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Algunas pinceladas sobre Carl Schmitt y El concepto de lo político

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Carl Schmitt (Plettenberg, Alemania, 1888-1985) es conocido fundamentalmente por dos rasgos que contribuyen a agigantar su caricatura: primero, el hecho de que su obra principal (El concepto de lo político, 1927) propusiera que no había nada más político que distinguir a los hombres entre amigos y enemigos; segundo, la circunstancia de que fue uno de los grandes apoyos intelectuales del Tercer Reich (por lo menos en un inicio). Juntos, estos dos datos parecen proyectar la silueta de un pensador sanguinario, capaz de colaborar sin despeinarse con crímenes tan grandes como las que se cometieron en la Alemania de los años 30 y 40.

No obstante, para cualquiera que conozca algo acerca de él más allá de estas dos sentencias, Carl Schmitt es uno de los filósofos políticos más originales y audaces de los últimos siglos. Para discutir con él no basta con una reductio ad hitlerum que, aunque pudiera resultar sencilla, dejaría intactos buena parte de sus argumentos que siguen vivos en nuestra reflexión política. Por eso, sin intención de justificar los rasgos de su biografía que resulten injustificables, lo traemos aquí como una figura tremendamente influyente en el pensamiento político contemporáneo: así lo reconocieron desde Walter Benjamin o Laclau, muy populares en la izquierda marxista, hasta Leo Strauss, a quien los exaltados acusan de ser el padre del neoconservadurismo. A partir de Schmitt, casi todos los grandes pensadores políticos han tenido que contar con él, bien sea como interlocutor a batir o como cooperador necesario.

Para entender qué piensa y por qué es necesario acudir a algunas consideraciones acerca de cuándo y dónde pensó, pues nos aportan una idea de la generación de pensadores a los que perteneció.

La crisis del Liberalismo del siglo XX

Cuando Carl Schmitt publicó, en 1927, El concepto de lo político lo hacía en cierta manera siguiendo el “signo de su tiempo” y con una clara vocación de aportar un puñado de ideas sólidas sobre las que sostenerse en un contexto en que el régimen liberal de la Alemania de Weimar parecía haber fracasado y estaba desmoronándose.

Como tantos otros pensadores de su generación, Schmitt trataría de dar un paso atrás  —filosóficamente hablando— en busca de los fundamentos sobre los cuales se había construido el edificio del pensamiento —en su caso del pensamiento jurídico y político—  para tratar de sentar las bases de lo que había de ser un nuevo inicio.

En el fondo, si bien el sendero escogido fue muy distinto en cada una de las corrientes que surgieron de aquella crisis del liberalismo de principios del siglo XX, no es del todo aventurado afirmar que todas ellas estuvieron en alguna medida movidas por un similar afán de autenticidad ante una situación política, filosófica, económica, moral, religiosa e incluso artística que consideraban que había terminado por convertirse en una impostura. Desde el “reinicio” filosófico que quiso ser la Fenomenología frente a un neokantismo estéril hasta el expresionismo en el plano del arte, pasando por el auge del marxismo y el nacimiento de la Teoría Crítica, los nuevos fascismos o los grupos de Wandervögel. Fueron muchas y muy distintas las iniciativas y movimientos que movilizaron (en distintas direcciones) a una generación de carácter fuertemente crítico hacia el modo de vivir y de pensar, que habían heredado y que era, a su juicio, impropio, incluso alienante. Todos estos fenómenos tienen en común, en cierta manera, una cierta urgencia generacional por volver al “origen” (o al destino utópico), a lo auténtico, a las cosas mismas.

El diagnóstico fue distinto en cada caso y distintos fueron también los tabiques, cubiertas o muebles del edificio intelectual de la época que fueron derribados en cada una de las propuestas de solución, con mayor o menor éxito o continuidad. En el caso de Schmitt, la crítica del liberalismo se realiza desde una perspectiva eminentemente jurídica, política y teológica y debe ser comprendida en los términos de su crítica a la teoría jurídica y del Estado que devino en la democracia liberal, como un esfuerzo de reocupación del auténtico espacio de lo político, que creía abandonado por el liberalismo.

