez espontanea que otorga clarividencia. No conozco una articulación mejor de la fantasía que expresa este pasaje, una ideología capaz de sobrepasar las imperfecciones y diversidad del lenguaje humano, que llevan a malentendidos y a divisiones. De manera complementaria, tenemos la fantasía del grupo cohesionado por un lenguaje común inalcanzable para los demás, los que se quedan fuera.
Vuelvo a la consideración de esta situación de borrachera ideológica como síntoma, un indicio, recordemos, de que algo está sucediendo o va a suceder. Debido a nuestra incapacidad de ilación, las conclusiones que podamos extraer de la inminencia de las cosas están predestinadas al error. Por lo tanto, las preguntas que planteaba al principio pueden tener múltiples respuestas y matices, pero todas serán erróneas en el futuro. El filósofo Slavoj Žižek, en El sublime objeto de la ideología, arguye que la verdad siempre emana de un error del pasado, pues los síntomas son rastros sin sentido que cobran significado retroactivamente en un análisis futuro. Esto trae cierto consuelo, pues, no puede haber verdad sin error, y, complementariamente, el error forma parte de esa verdad. Además, quita algo hierro a la gravedad de nuestra actualidad política, ya que el error, en cualquier situación, es inevitable.
Sin embargo, trae asimismo una advertencia: No aceptar los errores del pasado forma parte de la verdad que se nos revelará en el futuro, nos guste o no. Ni siquiera el DeLorean podría salvarnos de nosotros mismos.

