15 de abril de 2019, Lunes Santo, observo con el corazón encogido las llamas que devoran la bellísima Notre Dame de París, todo un símbolo y testigo de siglos de la fe del pueblo europeo. Sigo atenta la información, los numerosos comentarios que se difunden por redes sociales, medios, etc. Un poco más tarde, en una conversación con una amiga de toda la vida, me recuerda que este mismo día se cumplen veintinueve años de nuestro bautizo. Me emociono por la gratitud al pensar que es un momento para celebrar, pues desde entonces ambas formamos parte como hijas de este pueblo vivo que es la Iglesia y las dos somos testigos de que pertenecer a este cuerpo nos ha salvado de las llamas de distintos fuegos en nuestra vida.
Un cambio tremendo se aproxima y pocos se están preparando. Al contrario, ni tan siquiera somos conscientes de vivir en el filo de una navaja. Como relata Stefan Zweig a propósito del estado mental momentos antes de la Gran Guerra (El mundo de ayer): “Si busco una fórmula práctica para definir la época antes de la I Guerra Mundial, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad… El propio Estado parecía la garantía suprema de esa estabilidad”.
El “sugerente” título del artículo es tomado de un libro de David Graeber que Ariel ha publicado hace poco, donde el autor intenta exponer una idea simple pero poderosa, parecida al elefante de la habitación que todos percibimos pero nadie quiere ver: ¿y si en nuestra sociedad hubiese un porcentaje relativamente elevado de trabajos de mierda? No se refiere a trabajos precarios o basura, para eso ya hay abundante literatura, sino a trabajos sin sentido, que no aportan nada a la sociedad y que el mismo trabajador reconoce como tal pero no lo admite porque le pagan por ello.
¿Tienen en mente la simpática operadora de telefonía que nos ofrece por décima vez cambiarnos de compañía? ¿Qué pasaría si mañana no existiera ese tipo de trabajo? ¿Nuestra persona, o en general la sociedad saldría perjudicada de algún modo? Podemos aumentar los ejemplos con elaboradores de informes que solo sirven para justificar una decisión ya tomada, la atención telefónica a las quejas de un producto, supuestos supervisores que intervienen sobre lo que ya funciona (y lo empeora), dar trabajo inútil a un empleado que no se puede echar… en fin mejor no seguir.
Alejandro Ballesteros es un escritor renegado que se encuentra sumido en la resaca de su éxito. Los tiempos pretéritos de escritor reconocido quedaron atrás; tiempos que dejaron tras de sí más de una traición y un desengaño. De pronto, en mitad de la desesperación sobrellevada por el alcohol y el sexo mediocre del aquí te pillo y aquí te mato, se produce un encuentro. Porque la historia que nos cuenta Juan Manuel de Prada en Lucía en la noche (Editorial Espasa) es, sobre todo, la historia de un encuentro. Y también de una búsqueda.
Desde que Netflixestrenó la serie de Marie Kondo, la gurú japonesa que ha puesto patas arriba los hogares de muchos con su método para ordenar y a otros tantos les ha regalado unas buenas risas, he escuchado a amigos y conocidos que ridiculizan hasta extremos desorbitados esta propuesta. Un método que por sencillo puede parecer ridículo, pero creo que no hay nada más necesario que nos recuerden una y otra vez lo evidente. Y con evidente no me refiero al hecho de que cuando ordenamos un espacio ya sabemos que nos ayuda a ordenar la mente, a organizarnos mejor, a hablar menos de lo que me queda por hacer y más entre nosotros o a evitar tirarle a algún ser querido un cenicero a la cabeza por pura desesperación. Con evidente me refiero a que Marie Kondo utiliza el único método que a mi juicio es verdadero: preguntarnos si lo que tenemos delante corresponde más o menos con nuestro anhelo de felicidad.
Es de noche. Un padre mira el cielo estrellado con su hija en el porche de su casa en Massachusetts. Los dos sonríen y la hija señala con el dedo Casiopea. La noche estrellada, la luz refulgente de miles de luciérnagas que quedaron pegadas en la gran red de arriba… De momento todo va bien. De repente, la mano del padre se desliza hacia lo que parece una pantalla que se interpone entre sus ojos y el cielo. Vaya. ¿Qué hace el padre con un Ipad en la mano? Parece que están viendo las estrellas a través de la pantalla del dispositivo electrónico. ¿De verdad era necesario?
