Uno de los grandes regalos que he recibido por haberme metido en esta aventura que es Democresía es el haber visto como a su alrededor se ha ido congregando un pequeño corrillo de personas que, bien como lectores, bien como colaboradores, han ido enriqueciéndola y enriqueciéndome con sus aportaciones. En algunos casos, también con su amistad. Cuento esto al hilo de lo que se suponía que debía tratar en este artículo, pero también porque la ocasión de escribirlo es el haber recibido de una de esas personas el libro del que sale buena parte de lo que a continuación les contaré, Carta a un rehén, de Antoine de Sant-Exupéry.
Les pondré en contexto: se trata de un pequeño librito (de hecho iba a ser el prólogo de un libro) que escribe Saint-Exupéry desde el exilio americano en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Abordamos a partir de esta lectura tres cuestiones fundamentales:
- Identidad: qué da consistencia a la vida humana
- Comunidad: qué significa pertenecer a una comunidad
- Amistad: consideraciones sobre la amistad
En Carta a un rehén, Saint-Exupéry se mira en los refugiados franceses que se embarcan desde Lisboa hacia las Américas, huyendo de la ocupación alemana. El drama de la situación, más que el exilio, es el abandono. Lo que queda atrás no se queda a la espera, como cuando se emprende un viaje soñando en el reencuentro, se trata más bien de una huida para salvaguardar otras cosas (la propia vida, el dinero, lo que sea).


Identidad: memoria y pertenencia
Esta visión le sirve al escritor para tomar conciencia de cómo la memoria es el puntal fundamental del sentido (pasado y futuro) de la vida del hombre. El hombre sin recuerdos, o quien se ha visto obligado a vivir al margen de ellos, es un “fantasma”, es decir, no tiene corporeidad, no ocupa un espacio. Dicho de otro modo, está fuera del orden, desconectado, en la margen del camino por el que discurren la vida, la historia y su sentido.
No obstante, esta memoria no es un recuerdo de acontecimientos cualesquiera, o al menos no una mera acumulación de sucesos, sino memoria de un vínculo. Aún cuando Chema Alejos lo explica mucho mejor que yo (“el hombre es un nudo de relaciones“), no quisiera dejar de recuperar este párrafo del libro que hoy les presento:
“No era la pobreza lo que procuraba a los emigrantes ese ligero desdén de parte del personal. Lo que les faltaba no era dinero, sino densidad. Ya no eran el hombre de tal casa, de tal amigo, de tal responsabilidad. Representaban el papel, pero éste ya no era verdadero. Nadie tenía necesidad de ellos, nadie se disponía a recurrir a ellos. Qué maravilla el telegrama que nos trastorna, que nos hace levantar en medio de la noche, nos lleva a la estación: «¡Ven! ¡Te necesito!». (…) Es necesario cultivar por largo tiempo a un amigo antes de que reclame lo que en amistad se le debe.”
Se trata en todo momento de vínculos que son personales, y que al mismo tiempo anclan al hombre a su propia existencia, a una existencia que, no obstante, es extática, tiene su núcleo fuera sí misma, señalando hacia el otro. O mejor aún, se trata de unos vínculos que configuran un espacio muy concreto y específico, tan propio como el propio nombre. Hay aquí una doble tensión hacia la unidad que es la que aquí exploraremos.
Comunidad: un encuentro que cambia el corazón
La primera de ellas, acaso la más obvia, es la unidad que se genera a través del vínculo cuando este adquiere la estructura de una “red de lazos”:
“Francia no era para mí ni una deidad abstracta ni un concepto de historiador, sino una carne de la que yo dependía, una red de lazos que me gobernaban, un conjunto de polos que fundaban las pendientes de mi corazón.”
De ahí que la relación que mantenemos con nuestro entorno (entorno político cercano si se quiere) tiene mucho o todo que ver con cómo nos concebimos a nosotros mismos en el mundo. Y, a la vez, la única posibilidad de responder con sentido a la eterna pregunta “quién soy” consiste en abordar esta dimensión relacional de nuestro ser-en-el-mundo no solo como un paisaje que nos configura externamente de forma pasiva, sino desde una actitud completamente personal y activa, hasta el punto de que nuestra red de lazos “funda las pendientes del corazón”, que decantan la voluntad poniéndola en movimiento.
