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Capitalismo, comunismo y zombis

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Cualquier habitante del planeta Tierra que no haya estado hibernando en el último par de lustros puede dar fe de la difusión e intensidad que ha alcanzado el fenómeno zombi. Proliferan sin cesar todo tipo de productos y, sobre todo, subproductos (series, videojuegos, películas, algún que otro libro y hasta juegos de aventura en vivo) en relación a estos cada vez menos inquietantes y ya casi familiares personajes de ficción.

Lo de los zombis es algo más que una moda pasajera, como la de los dinosaurios, y parecen haber venido para quedarse una buena temporada. Estos muertos vivientes, cuyas normas de funcionamiento se han hecho populares al pasar casi intactas de una producción a otra, gozan de una extraordinaria vitalidad.

Ahora bien, ¿contienen estas producciones de ficción alguna clave para comprender mejor la visión del hombre actual sobre la sociedad y la economía? La pregunta es lo suficientemente absurda como para merecer una respuesta.

La primera película sobre el tema que uno alcanza a recordar no tiene absolutamente nada que ver con las actuales.  Se trata de “Yo anduve con un zombi” (1943), del siempre infravalorado Jacques Tourneur. En esta película, una extrañamente deliciosa combinación de expresionismo visual y valores católicos, los zombis son víctimas tanto del vudú como de las pequeñas pero turbulentas pasiones humanas. La enfermera Connell (Frances Dee) llega para cuidar a la mujer de un plantador caribeño, aquejada de una extraña enfermedad. Se enamora del marido pero pronto enseñará a todos que el verdadero amor es incompatible con el egoísmo (“Le amaba y sabía que él aún quería a su mujer, pero no por eso dejé de amarle y me propuse devolvérsela tal y como había sido antes. Quería hacerle feliz”).

Fotograma de Yo anduve con un zombie (1943)

Es la pureza de corazón lo que confiere al héroe, en este caso a la heroína, verdadero poder para cambiar las cosas. La redención se alcanza, como también descubrió nuestro Segismundo, príncipe de Polonia, mediante el recto ejercicio de nuestra libertad moral, frente a todos los horrores que esconde una vida que es tan misteriosa como bella.

Como es bien sabido, la filmografía sobre zombis acabó tomando caminos muy diferentes. El zombi de las producciones de ficción actuales, un ministro del apocalipsis de desagradables costumbres alimenticias, se debe en origen al director estadounidense George A. Romero y su primera película “La noche de los muertos vivientes” (1968).

La noche de los muertos vivientes (1968)

También le debemos a Romero la demostración práctica de un principio fundamental para entender el devenir de la economía: que la disponibilidad de más recursos no implica necesariamente un resultado mejor.

Realizó su primera película con el presupuesto de un anuncio de tv y, una vez lograda la fama y el añorado dinero, nunca volvió a alcanzar un nivel similar de originalidad o repercusión. Sus zombis se alejan radicalmente de los del vudú caribeño, con los que prácticamente solo comparten su condición de molestos e inoportunos resucitados. Si las víctimas de la brujería africana resultaban apáticas y lentas de movimientos hasta un nivel que les convertía casi en inofensivos, los zombis apocalípticos de Romero son agresivos hasta aburrir.

El origen de estas criaturas queda voluntariamente en el aire, como si las preguntas sobre las causas últimas no fuesen importantes. Lo único que está claro, desde el punto de vista del espectador, es que de repente todo el mundo se empeña en comerse tu cerebro y no te puedes fiar de los que tienes al lado, incluidos (o mejor dicho, especialmente) amigos y familiares.

La visión de un escenario epidemiológico-apocalíptico en el que las personas tratan de sobrevivir desesperadamente a una especie de plaga que conquista y transforma rápidamente a todo el mundo, tiene su origen en el cine de ciencia ficción norteamericano de los años 50.

 

La alegoría zombi

Particularmente influyente resultó “La invasión de los ladrones de cuerpos” (1956) de Don Siegel. En plena Guerra Fría, el planeta rojo se dispone a conquistar el mundo convirtiendo a cada persona en un acólito del nuevo régimen por un curioso sistema (¿quién no mira cada noche debajo de su cama por si han dejado una vaina?). La alegoría sobre el comunismo estaba meridianamente clara. Los protagonistas luchan por no acabar convertidos en fríos y lobotomizados servidores del Estado. Lo más inquietante del invasor marciano (como del zombi) es que se trata de alguien cercano, un vecino o ser querido (difícilmente ambas cosas a la vez) que se convierte de pronto en tu peor enemigo.

