Era hace unos años, cuando aún teníamos la casa al pie de la sierra segoviana. Por entonces yo andaba a vueltas con el segundo Informe de la Felicidad, auspiciado por Coca-Cola, dentro de un interés profesional más amplio sobre el comportamiento del consumidor. Aún no había descubierto a Bauman.
Por entonces, ya digo, teníamos una casa (¡qué casa!) en Segovia y alternaba mis relaciones urbanas y cosmopolitas con el trato, no siempre sencillo, de la gente del lugar.
Mediados de Junio. Me encuentro en la calle con María, la de Vicente. Tienen una granja de frisonas que, como toda la ganadería de Castilla, es una máquina de perder dinero. Pero, dicho sea de paso, a las instancias políticas les trae al pairo la situación del agro porque son cuatro gatos en las urnas.
Volvamos a María.
Le comenté algo que me había producido extrañeza. Estábamos a mediados de junio y observé que en la zona se había adelantado la siega y empacado del heno. El año había venido malo en lluvias a destiempo y sol en exceso y me confirmó que sí, que la hierba había empezado a granar temprano. Supuse yo que esta siega temprana sería de poco volumen, con hierba corta y de poca sustancia. Así es, me dijo. “Pero tenemos que amar lo que tenemos”
No dijo asumir ni soportar lo que tenemos. Sin drama ni resentimiento. Amar lo que tenemos. A las duras por cuando vienen maduras. Grandioso. Incomprensible.
Estoy a vueltas con la búsqueda de la felicidad en el comportamiento del consumidor y María me regala esta belleza que encierra toda la sabiduría de quien vive la vida allá donde está la vida.
La naturaleza no es un decorado, sino un ciclo tremendo y maravilloso. Nacer, crecer, morir, nacer.
Desde la ciudad suele entenderse la naturaleza como un bonito parque temático donde hay unas casas rurales en las que montar unas despedidas de solteras muy wuapis. Las administraciones públicas lo tratan como lugar donde poner carteles de senderismo y centros de interpretación que, mira por donde, dan ocupación a un grupete de conocidos.
Pero allá donde vive la Mari, la naturaleza no es un decorado, sino un ciclo tremendo y maravilloso. Nacer, crecer, morir, nacer. Hielos y soles. Los verdes luminosos de los brotes primaverales y los ocres rojizos de las vegas otoñales. Hielos y soles. Las sabinas colonizan apresuradamente los campos que ha abandonado la labranza y los acebos milagrosamente hacen rodales allá donde fueron arrasados hace cuarenta años en un pinar reforestado. Los lobos bajan de madrugada y dan matarile a la mitad de la pequeña majada del Dionisio, cerca de donde hace unos meses unos buitres se comieron viva a una ternera recién parida del Frutos. No son cosas que me hayan contado.
Vida y muerte, muerte y vida, porque la muerte es parte de la vida. Hielos y soles. Lluvias tardías y temperos de esperanza. Nada que puedas elegir, nada que esté en tu mano moldear. Las gallinas que entran, por las que salen, que decía el poeta
María y la gente de la zona, (“mi gente”, como dicen los celebrities) son instintivamente conscientes de su ser-en-el-mundo. Que son una microscópica gotita en el cosmos insobornable. No una gota ajena y extrínseca, sino célula vida de ese inmenso drama de la vida y la muerte. Saben, con el saber de la sabiduría, que ellos son actores menores en un drama sin guionistas. Actores, que no espectadores.
Amar lo que se tiene es amar lo que se es
A María, al Dionisio, o a Paco el de la Dorotea, no se les ocurre gimotear porque los hielos hayan venido a destiempo, ni le gritan al cielo porque las lluvias hayan llegado cuando ya no eran necesarias. No hay sitio para el chillido adolescente y lastimero de ese: “Lo quiero y lo quiero ¡ahora!”
Gente que ama lo que les es ha sido dado en esta gran comedia, pero no por conformismo, sino porque tienen ese buen contentar que para mí es inexplicable. Saber cuál es su-ser-en-el mundo. Amar lo que se tiene es amar lo que se es. Protagonistas, aunque sea mínimamente creadores, de la gran canción del universo.
- Imágen: ‘La paye des moissonneurs’, de Léon Lhermitte.