Mi padre detesta los regalos de Navidad. Le parece una costumbre insípida y puramente comercial. Está convencido de que siempre se acaba por entregar objetos innecesarios, pero, por no faltar al detalle, cada diciembre me pregunta si me gustaría recibir algo en concreto y me recuerda tajantemente que él no. Sigue leyendo
¿Cómo acaba la historia de Ulises, el marino griego? Según la versión que nos vendieron a todos, regresa a casa, se carga a los malos, rescata su mujer y comen perdices por siempre jamás.
Corre el año 1939 y Europa se encuentra al borde de la II Guerra Mundial. El Dr. Sigmund Freud se ha instalado en Inglaterra tras huir de una Viena invadida por los nazis. Un joven profesor de la Universidad de Oxford visita la consulta londinense del padre del psicoanálisis dispuesto a librar un duelo por todo lo alto. ¿Pudo ser C. S. Lewis? En” La sesión final de Freud”, representada hace algún tiempo en los escenarios de Madrid, se juega con esta posibilidad.
Decía Ratzinger que la duda era el punto de encuentro entre el creyente y el ateo. De igual manera, el hartazgo hacia nuestra clase política parece ser el lugar común donde nos encontramos todos los credos ideológicos.
Admitámoslo. La bohemia no tiene cabida hoy día en el mundo occidental y globalizado en que nos hallamos. Emular a Max Estrella o a los aventureros españoles que recorrían el mundo acompañados de una maleta y un poco de buena suerte se antoja imposible. Como mucho, seremos burgueses gozando de los privilegios exclusivos del nuevo milenio disfrazados de letraheridos o de cínicos del cine negro. Y nada de esto es malo.
— El microrrelato surge como el último reducto para una sociedad que no lee, llena de urgencias, obsesiones, prisas y reducciones — Con “Por favor, sea breve” revivirá en cuatro líneas un golpe de Estado, leerá la peculiar esquela de un ave Fénix y reflexionará sobre el miedo, la libertad, la muerte, el viaje, la felicidad o la soledad
A principios del siglo pasado, uno de nuestros escritores más queridos, Juan Ramón Jiménez, predijo en su obra Cuentos largos la deriva de la literatura hacia la minificción en las siguientes décadas: «¡Cuentos largos! ¡Tan largos! ¡Ay, el día en que los hombres sepamos todos agrandar una chispa hasta el sol! (…), el día en que nos demos cuenta de que nada tiene tamaño, y que, por lo tanto, basta lo suficiente; el día que comprendamos que nada vale por sus dimensiones (…) y que un libro puede reducirse a la mano de una hormiga porque puede amplificarlo la idea y hacerlo universo».
«Se buscan hombres para viaje peligroso. Sueldo escaso. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura el regreso. Honor y reconocimiento en caso de éxito». Anuncio publicado en el Times, año 1907 con motivo de la partida del Endurance.
Hoy ya pocos conocen la historia del Endurance, menos aún han oído hablar de la de su capitán, Ernest Shackleton.
Viajero y explorador, de esta suerte de hombres que había antes, formados en el arte de mil quehaceres, era la tercera incursión en la que se adentraba en territorio antártico. El objetivo de Shackleton era alcanzar el polo Sur tras haber recorrido la mitad de la Antártida y había jurado no descansar hasta llegar al otro extremo. Sigue leyendo
“A primeros de julio, después de un calor sofocante…” No es la crónica del tiempo de este verano sino que así inicia uno de los libros más famosos de Dostoyevski y de la literatura mundial, Crimen y Castigo.
–Lo prometido es deuda. Me estoy acordando mucho de ti y de tu familia. La ciudad está tan espectacular como siempre… Ojalá paseemos juntos por aquí. Si no, me conformo con que nuestra amistad dure toda la vida.
Me gusta coleccionar postales. Es una de esas cosas que me recuerdan a ir a casa de mi abuela de pequeño en las tardes de domingo. Como las tardes de toros, las películas en blanco y negro, los cromos de Panini o los trajes de Cary Grant. Recuerdos de una infancia feliz.
