Mucho (en realidad muy poco, pero más de lo habitual) se lee últimamente, en la blogosfera e incluso en la prensa escrita, sobre el pensamiento social de Chesterton y Belloc y su propuesta económica denominada comúnmente “distributismo”. Al amparo de este nombre, que ni a sus propios autores gustaba, se despachan comentarios e ideas que no siempre se corresponden con el pensamiento original de los mismos. Trataremos a continuación de esclarecer modestamente algunas cuestiones, intentado sobre todo animar a una discusión crítica de la que el amable lector, en uso de su criterio sin duda superior, será protagonista.
Chesterton combate posturas como el materialismo radical de su época, que buscaba proclamar un verdadero pensamiento libre sin dogmas. Pero el precio de “destruir los muros que la religión protege contra el abismo” fue lanzar a un vacío escéptico que no libera, sino que deshumaniza. Este efecto paradójico se origina en el “diminuto círculo de racionalidad” en el que pretende situarnos tal doctrina, que acaba desembocando en una locura que suprime la capacidad intrínsecamente humana de soñar.
De esta forma, el misterio acaba situándose como el principio necesario para un verdadero pensamiento libre. Chesterton, como declarado racionalista, pero consciente de que esta es “una cuestión de fe en sí misma” en los grandes interrogantes, defiende una prudencia epistémica donde hay que aceptar convivir con los límites de la razón, independientemente de si los entendemos, en un saludable sentido común.
La pérdida del asombro
Sin perder su pragmatismo anglosajón, reivindica una actitud vital agradecida por gozar de la aventura del mundo real. Para ello necesita una ingenuidad infantil acompañada de humildad, constituyendo la capacidad del asombro. Esta tiene su referente en los cuentos de hadas, que son escritos por lo extraordinario y no al revés.
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Los ruidos externos e internos provocados por la sobreestimulación y los reduccionismos a los que nos vemos continuamente sometidos, en esta sociedad líquida donde no paramos, parecen amenazar esta capacidad. La categoría del misterio que se va perdiendo hace que ya no nos parezca extraordinario algo como el amor que profesamos a nuestros seres queridos o el mundo que hay en cada persona, reducido por algunos a reacciones químicas y a etiquetas, respectivamente. Quizá no solo deberíamos poner de moda técnicas como el mindfulness sino también reflexiones semanales como el Sabat.
La cura de Chesterton para reeducar la mirada y poder disfrutar de la sorpresa, “el placer principal”, sería una “humildad que no duda de la verdad”. Porque los anhelos más profundos de nuestro ser, sin respuesta a las preguntas más radicales de la existencia, son susceptibles a la belleza y, por consecuencia, a aquella verdad.
“La filosofía moderna que cambia continuamente el ideal”, no puede encajar con la belleza con la que Chesterton interpreta la vida como una novela. Una novela que tiene un argumento basado en la esperanza de reformar el mundo mirado al Reino de Cristo, pese a poder desembocar en cualquier final debido al libre albedrío.
La pérdida de los ideales
Contra lo que le dijeron que ocurriría en su vida adulta, lo único que Chesterton dice que mantuvo de su juventud fueron sus ideales frente a la fe en la política práctica. Por eso dice que ya no cree en los liberales que al “rebelarse contra todo han perdido el derecho de rebelarse contra la nada”, en un libertinaje donde solo queda un pragmatismo. Así, el autor logra predecir el futuro vaciamiento filosófico de un neoliberalismo del que solo quedará un programa económico; del concepto de comunidad a un terreno del desempeño de la voluntad con la menor injerencia posible, que ya no dará ciudadanos, sino clientes “hechos a sí mismos”.
Si Chesterton estuviera hoy con nosotros, no sé si tendría simpatías con un polémico Daniel Bernabé, dentro de la crítica a la radicalización del individualismo que acabó resquebrajando elementos de unidad del demos como la clase trabajadora o la religión. Pero sí estoy seguro de que, contra una interpretación libertaria para eludir el pago de impuestos de “El buen samaritano” como la de Jan Narveson, Chesterton respondería con “El hijo pródigo”, defendiendo un compromiso no optativo de cara a quienes hay que proteger en la sociedad. Y aunque fueran responsables de su situación necesitada, abogaría por una institucionalización del perdón.
Chesterton aporta un gran revitalizante espiritual a través de su optimismo irracional en el que todos podemos ser el héroe de nuestra historia
Dentro de su particular definición de la democracia, la que incluye “escuchar las voces de los muertos”, el autor nos instaría a tener una mirada crítica respecto al pasado donde tuviéramos el coraje de asumirnos herederos de una tradición de la que podemos desechar ciertas actitudes, como la que se tiene en su época sobre la emancipación de la mujer, y nutrirnos de ciertos valores universalizables.