Esta actitud implica comprender que la coordenadas en que nos situamos implican, en primer lugar, una pertenencia (mi lugar en el mundo) y, en segundo lugar, una vocación, una tarea (dicho de otro modo, una responsabilidad, una llamada a responder en su sentido etimológico).
Sobra decir que cuando dejamos de comprendernos en el mundo de esta manera (cuando objetualizamos nuestro entorno y dejamos de implicarnos en él) el “otro” que constituyen quienes están a nuestro alrededor no pasa de ser una mera idea, una imagen borrosa y casi molesta. Y, por ende, la única vía de la que disponemos para definirnos a nosotros mismos pasa a ser, no ya lo que es más grande que nosotros mismos, sino lo que es menos que nosotros mismos: lo que producimos y consumimos.
De hecho, la gran tentación a la que están abocados los regímenes liberales es la completa emancipación de los hombres y mujeres que viven en ellos, la ilusión de la plena autonomía. La crisis de identidad que atraviesan tantísimos individuos y sus sociedades no tiene tanto que ver, muy probablemente, con unas ideas aparentemente caducas, sino con unas sociedades concebidas solamente como una yuxtaposición de individuos cuyo espacio de libertad y cuyos derechos “terminan donde comienzan los del otro”. Todo ello se manifiesta en unas instituciones, unas modas y hábitos de vida y hasta unas ciudades y viviendas diseñadas de forma que el encuentro gratuito entre los iguales, resulta cada vez más difícil, por aparentemente innecesario.
Amistad y alegría
La segunda tensión hacia la unidad, quizás la más poética, solo podrá entenderla aquel que haya experimentado el misterio de la amistad. Se trata de esa clase de encuentro con un otro que produce aquella impresión que tan acertadamente expresa C.S. Lewis en un sorpresivo “¿tú también? Yo creía ser el único”. Y, junto a esta manifestación de asombro, la alegría que nace de la conciencia de lo inesperado, de lo misterioso y enteramente gratuito que resulta reconocerse en la mirada de otro.
Si la “red de lazos” de la que hablábamos antes configura, simbólicamente, las coordenadas de nuestro estar en el mundo (nuestra identidad), la experiencia de la amistad es el aspecto concretísimo (tanto que tiene un rostro) que adquiere esta realidad en su realización más plena.
De las memorias de Saint-Exupéry aprendemos al menos tres cosas sobre la amistad, necesarias para nuestra reflexión sobre el núcleo de la Comunidad:
- La amistad es un misterio
- La amistad es expansiva
- La amistad es una tarea
1. La amistad es un misterio
La amistad, tanto en su grado inicial como en su máximo cumplimiento (“No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos.” Jn. 15,13), implica siempre en alguna medida la experiencia de un descubrimiento, seguido de la conciencia de haber recibido un don: la amistad es el descubrimiento de que hay un otro que es un bien (un bien para mí).
Así se manifiesta en una anécdota ocurrida en España con un miliciano anarquista catalán mientras Saint-Exupéry estaba cubriendo como periodista la Guerra de España y fue prendido como sospechoso de espionaje, temiéndose que había llegado el final de sus días:
“Fue entonces cuando ocurrió el milagro. ¡Oh! Un milagro muy discreto. No tenía cigarrillos, y puesto que uno de mis carceleros fumaba, le rogué con un gesto que me diera uno, y esbocé una vaga sonrisa. Al comienzo el hombre se estiró, se pasó la mano lentamente por la frente, levantó los ojos ya no en la dirección de mi corbata, sino en la de mi rostro, y —con gran sorpresa de mi parte— esbozó también él una sonrisa. Fue como el día que nace.“
Conviene a cada uno conservar la conciencia del misterio que supone tener un amigo, el hecho de que haya alguien que me reconozca (que “levante los ojos hacia mi rostro”), pues la alegría más profunda de la amistad procede del descubrirse “reconocido” en esa mirada, no como el mundo otorga reconocimiento, por lo que se tiene, sino como reconoce el que ama, por lo que se es.