Decía Chesterton que todos los recuerdos de la infancia son maravillosos, porque en ellos se ve una luz viva, un deseo de vivir y una impresión de los sentidos que va más allá de lo cotidiano por lo que se está por descubrir. Ese deseo vivo es lo que hace que todo sea visto por los ojos de un niño como algo nuevo con independencia de que realmente lo sea.
La primera postal que tuve me la enviaron mis padres desde Roma. Tuve un romance un par de años con la filatelia que no llegó a florecer. Los sellos son muy bonitos pero el llegar a formar una buena colección requiere tiempo y dinero. Factores que llevan a que un niño no esté en disposición de cultivar tan elevado pasatiempo, al no ver mucho cambio a corto plazo en sus ahorros, normalmente conformados por chicles, trozos de alambre y cristalinas, canicas, cromos de fútbol especiales y otros tesoros de igual o dudosa reputación.
Le tengo especial cariño a esta postal que me enviaron mis padres desde Roma en la que sale un guardia suizo ante la tumba de San Pedro. Ese fin de semana nos quedábamos con mi abuela, y mis padres me escribían en la postal que le habían dicho al guardia que yo tenía un uniforme del Real Madrid. Todo esto lo leí después claro, pero no deja de ser curioso lo que estaba pasando mientras. Lo cierto es que el uniforme tenía un par de meses y aún no había podido estrenarlo en la capital. Lo llevaba puesto en ese instante, aprovechando la ausencia de mis padres. Tras toda la mañana debatiéndome, finalmente había conseguido armarme de valor y, enfundado en la elástica de siemens mobile, dirigí mis pasos hacia la misa dominical. Era un hecho de rebeldía sin precedente y constituía una alteración del orden en mi casa. El uniforme del Madrid era únicamente para jugar al fútbol. Nada más. Para mí, que nunca había tenido camiseta de equipo alguno, suponía un placer demasiado grande como para dejar pasar la oportunidad de poder lucir la indumentaria de mi equipo de futbol y no pude resistirme. Llevé la camiseta de O´Fenómeno todo el fin de semana. Por supuesto me cayó bronca, pero mereció la pena la travesura.
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Hay postales especiales que tienen una especie de bonustrack. Principalmente son de amigos que se han molestado en garabatear algo al dorso que se salga de lo cotidiano. Muy pocas cosas están a la altura del placer indescriptible que supone recibir la imagen de algún sitio muy lejano y diez o quince líneas recogidas por algún amigo que cuenta que lo está pasando muy bien, que se acuerda de ti y que el próximo viaje lo haréis juntos.
Las normas básicas a la hora de escribir una postal son:
1. Elegir una imagen bonita y original. Qué se salga de lo cotidiano. Qué también se salga de lo ordinario. Las postales son como los detalles, inesperados y de buen gusto.
2. Comprar el sello y asegurarnos de que el precio de los portes es suficiente y que no nos han vendido uno de menor coste -o de otro país- y que no llegará la postal. Si la postal no llega, habremos fracasado en nuestra misión. Un recurso de emergencia puede ser enviarlas al llegar al sitio de origen con el sello del país, pero indudablemente perderán carácter. No, no es lo mismo.
Una costumbre al alza en estos tiempos oscuros que corren para los amantes de las postales es el comprarlas y darlas en mano sin firmar ni nada. Es como dar un regalo sin envolver, rompiendo el sagrado ritual. ¿Para qué sirve la postal entonces? No esperas el momento en el que llegara la postal de tu amigo al buzón, no podrás leerla en la intimidad de tu cuarto o subiendo las escaleras de casa. En esos momentos incómodos en los que te dan las postales en mano suelo farfullar algo dando a entender que las leeré después y las meto rápido entre algún libro o las echo al bolsillo sin mucho miramiento. Resulta muy violento leer una postal delante de la persona que la acaba de escribir.
Hay amigos que prometen el oro y el moro y no te envían nada, o chicas que después de mirarte a los ojos, te mienten descaradamente y te dicen que por supuesto que se acordarán de ti, que todo va bien, y te escribirán aunque lo cierto es que no lo hacen.