La bondad de este mundo, el ideal que defiende Chesterton desde su evolución espiritual, debería ser “sagradamente salvada como los objetos de la isla del tesoro”, ya que “nuestra excéntrica existencia debe una lealtad a este mundo sorprendente antes de preguntarnos si quiera si nos gusta”. Es precisamente en los momentos más deprimentes cuando no hay que abandonarlo. Y contra los “cultos al Dios interior”, ausentes de impulsos para la acción moral, a lo que están llamados todos los cristianos es a reconciliarse con el mundo, cambiándolo “poniendo más en las obras que en las palabras”, como diría San Ignacio.
Contra la idea del progreso inevitable, Chesterton defiende una “doctrina de la caída” que muestra, como “único dogma demostrable”, la imperfecta naturaleza humana. Aquí la Iglesia sería la verdadera maestra de la sospecha, sin estar exenta de esta condición. Como es consciente de lo rápido que puede corromperse el hombre, siempre estará atenta ante cualquier propuesta de mejora de forma revolucionaria, entendida como restauración del bien.
El autor deja al desnudo las incoherencias paradójicas del cristianismo, que requiere como condición para amar al prójimo estar separado para hacerlo libremente, situándonos en una cosmovisión donde lo natural es no encajar en un mundo que no se autoexplica, dejando espacio para amarlo y odiarlo con toda su potencia.
Sin caer en el discurso protagonizado por el Mr. Wonderful de turno, Chesterton aporta un gran revitalizante espiritual a través de su optimismo irracional en el que todos podemos ser el héroe de nuestra historia. Una gran historia como la de aquel Sam Sagaz que lucha por el bien de este mundo. Una historia donde se tiene esperanzas en causas comunes a todo ser humano, en un frágil equilibrio donde “necesitamos ser felices en esta tierra de maravillas sin encontrarnos simplemente cómodos siquiera una sola vez”.
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«La defensa más común de la familia es que, en medio de las tensiones y cambios de la vida, resulta un sitio pacífico, cómodo y unido. Pero es posible otra defensa de la familia, y a mí me parece evidente; consiste en decir que la familia no es ni pacífica, ni cómoda ni unida. […] La razón es obvia. En una comunidad grande podemos elegir a nuestros compañeros. En una comunidad pequeña nuestros compañeros nos vienen dados». Así comienza G.K. ChestertonLa familia como institución en el mundo moderno, uno de sus muchos artículos en defensa de la familia. Sigue leyendo
En el funeral de G.K. Chesterton, Ronald Knox, amigo personal del autor, dijo estas palabras:
“Fue uno de los grandes hombres de su tiempo; su mejor cualidad era el don de iluminar lo ordinario y de descubrir en todo lo trivial una cierta eternidad. Fue como un hombre que había dado la vuelta al mundo para ver con ojos nuevos su propia casa…”. Sigue leyendo
“Gilbert Chesterton no ha dejado quien pueda ocupar su lugar. Único en su estilo y sus paradojas, no fundó escuela. Los imitadores que tan a menudo recuecen los restos de un banquete literario, esta vez no han surgido. Queda como un solitario caballero andante que, en su viaje a través de Fleet Street, fue huésped de todas las tabernas de hospitalario ingenio y alegre camaradería”.
Con estas palabras Ada Jones Chesterton definió la vida de su cuñado, Gilbert Keith. Acaso una de las mentes más privilegiadas de los últimos tiempos y, sin lugar a dudas, una de las personalidades más fantásticas de la historia de la humanidad. Y su rareza es el motivo de su falta de escuela. No hay imitadores ni hay continuadores. Hay discípulos y amigos. Personas que se han encontrado con sus escritos y sus escritos les han conducido del misterio al Misterio. Sigue leyendo
«La defensa más común de la familia es que, en medio de las tensiones y cambios de la vida, resulta un sitio pacífico, cómodo y unido. Pero es posible otra defensa de la familia, y a mí me parece evidente; consiste en decir que la familia no es ni pacífica, ni cómoda ni unida. […] La razón es obvia. En una comunidad grande podemos elegir a nuestros compañeros. En una comunidad pequeña nuestros compañeros nos vienen dados». Así comienza G.K. ChestertonLa familia como institución en el mundo moderno, uno de sus muchos artículos en defensa de la familia. Sigue leyendo
A veces pasa que uno lee un libro y le gusta tanto que le parece que empieza a conocer al autor personalmente. Es más, incluso le coge cariño y comienza una especie de relación misteriosa con un desconocido, aún estando ya muerto. Esto suele pasar cuando lo que ese autor escribe, permítanme la cursilada, está escrito también en el corazón del que lo lee. Sucede que, cuando estos dos se encuentran, surge una especie de agradecimiento curioso por haberse encontrado con alguien que pone en palabras una serie de intuiciones que uno tenía por ahí escondidas. Sigue leyendo
Distingamos: el Father Brown de la vida real, el de la inspiración narrativa y el de la misma historia.
