Hasta el 25 de noviembre, el Centro Gallego de Arte Contemporáneo (CGAC) acoge la obra de Javier Riera (Avilés, Asturias, 1964), artista visual de la luz, la geometría y el paisaje en una muestra comisariada por Santiago Olmo y con intervenciones directas en el Parque Bonaval, de donde toma el nombre.
Oh muerte, yo te amo, pero te adoro, vida… cuando vaya en mi caja para siempre dormida, haz que por vez postrera penetre mis pupilas el sol de primavera.
(Versos de Melancolía, A. Storni)
La definición de melancolía en los diccionarios suele ser algo como “Tendencia a la tristeza permanente” o algo más amplio como “término que deriva del latín y que, a su vez, tiene origen en un vocablo griego que significa ‘bilis negra’. Se trata de la tristeza vaga, permanente y profunda, que puede haber nacido por causa física o moral y que hace que el sujeto que la padece no se encuentre a gusto ni disfrute de la vida.” Suele tratarse como una condición psicológica, como una enfermedad que se cura con fármacos y distintas terapias.
Si alguien espera leer una historia de las dos Españas o un relato de franquistas y anti-franquistas, no encontrará tal cosa en esta “pieza”. Esta es la historia de Fabio y Pedro, o de Pedro y Fabio. Fabio y Pedro no fueron dos destacados representantes de la Movida. Fueron la Movida. Y su suerte ha sido tan radicalmente dispar que casi nos permite mirar hacia esos años con filosófica nostalgia, con cierta admiración por la sabiduría de un destino que ha llenado el tiempo de curiosos matices. Matices bizarros y abstractos, pero con un insólito sentido existencial. Matices y recovecos de historias que ni el más intrépido novelista hubiera podido imaginar.
Partiendo de un común y compartido espíritu libertino, Pedro conoció el éxito, las mieles del triunfo, supo hacer de su espíritu rebelde un medio de expresión para las masas, riéndose de lo divino y, hasta cierto punto, de lo humano. A Fabio, en cambio, el éxito le pasó de lado y ahora le llegan, ay, las hieles del ostracismo y la censura pública. Todo a raíz de unas declaraciones sobre uno de esos temas con los que se pretende distraer la atención respecto de los problemas de verdad: el Valle de los Caídos. Estas declaraciones no han de ser vistas como un discurso político, sino como la performance definitiva de un artista total. Sigue leyendo
El género del terror nos ha legado historias que, llevadas a la pantalla grande, han convertido a sus monstruos en leyendas con el paso del tiempo se vuelven mitos contemporáneos. Uno de ellos, y que quizá con algo de razón ha sido interpretado como el arquetipo junguiano de La Sombra, es el mito del vampiro, al que todos concebimos en el imaginario colectivo ya sea bajo la forma romántica del Drácula de Francis Ford Coppola, o portando la indumentaria clásica de Bela Lugosi o Christopher Lee, o desde una polémica perspectiva millennial, con el aspecto de Robert Pattinson.
Bogie era un cínico. O más bien, llevaba una coraza de cínico. Intentaba mostrar que tenía tan poca fe en el mundo como la que tenía de sí mismo. Pero bajo ese disfraz de tipo duro, mirada férrea, cigarrillo inseparable y noches de copas, se encontraba un melancólico. Alguien que empatizaba y se preocupaba de sus amigos, su familia, su país y la gente en general.
Vivimos en tiempos extraños. Tiempos en los que hay más críticos de arte que artistas. Un mundo donde viven mejor los expertos sobre la obra de Bach que sus intérpretes. La creación, con su absoluta liberalidad, ha sido sustituida por la técnica.
Vivimos en la era de los museos y los catálogos. Nos encontramos más cómodos contemplando un retablo de El Greco en una sala cerrada, con la iluminación “adecuada”, que en una iglesia oscura durante el culto y creemos que el Officium Hebdomadae Sanctae de Tomás Luis de Victoria debe ser escuchado en un auditorio con una buena acústica.