Cuando todo tu pueblo se vuelve comunista (La invasión de los ladrones de cuerpos – 1956)

Posteriores producciones del subgénero zombi han seguido el camino marcado por George A. Romero. En casi todos los casos, se trata de una generosa ración de individualismo extremo servido en post-moderna bandeja. La “aventura” de los protagonistas suele consistir en una lucha desesperada por la mera supervivencia. Las cualidades que garantizan el éxito en dicha empresa no suelen ser precisamente de tipo moral (no en pocas ocasiones cualidades de este tipo son presentadas como una debilidad, que conduce directamente al hoyo a quien trata ingenuamente de ejercitarlas). Los héroes tan solo medran si son buenos manejando el fusil de asalto, que viene a sustituir a la espada del Aquiles pagano.

No pocas veces se ha querido ver en este planteamiento contemporáneo de la cuestión zombi una alegoría contra el capitalismo. Internet está plagado de artículos que esgrimen con entusiasmo tan bizarro argumento. En verdad, Internet está plagado de todo tipo de rarezas, haciendo buena la frase de Rafael el Gallo cuando le presentaron a Ortega, y el presente y modesto texto que con tanta generosidad ustedes están leyendo no aspira a ser ninguna excepción.

Los partidarios del zombi anticapitalista que proliferan por la red vienen a argumentar algo muy parecido a lo que el cine fantástico norteamericano de los años 50 pretendía mostrar sobre el amenazante colectivismo de la URSS. En líneas generales, se viene a decir que el sistema (el capitalismo para unos y el comunismo para otros) deshumaniza a las personas, convirtiéndolas en meros agentes económicos, estandarizando tanto sus posibilidades de consumo como sus vidas, que pasan a quedar supeditadas a un plan pergeñado por personas poderosas y perversas.

 

Capitalismo y comunismo se sustancian en un materialismo extremo que convierte las relaciones en lazos de interés.

 

No suena mal, y, tal como van las cosas, es posible que unos y otros tengan algo de razón entre tanto delirio por buscar alegorías sociales en productos de entretenimiento. Al fin y al cabo ambos sistemas, capitalismo y comunismo, se sustancian en un materialismo extremo que ha ido convirtiendo las viejas relaciones sociales en meros lazos de interés.

Más interesante que la habilidad metafórica de los autores dedicados en cuerpo, alma y bolsillo al cultivo del muerto viviente y lo que pretenden decirnos, de manera más o menos explícita, en el caso de aquellos que realmente pretendan decir algo, es la visión del mundo y del ser humano que sus productos dejan entrever.

Esta suerte de arqueología filosófica resulta muy útil para tratar de comprender elementos fundamentales de la mentalidad y la cultura moderna y postmoderna. Para este tipo de ejercicio, tan importante como fijarse en los protagonistas, sus cualidades y supuestos valores, es el hacerlo en el decorado.

El escenario de pandemia zombi que se nos suele representar bien puede ser un reflejo, voluntario o no, de una suerte de sociedad invertebrada y descompuesta, corrompida por dentro como la carne de los pertinaces muertos vivientes. Esta descomposición se debe principalmente a la imposibilidad de sostener unos valores compartidos que permitan anteponer el bien común a la voluntad y el egoísmo de cada individuo.

 

El escenario de pandemia zombi es siempre el de una sociedad invertebrada, descompuesta y corrompida por la imposibilidad de sostener unos valores compartidos.

 

Mucho se ha hablado y se habla de valores en relación a la participación del individuo en la sociedad, pero solemos olvidar que éstos no son una simple lista de obligaciones y derechos ni, precisamente por eso, tampoco pueden sustentarse en el aire. Los tan manidos valores tienen su origen en una concepción particular de la existencia y del mundo, y descansan sobre ella. Los de Occidente, ya globalizados, tienen su origen en el cristianismo.

Max Weber nos enseñó que el ethos puede sobrevivir durante un tiempo aunque las creencias de tipo religioso que le dieron origen vayan apagándose. La pregunta clave es ¿por cuánto tiempo? La sociedad, como la familia, se construye sobre el esfuerzo generoso de todos en beneficio de los que hoy son más débiles. El individualismo extremo y el constante cálculo sobre cómo minimizar lo que aporto y maximizar lo que recibo de ese saco común no parecen bases sólidas para la pervivencia del tipo de relaciones sociales que hacen que la economía, mal que bien, funcione.

Tan solo la supeditación de los deseos de nuestra voluntad a normas externas bien arraigadas sobre valores trascendentes nos lleva a una participación positiva en la sociedad y en la economía. Y aquí, como en “La vida es sueño”, poco importa que hablemos de fantasía o de realidad. Como intuyó Calderón desde el minuto cero, la duda cartesiana poco afecta a la cuestión moral de fondo y se debe hacer todo el bien posible tanto si vivimos como si soñamos. La ficción refleja lo que somos tanto como la realidad. Y los zombis no dicen nada bueno de nosotros.

Licenciado en CC. Económicas por la Universidad de Alicante y estudiante del Máster en Humanidades por la Universidad Francisco de Vitoria. Trabaja como economista en la Administración Pública.

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