La crítica de Carl Schmitt al Parlamentarismo liberal (o el ‘Democracia Real Ya’ de aquellos tiempos)

Schmitt pretendía, pues, devolver lo político a la política, pues entendía que el liberalismo de su tiempo lo había expulsado. ¿De qué forma? Utilizando la democracia como excusa para sustituir la monarquía por una élite que, bajo el espejismo de una democracia parlamentaria, se había hecho con el control del Estado y lo gobernaba de espaldas al pueblo. Para desvelar este “hurto” del poder político, destacará la diferencia entre los fundamentos del parlamentarismo, sus fines y su ejecución como un “encubrimiento” teórico que atenta contra los principios de la democracia.

La crítica de Schmitt al Parlamentarismo liberal de Weimar (Sobre la situación histórico-intelectual del Parlamentarismo, 1923) se mueve en dos planos que cuestionan su legitimidad:

En primer lugar, demuestra que el significado de las instituciones que ha ocupado el liberalismo proceden de una concepción de lo político y del poder anterior, vinculada a una significación religiosa. ¿Acaso se pueden trasladar las instituciones de un régimen a otro sin trasladar su significado?

“Existe una «heterogeneidad de los fines», un cambio en el significado de los puntos de vista prácticos y un cambio en las funciones de los métodos prácticos, pero no existe ninguna heterogeneidad de los principios.”

Por tanto, resulta tremendamente extraño que un régimen liberal pretendidamente laico-secular se asiente sobre unas instituciones y procedimientos que es incapaz de justificar. Esta es una de las más originales aportaciones de Schmitt —la naturaleza religiosa de toda institución o concepto sobre el poder— y profundizará en ella en dos de sus obras más conocidas (Teología Política y Teología Política II).

En segundo lugar, examina los ideales del parlamentarismo liberal (libertad de discurso y publicidad de las deliberaciones) y los compara con el funcionamiento efectivo del parlamento, donde todo discurso es admitido mientras no ponga en peligro “a los dueños del poder real”, donde las decisiones no surgen de los debates parlamentarios sino que ahí se escenifican las decisiones tomadas en despachos conforme a los intereses partidistas y donde “menos aún, subsiste la creencia de que, a partir de artículos periodísticos, discursos en reuniones y debates parlamentarios, se vaya a engendrar una legislación y una política verdaderas y correctas.”

Por resumir, Schmitt dará la puntilla teórica al Régimen de Weimar poniendo de relieve que se trataba de un régimen que (1) ocupaba unas instituciones y ejercía un poder a través de ellas que no le correspondía directamente (pues solo era justificable en un discurso de justificación religiosa del poder), (2) se excusaba poniendo de relieve razones de orden práctico —la libertad política producida por un régimen sometido a discusión pública y transparente en su toma de decisiones— que no se cumplían y, por último, (3) confundía al vincular inevitablemente democracia y representación parlamentaria, que en su opinión eran más bien contradictorios, pues en un régimen tal “la decisión política no pertenecerá ya al pueblo ni a la intervención de sus representantes en la cámara sino a la habilidad negociadora de los representantes de los intereses de los partidos políticos”.

La ilusión ilustrada de una política “laica”: crítica a Kelsen y Weber

Una de las polémicas más célebres en las que intervino Carl Schmitt fue la disputa con Hans Kelsen, padre del constitucionalismo contemporáneo y de la actual noción positivista del derecho. Aún cuando se trata de una cuestión jurídica, la disputa en torno al “guardián de la Constitución” (sobre quién tiene la facultad de suspender el funcionamiento normal de derecho en una situación de excepcionalidad) tuvo una enorme trascendencia y es un reflejo de dos formas totalmente opuestas de entender la legitimidad de las normas de derecho y, por ende, de definir quién tiene el poder político. (cf. La defensa de la constitución y Teología Política I)

Este enfrentamiento entre dos célebres juristas (que tal vez desarrollemos en otro texto) nos sirve para ilustrar la batalla intelectual que emprendió Schmitt contra una concepción moderna e ilustrada de la política que cree posible acotarla y aislarla de otras disciplinas, como si se tratase de un “saber especializado” no contaminado por otros ámbitos como, por ejemplo, las ideas religiosas. Esta idea, que en el imaginario ilustrado se forja a partir del mito de las guerras de religión del siglo XVI, recibía por aquel entonces de Max Weber una de sus formulaciones más excelentes en su división de las “esferas de acción“.