Pedro Pastor Guerra lleva toda su vida unido a la música, desde los 13 años que compusiese su primera canción hasta sus 23 actuales. Con cuatro discos y cientos de conciertos tras de sí basados en un trabajo de autogestión que a través de multitud de ritmos da voz a mensajes de libertad, empoderamiento, política y amor libre. Se palpa en su música una cercanía a América Latina, a la historia, a colectivos sociales y, sobre todo, a experiencias en una primera persona poco convencional que cada vez llama a un público más numeroso.
Dorothy Day no es de esas personas planas, que no molestan o dejan indiferente. Siempre fue extrema, en su vida, en sus posiciones y en su personalidad. Vivió su vida consumiéndola y consumiéndose en una intensa búsqueda de la felicidad.
Nace en 1897 en Brooklyn, Nueva York, en una familia protestante de clase media. No parece que su entorno familiar haya sido de lo más acogedor debido a un padre frío y distante. Pero la joven Dorothy, de una gran inteligencia, se apasiona por la literatura y se evade de esta manera. Los autores que más le atraían eran los que hablaban de las condiciones de vida de los pobres como London o Finger. En su adolescencia, se aleja de la religión porque ella misma dice:
“No vi nunca a nadie (en la iglesia) quitarse el abrigo para darlo a los pobres. No vi nunca a nadie, dando un festín, invitar al ciego y al paralitico…No quería de una caridad que se reserva a un pequeño grupo de gente (…)” (Day, 1952, 39) (1)
A los 16 años acaba con antelación el colegio y se inscribe en la Universidad de Illinois para estudiar periodismo. No aguantará mucho tiempo en los pupitres universitarios y nunca acabará sus estudios. Rápidamente sale a la calle para contar como malvive la gente de esta época y trabaja para varios periódicos anarquistas y de izquierdas. Su padre se niega a que Dorothy vuelva a la casa familiar y ella experimenta entonces el frío y el hambre, subsistiendo con el poco dinero que le dan sus artículos. También, milita como feminista y tras asistir a una manifestación para el derecho de voto, la encarcelan en 1917. Esa no será la única vez que esté en la cárcel, pasará allí varios periodos de su vida.
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Hay tierras que tienen que ser muy aradas par dar fruto
Empieza a rodearse de un círculo de artistas bohemios y pensadores anarquistas. Escribe una novela autobiográfica, The Eleventh Virgin, en la cual describe el ambiente en el que se mueve en esta época. Se enamora locamente de un hombre, Lionel Moise, y se queda embarazada de él a los 22 años. Por miedo a que la abandone, decide abortar. Él la dejará de todas formas poco después. Según los testimonios de varios de sus amigos (2) tras el abandono de Moise, Dorothy intenta suicidarse varias veces. Después de este trauma, se casa por despecho con un hombre que casi le dobla la edad y se dedica a viajar por Europa durante un año con él. Poco después y nada más volver a Estados Unidos se divorcian.
En 1925, se enamora de Foster Batterham, ecologista ferviente que le enseña a contemplar la naturaleza y con quién encuentra un poco de paz. De nuevo se queda embarazada y decide quedarse esta vez con el bebé. Batterham le deja la decisión a ella, no está ni a favor ni en contra. Estando embarazada, se opera un cambio en Dorothy, busca acercarse a Dios. De manera muy progresiva se acerca a la fe católica pero con un gran sufrimiento interior. Foster, el gran amor de su vida, es ateo convencido y le ha advertido que en caso de que se convierta, él no seguirá a su lado.
Cuando se escucha hablar de los escritores de la conocida “generación perdida”, en el París de los años 20, lo común es pensar en un grupo de americanos que viajaron a París a vivir una vida bohemia, llena de excesos, de alcohol, de fiesta, de jazz, de mujeres. Nos los imaginamos sentados en los cafés escribiendo sus cosas, fumando cigarrillos y, como la concepción que a veces se tiene del artista, comportándose de forma bohemia. Para algunos, unos personajes dignos de admirar por su talento; para otros, unos parias de la sociedad que se dedicaban a la bebida y a la “buena vida”.
