“Leer buenos libros es como conversar con las mejores mentes del pasado“, o eso dicen que afirmaba Descartes. Vaya un tópico por delante, así, para empezar con buen pie, para que le dé un poco de brillo a las ideas propias que le siguen.
Y es que últimamente he estado leyendo un par de libros de una mente del pasado, aunque sea de un pasado reciente. Dice el autor que la amistad nace del sentimiento de “¿también tú?” que experimentamos frente a otro. Así que cuando, leyéndolo (o “conversando” con él), me asaltaba ese sentimiento, que iba acompañado de otro que decía “qué pena, me hubiera gustado conocerte”. Me quedan unos cuantos de sus libros por leer, para profundizar en esta nueva amistad.
Porque David Foster Wallace es, ante todo, un tío simpático. Simpático por su brutal franqueza, por su sensibilidad, por su exposición generosa (y bien entendida) de su intimidad que permite sentirle muy próximo, y, por qué no, por el aspecto algo estrafalario de las fotos que nos han quedado de él.
Y esta exposición generosa es lo que hizo ante un auditorio de alumnos que se graduaron en la Universidad de Kenyon, recogida bajo el título Esto es agua. No he podido resistirme a reseñarla, pero intentaré no extenderme más que el propio autor, siendo un texto tan breve.
Vencer el narcisismo
El escritor nos llama la atención sobre nuestra formas de “construir” el sentido a partir de la experiencia, o sobre nuestra forma de descifrar y posicionarnos ante un hecho cualquiera. Ese “algo” que buscamos con nuestro actuar, ese criterio casi inconsciente, casi irreflexivo, que mueve nuestra libertad para afirmar una realidad u otra como sentido último de la vida, a través de pequeñas decisiones cotidianas. Sentido que puede ser la afirmación narcisista de uno mismo (centrada en la propia inteligencia, el propio atractivo…), el dinero, el poder, o cualquier otro criterio de decisión.
A riesgo de estar reconstruyendo el sentido del texto desde mi propia óptica (cuál si no), entiendo que afirma que lo que salva de la soledad es la decisión de vencer el narcisismo instintivo, escogiendo tener en cuenta la dimensión desconocida y personal del que tengo al lado (el otro como misterio, más allá de juicios basados en lo probable), como igual a mí y compañero de experiencia, como persona y no como mero atrezzo de mi vida. Por lo tanto, el amor, el reconocimiento de la importancia, del valor auténtico del otro.
Un fondo de humanidad común
La herramienta para superar ese egocentrismo innato serían las humanidades. ¿Por qué? Porque nos abren a la experiencia de los otros y nos permiten darnos cuenta de la identidad que subyace, de lo común de la experiencia, que es (añado) la base para que pueda existir una auténtica sociedad: lo común en el hombre, la naturaleza humana, que posibilita el bien común y una comunidad auténtica, más allá del mero agregado de individuos.
Esa libertad interior nos permite escoger la actitud que adoptamos frente a los hechos y personas que se nos presentan diariamente: la insatisfactoria realidad de las endebles bolsas de la compra, de las colas en el supermercado, de esos conductores con los que coincido en un atasco, de esos ancianos “glaciarmente lentos”… de toda esa “estúpida” gente “de los cojones”.
Para Foster Wallace, lo más cierto sería la propia libertad interior, “la”(clase) más preciosa de libertad”: la capacidad de adoptar una u otra actitud, de reconocer (construir según el texto) el sentido de las cosas:
“En las trincheras de la vida adulta, el ateísmo no existe. No existe el hecho de no adorar nada. Todo el mundo adora algo. La única elección que tenemos es qué adoramos.“
Libertad que es innata en potencia, pero desarrollada por la verdadera educación, aquella que cultiva y desarrolla lo que es propio del hombre, que incrementa la conciencia de lo real y abre al mundo (a un nivel no sólo intelectual), e incrementa la conciencia de uno mismo, en los criterios por los que rijo mi actuar.
Propone regirnos por la compasión, el amor al otro, afirmándolo como persona: “la fuerza que ilumina las estrellas”, el reconocimiento de “la unidad íntima de todas las cosas”. Al escoger amar esta realidad, saliendo de mi narcisismo, tomo una mayor conciencia de la realidad que me rodea. Esa sería la única elección de sentido que no me esclaviza en una espiral de ansia sin fin.
Lo segundo más cierto sería, probablemente, que la única forma razonable o satisfactoria de afirmar el sentido es en referencia a un ser trascendente, ya que cualquier otro sentido que afirmemos (dinero, poder, etc.) “se te va a comer vivo” (resultará insuficiente, insatisfactorio; “siempre sentirás que quieres más”).
Optar por afirmar al otro, por lo tanto, salva mi libertad personal de la esclavitud (“la clase de adoración en la que acabas cayendo, día a día, volviéndote cada vez más selectivo con lo que ves y con cómo mides el valor sin darte cuenta del todo de lo que estás haciendo“), esclavitud que permite al mundo ir “tirando bastante bien con el combustible del miedo y el desprecio, de la frustración, el ansia y la adoración de uno mismo“ que general las adoraciones más comunes.
“El tipo realmente importante de libertad implica atención y conciencia; y disciplina y esfuerzo; y ser capaz de preocuparse de verdad por otras personas y sacrificarse por ellas, una y otra vez, en una infinidad de pequeñas y nada apetecibles formas, día tras día. (…) La alternativa es la inconsciencia, la configuración por defecto, la competitividad febril: la sensación constante y agobiante de que has tenido algo infinito y lo has perdido”.
[Y para terminar, el discurso de Foster Wallace subtitulado al español]