Revista de actualidad, cultura y pensamiento

Solo quien ama canta

En Antropología filosófica por

Buscando mis amores,

iré por esos montes y riberas;

ni cogeré las flores,

ni temeré las fieras,

y pasaré  los fuertes y fronteras.

San Juan de la Cruz

En Solo quien ama canta encontramos una serie de deliciosos textos de Joseph Pieper sobre las andaduras terrenales del hombre en torno al trabajo, el ocio y las artes en general y la música y la escultura en particular. ¿Para qué trabajamos?, se pregunta Pieper, y responde siguiendo a Aristóteles: para poder tener ocio. El trabajo ha absorbido el tiempo y el esfuerzo de los hombres, en un régimen de «estado totalitario de trabajo» y el Arte parece asomarse como la hierba entre los adoquines de una acera en tiempos estériles, donde nos preguntamos para qué sirven los poetas, como reza el canto de Hölderlin.

Cada vez que celebramos nuestro cumpleaños, que conmemoramos nuestro alumbramiento en compañía de amigos y familiares, estamos sosteniendo, consciente o inconscientemente, que nuestra vida es algo bueno, que nuestra llegada al mundo es tan valiosa que merece la pena conmemorarla cada año. Parecería un tanto absurdo que una persona celebrase cada año que la Tierra ha culminado de nuevo otro movimiento de traslación.

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Una fiesta es esto. Es contemplación, reconocimiento del bien. Celebrar la existencia parte de que todo es bueno por naturaleza. Una llamada fiesta de cumpleaños jamás podrá serlo si, consciente o inconscientemente, no hay nada que celebrar. Será una excusa más o menos sólida para reunir al personal para pasar el rato. Pero no será propiamente una fiesta, porque no hay nada que festejar. Su resolución será necesariamente insatisfactoria, trágica, otro fenómeno más de la angustia en que se hallan sumidos los sujetos suspendidos en el vacío sideral. Para celebrar hay que amar. «Es en este punto donde se hace evidente la intrincada conexión entre las bellas artes y la fiesta: ambas se fundamentan en la amorosa aceptación del mundo y de la existencia humana.»

Pieper nos recuerda en su obra la persistencia de la tradición occidental, cuyo arte más valioso no se ha fundado bajo los criterios de élites pseudoculturales, sino que han emergido naturalmente de hombres reconocedores e imitadores de la belleza con que fue creada el mundo. Un ejemplo de esa persistencia es la de los patronazgos. En su mayoría se han tornado en puentes, en días libres, y entre la juventud –y la juventud dilatada– en coartadas para ingestas colectivas de alcohol, porque son fiestas huérfanas.

Es realmente sorprendente que bajo el nombre de los santos y de las advocaciones marianas todavía se pretenda mantener un día festivo.

Hace poco celebrábamos la solemnidad de Todos los Santos, en poco más de un mes celebraremos la Navidad, la Natividad, el Nacimiento de Jesús. Pareciera como si los calendarios administrativos, por algún motivo extraño, persistieran en remendar la apostasía, como si los días internacionales de nosequé, a la sombra de las fiestas tradicionales, demostrasen no ser nada más que nimiedades incapaces de cohesionar al aglomerado socializado ni por la fuerza de su promoción mediática. El día 9 de noviembre es festivo en Madrid, pero no es festivo: paradojas de nuestro tiempo.

Nos encontramos sometidos a un estado de agitación continua de estímulos materiales y simbólicos, y –dice Pieper– ya no sabemos mirar.

Frente a esto, cabe «el ayuno y la abstinencia a través del cual podemos intentar mantener a distancia el “ruido visual” de las vanidades cotidianas», pero es todavía más interesante y determinante «ser uno mismo activo en la creación artística, produciendo formas y figuras para que el ojo pueda contemplarlas», es decir, mediante la contemplación y aceptación de la realidad y la apertura, el ojo del artista descubre un rincón propio, un matiz, «una nueva vista para aquello que previamente se pasaba por alto», «el artista se capacita para percibir con ojos nuevos la abundante riqueza de toda realidad visible.»

Hoy día la música es un vivo testimonio de ello, y digno de considerar en tanto en cuanto que influencia crucial en la modelación del ethos. Música, por otro lado, que es expresión de la decadencia, «una parodia desesperada de la creación». Este ruido también es el frenesí de la inmediatez y de la constancia digital, de la retransmisión de la apariencia, que puede traducirse –a pesar de la indudable utilidad de la técnica– en la ruptura con los tiempos naturales, para exigir a la comunicación interpersonal esa velocidad, como si de comida rápida se tratase. Nos encontramos con corazones llenos como un vertedero, consumiendo música como un medio de evasión, del mundo y de nosotros mismos, perdiendo la posibilidad de descubrir que la «música es capaz de abrir un sendero en el reino del silencio.»

El artista es el encargado de custodiar y a la vez descubrir ese rescoldo, esa lumbre encendida que nos remite a la esperanza y al Bien. El verdadero artista, como las Musas, logra que aquellos que contemplan su obra puedan «hacer memoria de su propio recuerdo de los arquetipos primordiales», ya que «el arte que surge de la contemplación no pretende tanto copiar la realidad como más bien aprehender los arquetipos de todo aquello que es. Un arte así no desea representar aquello que ya todo el mundo ve, sino más bien hacer visible aquello que no todo el mundo ve.»

La más alta forma de estar en el mundo es la de la contemplación, de la que mana el arte más sublime. Señala Pieper: «dondequiera que las artes se nutren de la contemplación festiva de las realidades universales y de los fundamentos últimos que las sostienen, allí acontece ciertamente algo así como una liberación: una salida a campo abierto bajo un cielo infinito.» Frente a la acción, la contemplación. No solo en las bellas artes, sino sobre todo en la más bella de las obras que hemos de confeccionar, que es nuestra propia vida.

Canals Vidal nos recuerda en sus escritos políticos aquel «en el principio era la acción» del Fausto, ese hombre que «busca la sabiduría, pero rehúye la contemplación», y que «al poner la acción humana como fundamento creador del sentido del universo y de la vida hace patente su disponibilidad para el pacto mefistofélico». La Bondad eterna e infinita –señala en referencia a Santo Tomás– es recibida y abrazada en contemplación.

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