Desde hace casi cuarenta años, la llegada de la primavera genera un extraño binomio. A la venta estacional de corticoides en las farmacias se le suma la aparición del hit del verano. Sigue leyendo
El sentimiento trágico es una constante que atraviesa toda la filmografía de David Lean. En sus obras más representativas el personaje protagonista siempre pugna por escapar a su Destino sirviéndose de distintas herramientas. El Puente sobre el río Kwai, por ejemplo,trata de superar la condición de prisionero a través del trabajo, de tal forma que el puente mismo se convierte en un monumento a la lucha por la dignidad moral. El trabajo como medio para alcanzar la libertad interior. En Lawrence de Arabia, concebida como una tragedia en la que su protagonista se debate entre su condición de simple mortal y la tentación de creerse un héroe insuflado de una chispa divina, la intrepidez y el ingenio aspiran a la superación de las contigencias humanas y a la consecución de una libertad absoluta. En Doctor Zhivago, por último, la Belleza se erige como puerto-refugio frente a las fatalidades de la existencia.
Cuando nos sumergimos en la lectura de los clásicos, especialmente los grecolatinos, nos encontramos ante una bifurcación difícil. En un póster motivacional leí alguna vez que la diferencia entre lo ordinario y lo extraordinario está en ese “extra”. Yo creo que algo parecido ocurre en esta bifurcación: las obras se pueden leer sin más, o -con ese pequeño “extra”- pueden ser el núcleo de una rica reflexión. Tomemos la segunda vía y empecemos el viaje. Sigue leyendo
En el corazón de Madrid, cerca del Rastro, hay un pequeño solar dedicado a actividades sociales. Suele estar ocupado por niños que juegan al fútbol en un campo de tierra con dos porterías oxidadas. Cuando, subiendo por Embajadores, el paseante ensimismado se aproxima al solar, descubre un mercadillo callejero bastante desarrapado donde se venden marcos para cuadros y otros objetos de chamarilería que tienen la apariencia del oro viejo de alguna época olvidada. En la acera de enfrente del solar, se levantan los muros de la iglesia de San Millán y San Cayetano, realmente imponente por su altura y en la que siempre algún pobre con las uñas ennegrecidas de las manos y de los pies extiende su mano al paseante por si, por ventura, este se apiada de su miserable condición.
Iglesia de San Millán y San Cayetano.
El muro lateral de una casa de renta de alquiler antigua da al solar donde juegan los niños bajo el amparo de un barrio en el que el arte urbano, la igualdad de género y el multiculturalismo despiertan fervor y rechazo. En ese muro que, como una divinidad benigna y protectora, vela por los buenos usos del solar, un grafitero famoso por sus corazones de estética pop y al que se conoce como “El Rey de la Ruina” ha dibujado tres iconos ideológicamente reivindicativos: el de una espada rota, el de una mujer joven, guapa, de larga melena negra y en camiseta que mira, segura y tranquila, a un punto indeterminado del horizonte y el de un corazón. El grafiti es poderoso, posee un ligero aire cubista y los diferentes colores que lo ilustran magnifican su carácter lúdico y, al mismo tiempo, solemne. “El Rey de la Ruina” quiere decirnos algo y lo dice con palabras de la comunista de origen polaco-judío Rosa Luxemburgo, detenida, encarcelada y asesinada por los freikorps que, con el apoyo del gobierno, sofocaron la revolución alemana de 1919. La frase de Luxemburgo escogida por el artista reza “socialmente iguales, humanamente diferentes, totalmente libres” y está dividida en tres partes: el socialmente iguales se representa con el icono de la espada rota, el humanamente diferentes, con el de la mujer y el totalmente libres, con el del corazón. El reino de Rosa Luxemburgo se transfigura en la ruina iconográfica de un solar y un muro reinventados por la colorista creación de un grafitero que ha querido expresar simbólicamente el latido más íntimo y secreto de Lavapiés.
