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Disciplina de voto: ¿sí o no?

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La disciplina de voto se ha convertido en un personaje habitual de la política española. La crisis del PSOE y la consecuente Comisión Gestora convirtió la disciplina de voto en un asunto de estado. Una política que se ha convertido en un personaje habitual del escenatio político y que da pie a un debate de estado por su intención de dejar de lado el sentido común del político como sujeto y convertirle en una marioneta del común sentir del partido. Ciudadanos ha sido el último en refrescar el debate al expedientar a dos concejales que otorgaron la alcaldía de Santa Cruz de Tenerife al PSOE. El hecho de que la cúpula general se tire de los pelos escenifica el grado de finura y amplitud con la que se cosifican los acuerdos. Lo que se vota en Santa Cruz influye en Madrid y lo que se pacta en Cáceres se cierra en Logroño. Así es la política de pactos y así lo necesitan los partidos. Una acción que provoca un dilema que va más allá de lo fáctico: ¿es favorable este sistema a la democracia?

Disciplina de voto y mandato

La solución a la cuestión depende de la noción de mandato sobre la que se asiente la relación diputado/senador-elector.

En un contrato de mandato, el mandatario se aviene a celebrar determinados negocios en interés del mandante –el votante en este caso– y exigidos por él.

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Según la doctrina del mandato imperativo, el diputado elegido por sufragio universal se encuentra directamente sometido a sus electores y al programa político que les propusiera en campaña. En los sistemas políticos construidos sobre esta clave se arbitran medidas de control de la actuación de los parlamentarios, y pueden ser sancionados si se apartan de la hoja de ruta marcada. El hombre de Estado se convierte en un instrumento de ejecución de las rígidas instrucciones aprobadas por el grupo que lo apoyó.

El mandato representativo supone la matización de esa relación de dependencia entre el comisario y el elector; se basa en la libertad de acción del elegido, orientada a los intereses no del colectivo determinado que lo hubiera votado, sino de la entera nación. Huelgan por tanto pautas programáticas de obligado cumplimiento, pudiendo corregir el itinerario político a voluntad según su buen entender, de buena fe. Se considera que la flexibilidad del representante es más adecuada para la prosperidad del país.

El mandato parlamentario en España y la posición de los partidos

La Constitución del 78, en su artículo 67.2, prohíbe el mandato imperativo (“Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo“). La Transición española apostó por la autonomía del parlamentario y por la erección, no de las Cámaras en conjunto sino de cada uno de sus constituyentes, como representantes de la totalidad del pueblo español.

Ahora bien, como en la inmensa mayoría de las democracias occidentales contemporáneas, en España entran en juego los partidos políticos: asociaciones privilegiadas por el Texto Fundamental, a quienes atribuye la importante función de concurrir “a la formación y manifestación de la voluntad popular” y ser “instrumento fundamental para la participación política” (art. 6). Derecho este de participación –de la categoría de fundamental– así enunciado en el artículo 23.1: “los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal“.

De alguna manera se delega la representatividad del pueblo no solo en el parlamentario sino en el partido político, aunque salvando siempre la inmediatez entre los elegidos y los electores (“los representantes elegidos lo son de los ciudadanos y no de los partidos“, STC 5/1983).

Llegados a este punto, presentado este triángulo político “pueblo-partido-parlamentario”, resultaron demasiado fáciles la difuminación del vínculo representante-representado y la introducción de este cariz en la relación entre ciudadanía y partidos; por tanto, la superioridad jerárquica del partido sobre el diputado o senador. En los términos ya introducidos: paulatinamente se diluye la relación directa de las Cortes con los ciudadanos, se sustituye a los diputados por los partidos como representantes del pueblo y se resucita el mandato imperativo entre estos y sus miembros. Una situación anómala para nuestro Alto Tribunal, que en la sentencia ya referida matiza la posición de estos colectivos políticos y reafirma la de los elegidos por sufragio universal, fallando la incapacidad de los partidos de removerlos de sus cargos públicos.

La soberanía del pueblo este la confía al hombre, no al partido.

A mi parecer, esta intención choca frontalmente contra elementos ampliamente validados, como las listas electorales cerradas y bloqueadas o las sanciones sobre los partidarios que contradigan la voluntad del colectivo. Se limita así gravemente la capacidad electoral de los ciudadanos –pues se limita la libertad de sus mandatarios– y el significado de los escaños. Diríase que, contra la doctrina del Tribunal Constitucional, son los partidos y no las personas los elegidos, ellos los representantes, ellos los que actúan según su buena fe por los intereses de la nación. Y que diputados y senadores son sus instrumentos.

La coherencia del sistema, la consecución de una democracia efectiva, pasa por una reforma necesaria. Si se opta por la disciplina de voto, por una suerte de jerarquización de la vida política –de dominio del partido sobre el miembro–, son obligados ciertos requisitos: por un lado, la efectividad del artículo 6 de la Constitución, que exige respecto de los partidos que su estructura interna y funcionamiento” sean democráticos, realidad extremadamente dudosa. Solo de esta manera proseguiría el acento sobre los parlamentarios elegidos, aunque su voluntad apareciese institucionalizada en la de los partidos. Debe haber existido un debate previo libre. Por otro lado, es altamente conveniente a la democracia que las listas electorales sean modificables por el elector; el partido debe “concurrir a la formación de la voluntad popular“, no decidirla.

El partido debe ser la autoorganización de sus miembros en posición de igualdad, no un ente ajeno con capacidad de someterlos.

Si por el contrario se prefiere no modificar estos extremos, ¿cómo se puede permitir la disciplina de voto y apellidar al Estado español “democrático de Derecho“? ¿Puede hablarse de democracia de partidos sin partidos democráticos?

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(@ChemaMedRiv) (Chema en Facebook) Grados en Filosofía y en Derecho; a un año de acabar el grado en Teología. Muy aficionado a la buena literatura (esa que se escribe con mayúscula). Me encanta escribir. Culé incorregible. Español.

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