Una de las características aparentes del pensamiento posmoderno en relación al tema de los valores es la aparente negación de éstos, o al menos de su validez universal.
Decimos aparente porque en realidad los valores, como predican algunos de la materia, ni se crean ni se destruyen, solo se transforman, aunque sea en disvalores. Y es que no puede haber teoría alguna, ni ausencia de ésta, sin referentes que pretendan llegar a ser comunmente aceptados, del mismo modo que, respecto de la religión, nos anunció Chesterton que la descreencia en Dios deriva en creencia en “cualquier cosa”. En realidad nuestro mundo precisa, como cualquier otro, de los tan manidos valores, y de hecho tira de ellos, adaptándolos a los usos y maneras que al momento convienen.
El relativismo moral de nuestros tiempos (nada nuevo bajo el sol, ya hubo sofistas muchos siglos antes de que el primer europeo fumara tabaco en pipa) deviene por fuerza (o más bien en origen) en la imposibilidad de sujetar la voluntad del individuo con referencias éticas externas a éste. Auctoritas y potestas se funden en el hombre posmoderno, que, negando la primigenia división de poderes, actúa de acuerdo a las normas que él mismo ha determinado válidas. No por casualidad las normas seleccionadas vienen a coincidir con los intereses particulares del sujeto en cuestión en un momento dado. De modo tan brillante, libertad de obra y de pensamiento se combinan la perfección en la tarea de emancipar a ese nuevo hombre de sus tradicionales ataduras.
El problema comienza cuando esta laxitud ética de cada individuo ha de combinarse para llevar el comportamiento individual al, nos guste o no, necesario ámbito colectivo o social. En este caso, la suma de veleidades particulares, lejos de implicar libertad para todos, ha de suponer por fuerza que los planes de unos se impongan a los de otros, generalmente los de unos pocos a la mayoría. Para que dicha imposición resulte efectiva y no implique violencias innecesarias, se precisa que unos deseos particulares se adapten “voluntariamente” a otros. Y ahí entran en juego los valores. Pero no los valores tradicionales, que trataban de encorsetar la voluntad particular a principios previamente establecidos, sino otros mucho más maleables y adaptables a cada situación y necesidad.
Uno de los que mejor viene a mano a lo hora de tratar de realizar la hercúlea tarea de dirigir hacia un fin de común un entresijo de innumerables deseos, ideas y acciones aparentemente descoordinadas es el consenso. La RAE define consenso como “acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un grupo o entre varios grupos”. Lo lógico es pensar que se llega a ese acuerdo mediante un proceso de discusión en el que los distintos miembros del grupo dilucidan un asunto particular aplicando al mismo criterios o leyes generales comúnmente aceptadas. Es decir, se parte de un disenso a priori para alcanzar un consenso a posteriori, normalmente mediante la cesión por una o varias partes de algunas de sus exigencias iniciales. A modo de ejemplo, se podría decir que sucedió de este modo en los famosos Pactos de la Moncloa, cada vez más lejanos en el tiempo y en el espíritu, que antes se consideraban dignos de admiración internacional y orgullo patrio. Las partes cedieron, se supone, para llegar a un mínimo común denominador aceptable por todos.
Hoy en día, huérfanos de criterios o leyes comúnmente aceptadas, resulta difícil recorrer un proceso así. El consenso posmoderno es pues de naturaleza muy diferente.
Al igual que hicieran los teólogos protestantes del XVII con el tema de la justificación, los nuevos profetas del consenso han invertido los términos, dándole a éste un sentido apriorístico que elude el proceso necesario para su efectiva realización. Ahora el consenso es el punto de partida, no la meta final. Se trata, digámoslo así, de un “consenso desde arriba”, en lugar del anterior consenso “de abajo a arriba”. Ahora el consenso ha pasado de ser una afortunada situación de hecho, una feliz coincidencia que a todos agrada, a ser un presupuesto apriorístico, que aconseja castigos para los infelices aguafiestas que se atrevan a oponerse a él. Una vez que la música del consenso está en marcha, puesto que a todos parece hacer felices y parece incluso hacer posible y hasta agradable la vida en comunidad, a ver quién es el valiente que se atreve a la dar una nota disonante.
En el país del consenso, el niño que grita “el Rey está desnudo” es carne de gulag. Pero no de un gulag cualquiera, sino de uno muy especial situado en esa inhóspita Siberia interior de la autocensura. Y es que no hay peor opresión que la de las espirales del silencio autoimpuesto, en el que preso y carcelero se confunden en la misma persona.
Así es la idea del consenso como valor que va calando poco a poco en nuestras sociedades. “Vivirás tiempos interesantes”, dice el augurio chino. La gracia del asunto es que se trata de una maldición.