Recuerdo que una vez en el colegio un profesor, no recuerdo de qué asignatura, me preguntó a quemarropa: “¿tú cuál crees que ha sido el mejor invento de la Historia?“. No me detuve a pensar un solo momento acerca de la cuestión, convencido como estaba entonces de que la sabiduría consiste en haber reflexionado sobre todas las cuestiones –y haber obtenido respuestas– en un tiempo ignoto pero siempre anterior al de la inquisición de terceros. Contesté altaneramente que el candidato perfecto había de ser el coche.
El profesor había estado aguardando con cierta curiosidad mi resolución, como si intuyera que había de sorprenderle, y cuando me escuchó hizo una mueca de aceptabilidad y resignación y se marchó.
En el mismo momento de pronunciar mi respuesta, con esa “ch” cochambrosa que para colmo llevo en mi nombre, experimenté ya la sordidez de mi elección. Aún más cuando comprobé la gran distancia mediante entre el efecto deseado y el producido en mi interrogador. Profundamente decepcionado conmigo mismo –esa intensidad con que los críos vivíamos cualquier nimiedad– me pasé el día entero barruntando la solución perfecta, opinión que aún no he mudado, y en la siguiente clase me acerqué ávido a la gran Mesa sobre la tarima, el trono del regidor, y casi grito: “¡el lenguaje…!“, con cierto orgullo. Y el profesor, solo asombrado de mi osadía, dijo algo así como: “muy bien; venga, a tu sitio o te pongo un negativo”.
Hasta donde podía penetrar mi incipiente intelecto, concluí que no solo el lenguaje era el fundamento de prácticamente la totalidad de las invenciones técnicas, sino la condictio sine qua non del progreso científico y especulativo, la única vía de experiencia personal –de contacto veraz con el otro– y para muchos de los mortales y junto con la escritura, el mejor acceso a la realidad del mundo y del propio ser humano.
Sobre todo este último aspecto me asombraba. La Gran Tradición desde los poetas grecolatinos, pasando por la escolástica medieval y hasta la generación de nuestros padres; todo accesible en un puñado de caracteres.
¡Lenguaje…! ¿Para qué…?
Llevo algo más de un mes sin escribir una sola palabra. Estoy atravesando algo parecido a una “crisis escriturística”, que recurre cada cierto periodo de tiempo.
Hay pocos empleos que aborrezca más que el de un columnista de opinión. Es magnífico durante unos meses, pero cuando uno ha dicho ya todo lo que le brotaba de la inquietud del alma pierde toda gracia y aún se convierte en un monstruo relativizador. Queda repetir esbozos pasados, reeditarlos en forma de desdeñoso escupitajo o bien hablar de bagatelas intrascendentes y estupideces artificiales, con tal de permanecer en el puesto y de generar lecturas –tan pobres lecturas–. Se pasa de abrazar al maestro, sea Aristóteles o Schopenhauer, a prostituirse con un trending topic. Y lo peor es que funciona mejor, valga la antítesis, con tal de bautizar la podredumbre con originalidad.
“España se ha dividido entre los que han visto la cobra de Bisbal a Chenoa y los que no“; cuánta razón ha tenido Papel, de ElMundo.es, en esta oración. Qué oración tan triste.
Lo bueno que tiene Democresía, y disculpen ustedes lo de echarle flores, es que aquí el articulista se aviene a escribir con calidad sobre algo trascendente, esencial. O sobre chorradas de campeonato –siempre he visto así la prensa deportiva, y eso que soy futbolero a más no poder, e incluso árbitro–, pero no por la materia sino por la novedosa forma; una perspectiva humanística y constructiva sobre lo estúpido y vacuo, que transforme la insignificancia en una riqueza diversa e innovadora.
Lo de bueno de Democresía es que solo habla quien tiene algo que decir.
¡Con cuánto empeño escribía…! Arramblaba con esa idea que me quitaba el sueño, ese elogio de los hombres o esa crítica social, y la escribía lo mejor que podía –ojalá pudiera mayor mejor–. Y cuántas vueltas le di a cada uno de mis artículos; de algunos todavía me enorgullezco. Y mientras algunos me leyeran… En mi anterior blog cinco me bastaban; y mientras a algunos una mínima sugestión aportara, me sabía realizado.
A mí me han cambiado tantas lecturas, también de prensa digital en la era de la basura electrónica. “Soy los libros que leo“, se lee en Facebook de vez en cuando; pues es cierto, en mí se cumple. ¡Cuántas gracias he dado por Aristóteles, por santo Tomás de Aquino –me perdonen–, por Gabriel y Galán, por Unamuno, por Miguel Hernández…! Porque soy ellos en gran parte. Porque son mis amigos, y en sus textos he crecido. Me he visto; me he hecho ellos; me han enseñado, he aprendido a valorar tantos tesoros que anteriormente desdeñara. Hasta ayer por la noche con una Carta de las de Cadalso, y poco antes con un artículo de Pérez-Reverte (llamándonos imbéciles en el titular, como acostumbra y reconozco que me ha llegado a gustar).
Pero no sé, señores, si la gente como yo abunda. En mi espacio muestral social, contaría con los dedos de las manos, y como mucho con los de los pies, los amigos que sé que leen preguntando y escuchando. Los triplican aquellos de quienes sé con seguridad que leen especies de pasatiempo, y eso respecto a los que leen. Son la gran mayoría, desde mi visión pesimista, quienes han escuchado las palabras más fuertes y más cargadas y han sobrevivido; no han muerto para renacer a una vida nueva.
Antes buscaba la Palabra, el Término, el Vocablo radical, capaz de inundar de verdad el oído de un hombre; con el poder de mudar una vida y madurar a las personas, como me hubiera ocurrido a mí antes cuando otros la pronunciaran sobre mí. ¿Pero qué puedo decir, si se les ha dicho “verdad” y “amor” y no se han interesado ni han deseado; si se ha dicho “Dios” y no se han asombrado, “Nada” y no se han aterrorizado?
¿Sirve para algo escribir en Democresía? ¿Aprovechan a la sociedad revistas como esta…?
¿Puede considerarse valioso lo que quizá jamás sea valorado por su destinatario? ¿Qué sentido tendrá la Palabra, si el oyente no la escucha…?