Vivimos en tiempos extraños. Tiempos en los que hay más críticos de arte que artistas. Un mundo donde viven mejor los expertos sobre la obra de Bach que sus intérpretes. La creación, con su absoluta liberalidad, ha sido sustituida por la técnica.
Vivimos en la era de los museos y los catálogos. Nos encontramos más cómodos contemplando un retablo de El Greco en una sala cerrada, con la iluminación “adecuada”, que en una iglesia oscura durante el culto y creemos que el Officium Hebdomadae Sanctae de Tomás Luis de Victoria debe ser escuchado en un auditorio con una buena acústica.
Hemos llegado, de algún modo y contra toda evidencia, a la convicción quizá no explícita pero no por ello menos afianzada de que estamos por encima de la realidad. Más aún, nos creemos sus señores. La juzgamos, la medimos y determinamos su comportamiento. Imponemos nuestra medida, que es tan limitada como nuestra razón.
Admiramos a Bach, sí. Nos deslumbra su música, pero secretamente estamos convencidos de nuestra absoluta superioridad. Porque en el fondo, nos decimos, Bach no inventó nada nuevo. Su creación es siempre dependiente de la realidad e inexplicable sin la tradición. Y lo mismo pensamos de El Greco y Homero. Nosotros, sin embargo, somos independientes de la realidad y de la tradición. Nuestra razón, pretenciosamente autónoma, se cree omnipotente, capaz de pasar por alto lo que la realidad tenga que decir de sí misma.
Los monstruos de este sueño de la razón son la soledad y, consecuentemente, la ruptura con el pasado y con la tradición. La soledad es el fruto maduro del árbol de la emancipación, que plantamos, es cierto, junto con Adán, pero que hemos seguido regando y cuidando, con más ansia cada vez. Como si nos fuera la vida en cortar las raíces. Es la soledad absoluta y llena de angustia de quien se dice a sí mismo que no depende de nadie: hemos elegido ser huérfanos.
La emancipación del hombre, llevada a cabo mediante la divinización de su razón, conlleva necesariamente una ruptura con toda la tradición. Y, como siempre sucede en el establecimiento de un nuevo orden, es necesario un mito fundacional. Si la razón es ahora la medida de todas las cosas y la libertad el nuevo valor absoluto, la lucha es contra el orden anterior: la lucha es contra Dios como señor de la historia y contra la verdad y el bien. En la aparición del estado moderno y de la nueva ciencia, el mito son las guerras de religión. Y subyace siempre un cambio de paradigma: de la máxima “la verdad os hará libres” al mucho más correcto “la libertad os hará verdaderos”. Hemos invertido el orden para que pueda reinar el relativismo, un gran tirano que exige grandes sacrificios. Ya no existe la verdad sino la autenticidad. Ya no hay bien, hay respeto y tolerancia.
La emancipación del hombre es, paradójicamente, una esclavitud terrible, fundamentalmente porque parte de una mentira. El hombre no es, por fortuna, independiente. El hombre en cada instante de su existencia es absolutamente dependiente. No podemos estirar ni un solo segundo nuestra existencia. Lleguemos a las estrellas o seamos capaces de subdividir el átomo y desentrañar los misterios de la materia, no podremos nunca forzar un acto libre.
El resultado es la frustración. Como no podemos afirmar nada fuera de nosotros, nos afirmamos a nosotros mismos hasta el extremo, contra todo y contra todos. Pero, ¿y si la verdadera libertad consistiera en dejarse aferrar por otro? ¿Y si la belleza consistiera en reconocer y dejarse alcanzar por la gratuidad absoluta del amor? Pero no entendemos, porque no sabemos mirar.
Bach, en cambio, comprendía.
Este artículo fue publicado originalmente en la web del Instituto Newman, con cuyo permiso es reproducido aquí.