Ya lo decía, en frase genial, el gran sociólogo español Esteban Pinilla de las Heras refiriéndose a la atmósfera del Franquismo: “un país con mucha moral y sin ninguna ética”. Por ello, entendía una sociedad grandilocuente y exagerada, siempre dispuesta a escenificar su adhesión al bien y su aversión al mal, una sociedad, en el fondo, destrozada, deshecha, entregada a la hipocresía y profundamente cínica.
El Franquismo, según Pinilla, se relacionaría con la hegemonía de un lenguaje apodíctico, concluyente e incuestionable en sus máximas, eslóganes, fórmulas coloquiales y frases hechas. El lenguaje ominoso de una sociedad sin pensamiento propio, poseída por el miedo y el egoísmo más voraz, por la pereza y la cobardía, que se limitaba a repetir la retahíla de los tópicos ideológicos puestos en circulación por políticos, burócratas, periodistas e intelectuales, todos ellos expertos en el arte de saber decir lo que debe ser dicho. Tópicos convertidos en usos lingüísticos que establecían la frontera entre lo decible y lo indecible, lo legítimo y lo ilegítimo, el bien y el mal, con el aviso subliminal de que cualquier matización o leve impugnación de tales lugares comunes podía traerle a uno serios problemas con la autoridad.
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