Hoy, 9 de julio de 2016, se celebra en Argentina el bicentenario de la declaración de la Independencia. Esta declaración supuso un hito en el proceso de consolidación del Estado argentino, que comenzó ya en la revolución de Mayo de 1810 y se extiende hasta la promulgación de la Constitución en 1853. Revolución, Independencia y Constitución en un período largo de tiempo, que anuncia ya la complejidad característica del tejido de voluntades que intervinieron en este proceso de ruptura con España.
Un día como hoy quisiera reflexionar sobre una cuestión que me pesa, cuestión que podría expresar en dos preguntas: ¿En qué se apoya un pueblo para reclamar su identidad como pueblo? ¿De qué forma nos incluye a nosotros para que podamos hablar de nuestra gente? Preguntas me vienen rondando desde que mi mujer y yo tomamos la decisión de volver a la Argentina después de 11 años viviendo en España. Como muchos de mis compatriotas argentinos lo que decidió mi salida del país fue una crisis, aunque no la del corralito, sino una precisamente identitaria, esas que llegan a los veinte años y nunca se van del todo.
La identidad se alcanza en el tiempo, entendiendo por ella no sólo todos los agentes incontrolables que nos definen (el humus del lenguaje, el tiempo histórico, la geografía, etc.) sino aquella conquista de sí mismo a partir de la memoria y la asunción responsable de los actos que realizamos. Kierkegaard explica esto muy bien: la vida se comprende para atrás pero se vive para adelante. En ese equilibrio entre el atrás y el adelante se sitúa la identidad. Quién soy empieza a traslucirse en el de dónde vengo y a dónde voy.
¿Cómo se traslada la problemática identitaria de lo personal a lo nacional? La historia argentina no se limita al siglo XIX y su proceso constituyente; el siglo XX y la marea de inmigrantes llegados de todos los rincones de Europa, esa rápida asimilación e intercambio de símbolos, tradiciones y costumbres fueron expandiendo la memoria y el imaginario del pueblo argentino, el pueblo del millón de apellidos y las dobles nacionalidades.
Volvernos a mirar en el espejo de la identidad colectiva resulta hoy, más que nunca, una tarea urgente. Si miramos rápidamente el panorama político internacional (nacionalismos, populismos, terrorismos, Brexit, Donald Trump, Occidente y el Islam) podemos llegar a un estado sorprendente de perplejidad: conviven el hastío de lo etéreo y la violencia de la rigidez.
El espejo de la identidad colectiva está empañado, la pregunta que sobrevuela en los países desarrollados se expresa en un grito preñado de angustia: ¿Quiénes somos? No tener suelo identitario en la época de las tasas negativas de natalidad y la pérdida de vigor en las relaciones familiares, es estar flotando en una insoportable ignorancia existencial, es no pisar la tierra ni ver las estrellas. De ahí que el movimiento brusco sea la radicalización de nuestras afirmaciones políticas, el auge de los nacionalismos y los populismos que se definen negativamente a base de contraposición: nosotros contra los otros, nosotros o ellos.
Lo que explica en parte los movimientos ansiosos de los pueblos europeos, también afecta a otros pueblos como el argentino, que ha vivido los últimos 10 años bajo la dialéctica del “nosotros contra ellos”, irresponsablemente alimentada por el discurso de algunos políticos. ¿Quiénes somos los argentinos? Tenemos iconos, ídolos, un exceso de psicoanalistas y dulce de leche o como dice la Bersuit, “la argentinidad al palo”. No es suficiente. No podemos limitar nuestro proyecto común como pueblo a los partidos de fútbol ganados, ni al conjunto de elementos que integran la marca argentina. La pregunta fuerte que tenemos que responder es ¿qué amor profundo nos une? Para responder a ella, contamos con la ayuda de nuestra cultura y sus mitos, de la poesía gauchesca, de Borges, Mercedes Sosa, Alfonsina, Martín Fierro… Pero no olvidemos que estamos ante una pregunta que tenemos que responder(nos) personalmente, asumiendo la carga ética que contiene la pregunta y que amenaza con llevarnos hacia horizontes que tal vez no alcanzamos a ver todavía.
Volvemos a Argentina porque hace seis meses nació nuestra primera hija. Porque aún sin comprenderlo del todo, no nos parece baladí el arraigo. Simone Weil apunta precisamente a esta necesidad olvidada:
“Cada ser humano tiene necesidad de múltiples raíces. Tiene necesidad de recibir la casi totalidad de su vida moral, intelectual, espiritual por mediación de los ambientes de los que forma parte naturalmente”.
Dentro de ese ambiente natural está la familia y esa misteriosa vinculación de la sangre. La sangre que llama, que llama con los ecos del campo, de esa tierra querida que me sigue reclamando, que me exige ser reconocida. Porque también la pequeña comunidad familiar está arraigada en una comunidad mayor, y no puede existir sin ella. Reconocerla y amarla es la tarea que me llevo, volviendo la mirada sobre su pasado y abrazando con fuerza su futuro.