Tras haber esquivado una vez más, con esa arrogancia vergonzosa del paseante cansado de pedigüeños, a uno de los mendigos de San Cayetano, me detuve asombrado ante la obra de “El Rey de la Ruina” en mi último peregrinaje al corazón de la ciudad. Había pasado por allí en incontables ocasiones pero nunca había prestado demasiada atención a lo que consideraba superficialmente una mera manifestación de la tribu progre y multicultural. “Ah, ese bodrio luxemburgués, qué bien quedaría si le diésemos la vuelta y dijésemos socialmente insociables, humanamente contingentes, ambiguamente libres“. Esto pensaba yo con la misma solemnidad y suficiencia de aquellos que me indignaban por su pamplinería, demagogia y superioridad moral.
No sé qué me sucedió en mi último peregrinaje, que tantas otras veces había rematado en una librería del centro de la que salía orgullosísimo después de haber despachado casi sin mirar una docena de títulos que me parecían infames por su mezcla de subversión y corrección política, pero quizá debido al rumor del oro barato y gastado de la chamarilería, a las pantorrillas de los minúsculos futbolistas que se divisaban entre el polvo del solar, y que me recordaron a un partido de mi infancia en el solar que hay enfrente del edificio donde vivían los trabajadores de la Casa de la Moneda, o a la uña negra y acusadora del mendigo me encontré a mí mismo contemplando con arrobo los iconos de un mundo soñado por el que merecería la pena luchar. Y en tal trance ideológico, con el riesgo de que las ruinas de la historia y la historia de perdición de tantas utopías volviesen a cobrar vida alumbrando un reino promisorio, vino a mi cabeza la gran novela visionaria, triste y esperanzada como las más evocadoras quimeras del corazón, de Andréi Platónov, Chevengur.
El destino terrible de Platónov en el estalinismo no le impidió escribir una obra que conmemora la utopía con los acentos elegiacos de su infausto final, de esa memoria del porvenir que nunca llegó a ser lo que auguraba. El protagonista de Chevengur, Dvánov, un huérfano que terminará sumergiéndose en las aguas para encontrarse con su padre muerto, tiene por fiel compañero y paladín a un Quijote de la estepa, el inmortal Kopionkin, que, con su caballo y su espada, en vibrante metamorfosis del caballero de la triste figura, defiende a los humillados y a los ofendidos y ofrenda sus obras de justicia a la memoria de su madre-amante Rosa Luxemburgo. ¿Cómo lo anhelado por el Quijote de la estepa, lo que hizo refulgir su alma piadosa y bondadosa podrá nunca soslayarse como el tesoro perdido del mundo de los hombres? Posiblemente, las ruinas sean eso, ruinas, y los reinos que una vez las cobijaron no sean más que satélites fuera de órbita que flotan en un universo sin oídos para el espíritu. Platónov sabía que así era y, pese a ello, se tragó su desgracia, que incluía la muerte de su hijo tras una detención arbitraria, y pudo vislumbrar el sentido más puro e irrenunciable de los viajes que se emprenden con el corazón propicio.
Sería demasiado fácil decir que, gracias a la rememoración de Chevengur, experimenté una catarsis ideológica, crucé a la otra orilla y me dejé llevar por la sugerencia del grafiti al mundo de los “socialmente iguales, humanamente diferentes, totalmente libres”. Pero sí es cierto que, ante el reino simbolizado por aquella ruina iconográfica que flotaba a la deriva en el Madrid de siempre, sentí que, al gran Kopionkin, le debía un reconocimiento luxemburgués porque alguien que fue amada por el guerrero rojo no pudo equivocarse en lo esencial. Del mismo modo que los libros de caballería que llenan de luz los viejos solares del tiempo no pueden despacharse con suficiencia dado que fueron capaces de engendrar la bienhechora locura del mejor de los hombres. Lo cual quizá sirva para entender que la literatura, que la perspectiva abierta por la literatura en lo más profundo de nuestra alma, trasciende la batalla ideológica y ofrece sobre esta una visión que no es de blancos y negros. Y ello debido a que, en la literatura, las ideas se encarnan en personajes cuya grandeza espiritual derriba y sobrepasa los diques de una empobrecedora lectura ideológica. Por eso, la cita de Luxemburgo, que tanto me repelía en mis paseos madrileños al quedar ilustrada por un grafiti que reúne los tics característicos de la tribu progre y multicultural, asumió un nuevo significado cuando la verdad novelesca personificada por el Quijote de la estepa me permitió situarla en el espacio imaginario de las utopías literarias.