En este marco, de forma parecida a como hace con el sistema parlamentario, la crítica de Schmitt a la racionalización jurídica pone de relieve el abismo que separa su formulación teórica de su realidad concreta. Concretamente, pretende mostrar cómo la pretensión teórica de situar la esfera de lo jurídico como un orden estanco, una racionalidad suficiente, no lo pone a salvo de la síntesis que  —de hecho— se produce en la ejecución y producción de derecho por influencia de las personas que intervienen en este proceso. Siguiendo esta misma lógica, en El concepto de lo político (1927), Schmitt demostrará cómo la división teórica ilustrada entre política, religión, valores, economía o cualesquiera ámbitos de la realidad no opera en la política real, sino que la síntesis entre todos ellos se realiza en la distinción fundamental de quién es amigo y quién, enemigo.

De hecho, verá en el advenimiento de la democracia una oportunidad para la “repolitización” de la política liberal, pues en la medida en que el poder no lo ostentan ya unas élites ilustradas empeñadas en seccionar la política y “esterilizarla” de la contaminación religiosa, la tendencia democrática conduce hacia un gobierno que refleje la “realidad” del pueblo y su genuina unidad sintética de todos los planos de la vida humana.

Así, si resulta sugerente la idea de Schmitt según la cual las nociones e instituciones del poder político en Occidente son en realidad conceptos religiosos “disfrazados” y neutralizados para ser utilizados como si fuesen independientes de su origen, lo es todavía más su intento de pensar la vida política no desde la ordenada argumentación de sus teóricos ilustrados sino a partir de la compleja interrelación de valores, ideas, opiniones, afectos y rasgos que emerge en su realización histórica concreta.

Lo político como síntesis: sobre ‘El concepto de lo político’

Hemos dado ya algunas pistas sobre el contexto y la dirección que marca el texto sobre El concepto de lo político, el texto más célebre de Carl Schmitt y el que ha suscitado la mayor parte de su reputación como pensador polémico y violento. Puesta en contexto, la obra pretende ser un intento de devolver la reflexión sobre la política al terreno de los hechos y parte de una reflexión según la cual las ideas ilustradas secularizantes y, en último término, el régimen liberal, habrían abierto un abismo entre la teoría política que justifica el poder y realidad de la política.

Para ello, Schmitt está convencido de que la respuesta está en la propia política: no es necesario reconciliar la política con la religión, economía, historia, etc. porque la política es precisamente síntesis de todas ellas. La política, por tanto, no tiene un contenido propio que pueda ser separado de los contenidos de otros ámbitos, sino que su contenido es el de todos los demás ámbitos. ¿De qué forma puede ocurrir esto? Convirtiendo lo político no en un ámbito de realidad sino en una magnitud que alcanzan las cosas cuando por su importancia histórica puntual son capaces de agrupar a los hombres a través del antagonismo fundamental amigo-enemigos.

Si los antagonismos económicos, culturales o religiosos llegan a poseer tanta fuerza que determinan por sí mismos la decisión [de ir a la guerra] en el caso límite, quiere decir que ellos son la nueva sustancia de la unidad política. Y si carecen de la fuerza necesaria para evitar una guerra acordada en contra de sus propios intereses y principios, eso significa que no han alcanzado todavía el punto decisivo de lo político. Si poseen fuerza suficiente para evitar una guerra (…) pero no tanta como para determinar por sí mismos una guerra por propia decisión, es que ya no existe una magnitud política unitaria.

De esta teoría se ha hecho con frecuencia la lectura —un poco simplona—, de que con ello Schmitt plantea la guerra como la auténtica vida política, acaso yendo un poco más allá de quienes afirman que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Sin embargo, lo interesante de esta tesis es que conjuga varios elementos interesantes para explicar la realidad política:

  • Por un lado, permite explicar la amistad o enemistad política situándola más allá del principio de conservación de la propia vida sobre el que se asienta en buena medida la teoría política moderna.
  • Por otro, hace emerger el orden de una sociedad y un momento concretos de la potencia que tienen sus valores (no me refiero exclusivamente a valores éticos) para reclamar o conservar la vida de sus valedores. Dichos valores tienen una validez y un lugar en la escala de valores en función de si son capaces de llevar a los hombres a arriesgar sus vidas por ellos yendo a la guerra por un antagonismo  o a entablar amistad superando una diferencia en otro orden gracias a una afinidad.

