Hará un par de semanas abrí mi portal de Facebook y apareció lo siguiente en mi sección de noticias. Un dramático Pessoa augurando pesimismos sobre el amor y etcétera.
La revista lanza en la publicación una interpelación final en la que no quiero detenerme demasiado. Solo dejo esta perspectiva a modo de aforismo, con la gratuidad del opinante irresponsable que ni reflexiona ni argumenta siquiera, y basta: que el amor es tan egoísta como altruista; si se ama se hacen propios los bienes y los males del amado, y así le identificamos con nosotros. Se unen sendas venturas cuando dos se quieren. Eso de negarse uno mismo para afirmar al otro en soledad es, si no imposible, una monstruosidad. Monstruos los espiritualistas que llegaren a destruir el amor propio —para lo cual se hace necesario anhelar no la muerte sino nunca haber existido—.
Me sumió en cavilaciones la cita nuda del portugués. “Lo que amamos es un concepto nuestro“; cavilaba porque la sentencia yerra profundamente con grandísima razón.
A nadie se le escapa que en los fundamentos de la cuestión reposa la famosa controversia epistemológica, la de la posibilidad del conocimiento, que me gusta resumir en la conclusión de “Las dos grandes metáforas“, de J. Ortega y Gasset: “hablar de que los objetos existen fuera y aparte de nuestra conciencia será siempre una aventurada suposición“.
Pero allende la cuestión académica aunque de inevitable trascendencia, e ingresando en la dimensión de la vida, donde el más escéptico de los filósofos no desconfía —por si acaso— de la materialidad de la sierra ni del martillo, cabe preguntarse si los hombres pueden amar cuando conocen, o pueden conocer cuando aman.
Un solo “te conozco“, con esa maliciosa mirada de sospecha que de todos es familiar, y el amor expira. Lo suplanta esa intuición pura y eidética, que aprisiona en un puño cerrado la personalidad del prójimo, y que nos hace capaces de adivinar lo que sentirá, juzgará y actuará.
Hace poco repensaba los miedos de una conocida a una relación estable —eso que ya sabe a anacronismo antediluviano—, que sintetizó para mí en: “a los meses me aburro“. Ojalá hubiera estado lúcido y solucionara in situ la diatriba con la indicación del mal que ahora me atrevo a diagnosticarle: “eso es que ya le conoces“.
Conocer no es otra cosa que apoderarse del objeto y retenerlo en propiedad. Es encerrar la vida en un tarro de cristal; es allegarse al cantábrico en temporada de lluvias, bajo olímpica tormenta, fotografiar el mar encabritado —la ola que sobre los aires se yergue majestuosa para estrellarse de nuevo sobre el agua, estallando en un bramido y fundiéndose en el mar— y subirlo a Facebook. Es sentarse en la oscuridad de un desván a ojear un álbum de fotos, y nada más. Conocer algo es, en última instancia, experimentarse a uno mismo.
Amar es otra cosa: no es vivir de memoria sino, más bien, dejarse actuar por lo amado.
Amar es otra cosa que tiene poco que ver con el entendimiento o un concepto. No es vivir de memoria, es más bien dejarse actuar por lo amado. Tiene más que ver con la continua contemplación del objeto —permanente contacto vital— que con la abstracción de una idea.
X. Zubiri definió la persona humana como sustantividad abierta. Para el caso: una entidad que solo tras la muerte puede quedar totalmente definida. Es la peculiaridad del ser libre: que se innova cada decisión, se decide, se realiza. Por eso es imposible conocer a un individuo: siempre es distinto, es siempre otro.
Y ahí el gran acierto, en mi opinión, del filósofo mentado más arriba: el que conoce a alguien no puede amarle. Renuncia a la persona como a la ola embravecida el fotógrafo, y venera una factura propia. A sí mismo. Así nos amamos a nosotros cuando amamos a quienes conocemos: los encerramos en nuestra memoria —los falsificamos—, y como nadie se basta a sí mismo, nos aburrimos. O en otros términos: aquél de quien gozábamos deja de satisfacernos.
Si el amor existe, no conoce: se baña en eterna novedad, en interminable pasión —que pasión es movimiento, dinamismo, actualidad—, en la holgada profundidad del misterio. Si el amor existe, es perpetuo presente, y la idea es pasado.
Pero a la par debemos preguntarnos sobre la posibilidad de un amor personal: si alguien está capacitado para trascender su propia carnalidad, allegarse a otro y allí quererle, como bien y como sujeto de bienes.
Un académico aduciría acaso razones suarecianas para superar la soledad del sujeto que conoce. «Intencionalidad» y palabrotas semejantes que escasa luz pueden arrojar a la cuestión. Decir que la idea —o conceptus— tiende al objeto, sugiriendo una vía intelectual hacia la personalidad del prójimo, es perderse en teorías que no resuelven el diabólico aislamiento del que conceptúa —cosifica— al otro hombre.
La vía no puede ser intelectual, y aquí se pierde el autor que apadrina esta entrada. El camino es cordial, experiencial, sentimental: no de la razón sino de la vida. Va por el éxtasis —del latín “estar fuera”— de los clásicos. La escolástica hablaba, como una de las notas esenciales del amor, de la presencia del amante en el amado, real aun misteriosa. Una inhesión recíproca de quienes se quieren bien. Y de esto la razón tiene poco que decir, nada que explicar.
El conocimiento es de lo lógico, lo irreal, lo propio. Del amor es el misterio, la incógnita, la nesciencia; lo ignoto que no se piensa, ni si quiera se desconoce. El amor es de lo oculto que solo se experimenta, de que surgen la curiosidad y la admiración que mueven a perseguir la interioridad del otro desde la intimidad, el corazón, la sede de la personalidad entera y no de sus segregadas cavilaciones.
Pessoa, ese filósofo, escribió magistralmente en verso pero no llegó a ser poeta.