Como inspiración, Father Brown está inspirado en un gran amigo sacerdote de G. K. Chesterton, el P. John O’Connor. El P. O’Connor fue muy importante para la conversión del mismo autor. Cuando se conocieron era el párroco en la Iglesia de Santa Ana, en Keighley. La amistad que los unió ha perdurado en las 51 aventuras del famoso detective. Sigue leyendo
No todos los días se ve por Madrid a un enorme sacerdote canadiense vestido con americana negra y clergyman, acompañado por un alegre profesor irlandés de traje y corbata. Les acompaña Gloria, traductora imprescindible y organizadora del grupo.
No se trata de un grupo extraño de turistas unidos por la casualidad, aunque experimenten la decepción de todo turista al encontrase cerradas las puertas del Museo del Prado por ser lunes. Son los embajadores de la Chesterton Review a España. Y el pasado lunes, 10 de octubre, la Universidad San Pablo CEU les abrió sus puertas para reunir a los chestertonianos que residimos en la capital. Sigue leyendo
Pocos espectáculos llenan el alma de gozo como la estampa que ofrece el monasterio de Leyre, que se alza victorioso sobre el embalse de Yesa, en Navarra, enclavado en la sierra de Errando, y custodiando a los peregrinos del camino de Santiago aragonés. En esa mágica balconada los monjes benedictinos elevaron un monasterio y una iglesia que es, hoy en día, una de las joyas del románico más auténtico y mejor conservado de la península ibérica. Sigue leyendo
Unos días antes de la cena de Nochebuena hablaba con mi padre sobre las diferencias que existen entre la Navidad que celebramos hoy y la que se celebraba tiempo atrás en este país. “Celebramos la navidad de los yanquis”, me decía, y es cierto. Los símbolos que en Europa nos recordaban el acontecimiento originario de la fe cristiana, han ido cediendo lentamente ante los nuevos idolillos del mercado. Así, ahora se celebran las “fiestas”, un tiempo de “magia, amistad y armonía”, escuchamos a Frank Sinatra y a María Carey, nos acostamos viendo películas románticas y nos trae regalos el bonachón patrocinador de Coca-Cola.
Hay escritores amables, accesibles, que son una lectura fácilpara el metro o la sala de espera del dentista. Los leemos con gozo y nos distraen, pero raramente volvemos a ellos; no nos han conmovido realmente ni han dejado un poso en nosotros. Una vez que cumplen su misión, la de entretenernos, los dejamos en la estantería y sabemos que no nos acompañaran en la próxima mudanza. Por supuesto también tiene mérito escribir libros así, de los que llegan a todo el mundo, y además muchas veces son más interesantes que los otros, los que vienen reverenciados por la crítica como alta literatura u hondísimos ensayos trasgresores, y que son en realidad plomizos y lo único que hacen es matar la afición por la lectura.
Entremedias hay un tipo de autores inteligentes que necesitan un tiempo de maduración; requieren un leve esfuerzo lector que se recompensa con creces. Y cuando la obra que tienen es extensa y podemos dedicarle largo tiempo, se convierten poco a poco en compañeros de viaje con los que conversamos y con los que crecemos.
Gómez Dávila, un pensador solitario
Un ejemplo es Nicolás Gómez Dávila(1913-1994). Un pensador colombiano que vivió secretamente entre unos pocos buenos amigos, dedicado a la lectura, poseedor de una de las mayores bibliotecas personales de su país, autor de dos libros de ensayo, un par de importantes artículos sobre política y derecho y, sobre todo, de una obra inmensa de cinco volúmenes de aforismos llamada Escolios a un texto implícito.