Hay una venganza aun peor que mentir y no llegar a escribir una postal: Escribirla y no enviarla. Suelen terminar perdiéndose por los cajones o lugares recónditos de la casa, arrugada en la maleta, en la habitación del hotel… Con el tiempo da pereza enviarlas y así terminan enterradas, sabiendo que no nos pertenecen, condenadas a vagar sin destino. Hagamos un momento de silencio por esas postales que nunca vieron la luz, que nunca llegó a poseer su legítimo dueño, ajenas a esperar un momento que nunca llegó. Supongo que cuando muera podré ir un día a visitar el cielo de las postales y leer todas aquellas postales que nunca me llegaron a enviar o se perdieron por el camino.
3. La tercera norma y más importante es el lugar donde escribir las postales. Habrá que buscar un sitio que nos estimule, un remanso de paz, un sitio donde nos encontremos a gusto. El bullicio de una calle ajetreada un día laborable, una terraza o una plaza, el abrigo de una taberna o el silencio de nuestra habitación. Lo siguiente será por qué escribimos y para quien, qué significado tiene el viaje que estamos haciendo, qué relación tenemos con la persona a la que escribimos y qué le queremos transmitir. Resulta de vital importancia poner la fecha. Conviene saber en qué año fue escrita para poder ordenarla después dentro de los álbumes. Es recomendable firmar a fin de saber quién la envía. Hasta una persona como yo hace un especial esfuerzo por que se entienda su letra, al menos en las líneas destinadas a la dirección postal. Un mínimo de decencia por nuestros amigos que esperan nuestras postales. Nos necesitan.
Desde pequeño, tomé la costumbre de enviar postales a mi familia durante los viajes. Costumbre que no sé por qué mantengo. En el fondo supongo que me hace ilusión saber que están en casa y que al menos tienen un recuerdo mío, que saben que los tengo presentes. Son postales que por regla general suelen terminar en un cajón o pasan unos días en la nevera para volver después a ocupar cualquier cajón de la casa. No les culpo. Lo cierto es que tengo una letra pésima, los que me conocen lo atestiguan y todo intento de descifrar cualquiera de mis caracteres es vano. Como decía un compañero del colegio, mi letra solamente la entendemos Dios y yo. Y media hora después solamente Él. Era algo que ya intuía de pequeño. No era normal que mientras mis primos y hermanas bajaran a la playa temprano yo tuviera que hacer tres o cuatro planas de los cuadernillos Rubio. El recuerdo es vago pero permanece. Algunas noches sueño con una especie de fantasía en la que me encuentro por fin con mi archienemigo el Sr. Rubio y le espeto algo así como ” Me llamo Iñigo Montoya, mataste mis veranos. Prepárate a morir”. Tengo el férreo convencimiento de que la editorial de cuadernillos sobrevivió tantos años gracias a las inversiones que hacían mis padres.
Cuando uno recibe una postal ocurren tres cosas:
1. Una sensación de agradecimiento a la persona que la envía. Se alaba su buen gusto eligiendo la postal, y se disfruta viendo la fotografía e imaginando las aventuras por las que discurre, se observa el trazo de su letra y se razona sobre lo que dice y expresa.
2. Un deseo de que ese amigo que la envía lo esté pasando bien y ganas de acompañarle en su viaje, de emprender nuevas aventuras. Por espacio de esos cinco minutos que se tarda en leer la postal, conectas con la persona que la envía, como en la película de Frecuency, y eres participe de sus andanzas.
3. Acontece un breve repaso de los mejores momentos de esa relación de amistad y un renovado efecto de mantenerla y un deseo de acrecentarla cuando el amigo en cuestión vuelva de su viaje.
Fotografías hay demasiadas, fotografías de buena calidad, pocas. La tendencia actual es a sobreexponernos a whatsapps de imágenes movidas, de mala calidad hechas sin detenimiento ni delicadeza. Un aquí te pillo, aquí te mato. Una postal invita a la reflexión, a la pausa. A la contemplación. A detenerse durante unos instantes a leer lo que otra persona ha querido recoger tras esa imagen que conecta a los dos durante su vivencia en tierra extranjera. Es una estampa, una ventana a compartir aventuras.