No pretendo decir otra cosa que la realidad es algo complejo y ambiguo, que tiene muchas capas y dimensiones y que la ficción forma parte de los instrumentos de que disponemos para abordar su conocimiento. Causa definitiva, a mi parecer, de que un esmerado paseante de los barrios madrileños que rodean el centro del universo deba, si quiere tocar el cielo de la embriaguez callejera, ser capaz de alumbrar en su cabeza dos ideas contradictorias al mismo tiempo. Como, por ejemplo, la ruina ideológica representada por ideales que no pasan de ser un brindis al sol, bellas e inanes palabras, y el reino literario configurado, de una vez y para siempre, gracias al impulso que aquellos mismos ideales dieron a corazones propicios.
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Entenderán ustedes que siendo británico, hombre de bien y admirador de la hermandad prerrafaelita, un servidor ande un poco cabizbajo últimamente. La gota que ha colmado el vaso de mi bien adiestrada flema ha sido la retirada de la Manchester Art Gallery del cuadro “Hylas y las ninfas” de John William Waterhouse.
Aunque en última instancia es más que probable que semejante ignominia haya tenido una finalidad exclusivamente publicitaria (lo que no sabemos bien si constituye un eximente o un agravante), lo cierto es que subirse al carro del #MeToo a costa de la memoria de pintores que fallecieron hace más de un siglo no parece una acción excesivamente elegante ni valiente. Sigue leyendo
Andrés Suárez es un cantautor gallego que se atrevió a coger su guitarra y bajar a Madrid para intentar vivir de unas letras y unos cuantos acordes. Pocas garantías y una ciudad ajena y grande, lo que la hace dos veces ajena para todo lo que tenía como meta. Así las cosas, esto no es una biografía: Andrés tocó mucho y en muchos sitios: en locales, bares, en la calle y el Metro. Pasaron muchos meses, varios discos y ahora llena auditorios, teatros, estadios y todo lo que se ha propuesto hasta la fecha. Todos nos hemos sentido alguna vez Toto, instigados por algún Alfredo a dejar Giancaldo y nuestro Cinema Paradiso para vivir un sueño lejos de casa, pero no todos lo hemos vivido o sabremos lo que es hacerlo; Andrés sí lo sabe.
«Pásame la sal», he pensado. Luego: «No, no es suficiente». A ver esto: «Estoy cenando con mi mujer en casa y le digo: “Amalia, pásame la sal”». Ahora sí. Sigue leyendo
Este próximo viernes se estrena “Loving Vincent”, la impresionante película que narra, a través de 65.000 fotogramas convertidos en cuadro, el misterio de la muerte de Van Gogh.
Con varias nominaciones importantes a sus espaldas -Globos de Oro y BAFTA- el espectador se va a encontrar con una experiencia estética sin precedentes que ensancha los horizontes del cine en un buen mestizaje artístico, patente a lo largo de todo el metraje.
1891. Se cumple un año de la extraña muerte de Vincent. Armand, bajo la petición de su padre Roulin; el cartero al que el incomprendido pintor confiaba sus misivas, viaja a Paris para hacerle entrega a Theo Van Gogh, la última carta de su hermano con el que hacía tiempo que había roto la relación. Al llegar a la capital, Armand descubre que Theo ha fallecido de sífilis y no hay receptor para aquella carta.
Comienza entonces un viaje hacia los colores de una sombra; de pincelada gruesa y alocada, de confusión, arte, amor, desprecio y muerte.