El olvido de la naturaleza misteriosa de la amistad y de la presencia del otro (dar por supuesto que se da, cuando podría no darse) es tal vez la causa más frecuente del deterioro de nuestras relaciones tanto en lo personal como en lo social.
2. La amistad es expansiva
Otro fenómeno esencial para comprender la naturaleza de la amistad consiste en que, si es tal, si es donación gratuita, deseo del bien del otro, es expansiva. La amistad no es mera compañía, en el sentido de que pueda ser refugio de las inclemencias de la vida, sino que su alegría tiene un potencial creativo único. Así lo cuenta Saint-Exupéry sobre un reencuentro con Léon Werth, a quien va dedicada la obra:
“No sabíamos por qué, pero así era. Lo que nos alegraba era algo más impalpable que la calidad de la luz. Por eso te habías decidido por el Pernod de las grandes ocasiones. Y como dos marineros descargaban una chalana a dos pasos de nosotros invitamos a los marineros. Los habíamos llamado desde lo alto del balcón. Y vinieron. Vinieron con toda sencillez. Tan natural habíamos encontrado el invitar a camaradas, a causa, quizás, de aquella fiesta invisible en nosotros. ¡Era tan evidente que responderían al signo! ¡Brindamos, pues!“
Más allá de un encuentro puntual o de una serie de puntualidades recurrentes, la amistad (como toda forma de amor) tiene una propiedad que la hace reconocible: es capaz de generar un nuevo “espacio” en medio de todo lo demás. El encuentro con el amigo es estar en casa, el rato que se comparte con él es un tiempo habitable, un tiempo que es casi un “espacio” en el que descansar de la lucha que a menudo implica el día a día.
Y, lo que es más importante de todo, se trata de un espacio abierto, un espacio que invita a ser compartido. Un ejemplo de ello sería aquel caso, tan frecuente, en el que la amistad entre dos camaradas reúne en torno a sí a una comitiva que acaba por convertirse en auténtica comunidad, de forma análoga a cómo el amor entre un hombre y una mujer es capaz de generar la comunidad más fundamental que es la familia.
3. La amistad es una tarea
Por último, acudimos aquí al inicio del texto y al final del autor para aprehender la lección más valiosa de Saint-Exupéry, aquella que él mismo firmó en una última página de oro con su propia sangre: la amistad mueve al corazón a emprender una tarea.
El dolor por haber “abandonado” a su amigo, Leon Werth, en el París ocupado por el enemigo mueve al aviador francés a dedicarle las líneas que hoy llevan por título Carta a un rehén; un dolor que le lleva, como hemos dicho, a aquejar incluso una “falta de identidad”. Yo soy menos yo cuando falto a mis amigos, cuando no respondo a su compañía y me ausento en su necesidad, podríamos decir.
Y es este dolor, que nos habla de un vínculo sólido como para levantar un país en una red de redes, es el que mueve a Antoine de Saint-Exupéry a emprender un regreso heroico a Europa en busca de su amigo, que es Leon Werth y que es Francia. Él, que había sido un vividor, un hombre “libre” y sin ataduras, cosmopolita, libertino y aventurero, sanciona su vida con una última decisión: la de alistarse para luchar y entregar la vida para recuperar su hogar.
Saint-Exupéry despegó por última vez el 31 de julio de 1944, poco antes de las nueve de la mañana, para no regresar. Con su “regreso a casa”, como con sus aportaciones a la literatura, fue testimonio de que una vida sin vínculos, sin hogar, sin patria, es una vida sin identidad ni auténtica alegría. Y de que solo a través de la entrega gratuita al otro (de esa “pertenencia” que en el fondo significa no pertenecerse a uno mismo del todo) puede el hombre generar ese espacio misterioso que le permite sentirse verdaderamente en casa.