Este segundo punto no es irrelevante, pues si bien lo que determina el orden de los valores es la posibilidad de la guerra (incluso si no se realiza dicha posibilidad), el hecho mismo de que se genere un orden es lo que sostiene la paz, según Schmitt.

Asimismo, cree Schmitt haber encontrado en este giro conceptual una respuesta a la afición ilustrada de separar ámbitos, pues su nuevo concepto de lo político supone que todas las esferas de acción que antes podían concebirse como estancas o autosuficientes, ahora, en la medida en que participan de la realidad social, están sujetas a la posibilidad de convertirse en magnitudes políticas, lo que implica ya de alguna manera la obligación de posicionarse políticamente o sucumbir bajo la primacía de otras esferas.

Hacia una metafísica de la comunidad política (la otra identity policy)

Más allá de la originalidad de la propuesta schmittiana, cuyo valor es innegable pero más que discutible, uno de los puntos calientes de su pensamiento es el intento de derivar de la distinción amigo-enemigo, una “esencia” de la comunidad política. Schmitt no entiende la afinidad o el antagonismo que expresa una comunidad política respecto de otra como el producto de una suma de voluntades (o como la voluntad de un gobernante que decide a espaldas del pueblo). Tampoco cree que puedan circunscribirse al estado moral de una sociedad en un periodo concreto, que puede ser revertido mediante un progreso o retroceso ético. Más bien, siguiendo una línea historicista-hegeliana considerará que la identidad (la esencia) del pueblo (Volk) se manifiesta en esa decisión que crea el orden social.

De hecho, llegará a desvincular la determinación de quién es el enemigo de la “realidad psicológica” de los individuos que han de decidir si la oposición que supone la existencia del otro representa una negación de la propia existencia, afirmando así que se trata de una oposición no caprichosa sino enteramente ontológica.

Dicho esto, podemos comprender que los motivos que mueven a Schmitt a combatir la separación de esferas de acción y la pretensión ilustrada de una política laica van mucho más allá de una exigencia de rigor filosófico. Si pretende devolver “lo político” hurtado a la política, como decíamos en un inicio no es sino para devolver a los pueblos el poder de decidir políticamente (es decir, de realizar por sí mismos la distinción amigo-enemigo) según los criterios que emanan de su propia “identidad”. Una idea que resulta especialmente peligrosa si tenemos en cuenta que la distinción amigo-enemigo se realiza, primeramente, dentro de la propia sociedad.

Schmitt es pues un pensador que pretende elevar la vida política al orden de las cosas necesarias, situándose en la estela de un hegelianismo de derechas tan triste y aparentemente compatible con el régimen nacionalsocialista, al que primero criticó por su pobreza intelectual, luego apoyó cuando logró el poder y que más tarde le apartó de la vida pública por sospechar de sus reticencias.

Si resulta siempre injusto reducir a un pensador a un puñado de etiquetas, aún con una biografía como la suya, en el caso de Schmitt puede serlo todavía más, pues su trabajo intelectual excede en mucho aquellos rasgos que pudieran concordar de forma más evidente con la ideología nacionalsocialista. Se trata de un gran lector de Hobbes (acaso solo superado por el judío Leo Strauss, a quien tuvo un gran aprecio intelectual), un hegeliano de derechas y un católico heterodoxo de aires gnósticos. En definitiva, un animal extraño que nos ha dejado algunas de las aportaciones más originales del pensamiento político contemporáneo y un interlocutor inevitable para muchos de los grandes pensadores de hoy.


Nota: Hemos intendado aquí explicar algunos de los rasgos del pensamiento de Carl Schmitt de forma resumida. No obstante el verdadero núcleo de su pensamiento no puede alcanzarse sin abundar con mayor profundidad en sus planteamientos teológicos, que quizás tratemos en otra ocasión.

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