Todo en la película rezuma un compromiso con el legado del pintor neerlandés. El trabajo de Dorota Kobiela yHugh Welchman en la dirección es soberbio. La elaboración fotograma a fotograma de Loving Vincent, que durante 10 años ha congregado a más de 120 artistas de primer nivel, permite estar en actitud contemplativa, sobrecogido por la grandeza creativa de aquellos que han revivido la obra y en cierta medida, también la figura, de Van Gogh. La sensación que queda tras su visionado es haber estado atrapado durante 80 minutos en un cuadro interactivo, jugando el rol de narrador omnisciente, pautando cada paso de Armand para averiguar las verdaderas motivaciones del pintor para terminar con su vida.
Existe cierta torpeza en la ejecución del guion y hacia el ecuador de la película se desinfla la tensión narrativa, haciendo que el espectador pase por alto la sucesión extraordinaria de cuadros que tenemos frente a nosotros. La trama, zurcida por los mismos Kobiela y Welchman, no es el fuerte del film ni mucho menos aunque no llega a chirriar en ningún momento. El trazo y el buen gusto es la constante que permitirá su disfrute y posterior recomendación.
Este artículo será publicado en la revista Pantalla 90
Este artículo responde a otro de Marcos Nogales publicado en esta página sobre la palabra del año 2017, aporofobia, con algunas reflexiones sobre el mal uso de las palabras y sus riesgos.
Las palabras fundan mundos. Como si se tratase de fórmulas matemáticas (piensen en lo que encierran los signos E=mc2), nos permiten no solamente nombrar lo que está frente a nosotros de la manera más patente sino incluso desvelar su posición, su lugar en el orden abstracto de la realidad. Solo cuando hay un orden, una interpretación, las cosas que nos rodean se tornan en un mundo, se hacen habitables porque pueden ser comprendidas, podemos relacionarnos más plenamente con ellas. Sigue leyendo
Hoy en día se hace énfasis en la construcción social e histórica de la maternidad como si se tratase de una mera función social. ¿Cuál es el propósito? Una función social es cambiable y puede evolucionar, la identidad profunda de una persona, no. Existe un grave riesgo de que la maternidad se viva actualmente como una carga y no como una vocación que permita a la mujer crecer en su humanidad. Queriendo “liberarse” de sí misma y de lo que es, a fin de cuentas, se destruye y con ella, su misión y su identidad. Sigue leyendo
¿Por qué sufrimos? ¿Por qué el dolor en sus múltiples y desgarradoras manifestaciones? Enfermedad, desamor, sueños rotos, desesperanza, tristeza, sentimiento
Llevo unos cuantos días intentando escribir sobre el fenómeno de la vuelta de Operación Triunfo. Primero pensé en hablar sobre la faceta política que está teniendo esta edición y cómo influyen a los jóvenes los temas tratados y la manera de dialogarlos. En segundo lugar, me rondó la cabeza hablar de la incidencia social de un programa primordialmente musical que copa las tendencias de redes sociales y bate récords en reproducciones (todavía no en audiencia) día tras día. Por último, pensé en lo obvio: hablar de la música. Pero, ¿cómo? Pues quiero ir de lo abstracto de la música en la actualidad a lo concreto que es Operación Triunfo porque creo que quiebra el statu quo al que estábamos acostumbrados. Sigue leyendo
Podría seguir buscando el adjetivo perfecto. Pero no lo haré. Podría esgrimir un verbo que lo encarne. Pero sería como quien busca atrapar el agua mientras se le escurre entre las manos. Debería encontrar el léxico adecuado, el momento justo o una simple estrofa de canción. Pero no. Este tampoco es uno de esos artículos. Diría entonces que brota de mi un simple homenaje a un hombre que de vez en cuando pasa a visitarme. Que lo quiero, aún sin conocerlo. El Quijote de la modernidad. Parte de mi identidad.
A Charly García se lo conoce como el padre del rock en español. Y casi sin quererlo se me desprende al papel un lazo que nos une. El de la paternidad. Porque en última instancia mi historia empezó cuando de niño mi viejo no tenía más alternativa que hacer crujir la púa en uno de sus vinilos. Era el único modo de que accediera a comer. Ese acto de rebeldía infantil cruzó nuestros caminos. Si no sonaba García el nene no comía…