Constituyen una costumbre en desuso que comienza a diluirse como los hielos en un vaso de whisky. Es uno de los últimos vestigios que quedan de la civilización en Europa, como el uso de las corbatas, los cómics de Tíntín o fumar en pipa.
No escribamos postales para quedar bien ni por cumplir con una obligación, impuesta como si fuera un juramento. Escribamos postales porque tenemos algo que expresar, algo que sentir. Porque como cuando eramos niños, nos recuerdan que todavía quedan muchos momentos por vivir y que como en la infancia, la vida es maravillosa.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog de su autor y es reproducido aquí con su permiso.
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Frente a otros novelistas, Eric Arthur Blair no se equivocó en la fecha. Siempre parece que se equivocan los autores de distopías, por exceso o por defecto, a la hora de situar en el tiempo la fecha de llegada de ese futuro lleno de miedos, marcado por el apocalipsis o habitado por el último hombre. Pero Eric, que había adoptado el pseudónimo de George Orwell, no lo hizo, al situar en 1984 la trama de su inmortal novela del mismo nombre; ese año aun sobrevivía, aunque escondiendo su debilidad terminal, la utopía comunista que denunció casi a contracorriente. Había muerto décadas antes el inspirador del personaje del todopoderoso cerdo Napoleón, pero el Animalismo revolucionario seguía vigente (al menos formalmente) y el todopoderoso Gran hermano perduraba todavía (aunque solo sobreviviría un lustro más a esa fecha icónica).Sigue leyendo
“Hacerse mayor” es, además de una expresión horrible, un conjunto de factores y circunstancias que logran –o pretenden- hacer que tu brújula vital se estabilice. O al menos así lo veo yo. Paradójicamente y para que eso suceda, por el camino tienes que desaprender muchas cosas. Desaprendes tanto como aprendes, en un vals incesante de conocimientos y lecciones vitales que esperas que en algún momento te ofrezca un descanso para poder reposar y repasar. Aunque eso raramente sucede, y tú tienes que ir encadenando compases mientras esperas que absolutamente nada se te olvide.
Pareciere que, al hablar de propiedad privada, tuviésemos un falso dilema entre dos extremos. En el uno, el liberalismo económico (Vallet de Goytisolo, 1974, p. 54), que defiende de forma absoluta la propiedad privada, como si esta fuese intrínsecamente buena; en el otro, otra forma de liberalismo, que tiende a suponer que “la propiedad es un robo” que atenta contra la libertad de los hombres.
El darle a la propiedad privada un valor intrínsecamente bueno es atentar contra ella, y los defensores del liberalismo económico son confundidos erróneamente con defensores de la propiedad privada. De hecho, Chesterton, en su libro Esbozo de la cordura dedica una palabras inusualmente duras a quienes vivimos en lo que él reconoce como capitalismo: Sigue leyendo
«Estaba al borde de la desesperación total, de la depresión profunda, me veía en un callejón sin salida. Entonces me pongo a buscar la frase más simple, la cosa más sencilla, porque es lo que me puede salvar. Siempre he sabido que sólo la sencillez salva. No existe nada más simple que un vaso de agua o un mendrugo de pan. ¡Y con eso se salvan vidas!» (Conversación con Marek Miller para su programa de televisión, citado por Pascual Serrano en Contra la neutralidad, Península, Barcelona, 2011).
“El lugar donde nacen los niños y mueren los hombres, donde la libertad y el amor florecen, no es una oficina ni un comercio ni una fábrica. Ahí veo yo la importancia de la familia”. Gilbert Keith Chesterton
Regiones donde mueren más personas de las que nacen, donde miles de pueblos pequeños desaparecen o están en riesgo, donde las personas mayores son el rostro mayoritario de parques y jardines; podría ser el escenario tras una guerra, tras una catástrofe natural. Sociedades donde la palabra hermano es cada vez menos conocida y usada, donde ser padre o madre se excluye crecientemente del itinerario vital, y donde ser abuelo es, estadísticamente, una posibilidad cada vez más remota; podría ser el escenario de una novela distópica, de una película de ciencia ficción. Lugares donde la mutación antropológica de la demografía contemporánea tiene lugar, como realidad, positiva o negativa según su valoración ideológica, de numerosos países de Occidente u occidentalizados.