Los escolios son las anotaciones que hacían los escolásticos en los bordes de las páginas de los libros clásicos para explicar o comentar lo que estudiaban. Gómez Davila escribió más de diez mil escolios a un texto innombrado que jamás sabremos seguro si es la Modernidad, o el legado cultural de Occidente, o sus propias lecturas, porque él nunca lo explica ni tampoco es necesario saberlo. Nos basta con felicitarnos por tal infinidad de aforismos, sentencias o epigramas, casi todos brillantes, bellísimamente escritos, muchos inolvidables, desordenadores de conciencias adormecidas, divertidos algunos, pesimistas otros, y recomendables todos.
Los cinco volúmenes aparecieron separadamente en Colombia y casi no tuvieron repercusión hasta que el filósofo italiano Francesco Volpi los reeditó juntos con una introducción, El solitario de Dios, escrita por él mismo. Esta primera aparición completa en la editorial colombiana Villegas colocó al ya por entonces fallecido pensador en el cosmos intelectual europeo; fue traducido a varios idiomas, y se sucedieron las referencias a los Escolios por parte de autores prestigiosos como Ernst Jünger o Frédéric Schiffter.
En el año 2009 la editorial española Atalanta publicó los cinco volúmenes en un solo y cuidado libro de más de mil cuatrocientas páginas. Su repercusión no hizo más que incrementarse, y de hecho la edición se agotó y no ha sido hasta este año que vuelve a poder encontrarse en las librerías.
El Breviario como introducción al universo gomezdaviliano
En cualquier caso, para quien quiera una primera toma de contacto más ligera también es muy recomendable una versión reducida a 281 páginas de la misma editorial, llamada Breviario de escolios.
Este Breviario tiene una introducción bastante recomendable de José Miguel Serrano y es un buen camino para entrar en el universo gomezdaviliano. Quien agote sus fértiles páginas, y si se queda con ganas de más, podrá lanzarse a la lectura del volumen completo. Además ya empieza a haber varios estudios académicos de bastante profundidad. En concreto, Facetas del pensamiento de Nicolás Gómez Dávila, una obra colectiva disponible en pdf y cuya descarga es gratuita, sirve como un buen acompañante en la lectura. Y al ser trabajos independientes, al igual que los escolios, podemos leerlos sin prisa, disfrutándolos y esperando a que sedimenten en nuestra ánima.
¿A quién se asemeja Gómez Dávila a la hora de interpretar el mundo?
Si tuviéramos que encontrar un equivalente a este pensador colombiano, seguramente tendríamos que hablar de E.M. Cioran. Ambos autores tenían una cultura vastísima, escribían poéticamente, estaban desencantados con el mundo moderno, eran refractarios al sistema filosófico y por eso cultivaban el fragmento, llevaban una vida austera y monacal, y si bien no eran autores de best-sellers tienen un público amplio y leal.
Nicolás Gómez Dávila tenía a gala ser “reaccionario”; añoraba un mundo que ya no es, pero que seguramente nunca fue. Viajó poco para alguien de su solvencia económica, ya que en toda su vida sólo fue a una vez a México y un par de veces a Europa, pero lo que vio no le dejó buena impresión. La Europa de postguerra, sobre todo, le llevó a identificar la modernidad con la barbarie. Tampoco era muy dado a ver las virtudes de la democracia, que consideraba que disolvía la cohesión social. También era muy defensor del catolicismo y el orden tradicional.
Dicho esto, sus vitriólicas diatribas se quedan más bien en esteticismo y frases epatantes. Pocos escritores habrán dejando defensas tan bellas del amor, la buena vida, el saber popular, la amistad y la bondad humana. Hay una celebración de la cultura clásicaen cada una de sus páginas, y unos análisis de los fenómenos sociales y políticos que difícilmente se pueden minusvalorar.
Sumergirse en el Breviario implica hacerlo con lápiz para escribir escolios a sus escolios; o copiarlos en un cuaderno; o encabezar con alguno una página en blanco y desarrollar nuestro propio escrito desde él. Es un libro para tenerlo en la mesita de noche y leer sólo una página antes de dormirnos, o por la mañana al desayunar, y que lo que leamos nos ronde durante el día.
Y tal vez resulte un poco extraño no incluir citas de un autor tan citable en esta reseña, pero no hemos conseguido encontrar un solo escolio de entre los diez mil que al reproducirlo no hiciera una imperdonable injusticia a los demás. Nos queda recomendar la lectura del Breviario a quien no lo haya hecho ya, y sentir cierta envidia de veterano por los que se vayan a embarcarse por primera vez en esta experiencia.
En casa, pese a las advertencias que en su momento hicieron los puritanos, está triunfando Harry Potter. Tengo a Harry instalado en el sofá, con mi primogénito, cuando me levanto. O cuando me voy a dormir y le encuentro tirado sobre unos cojines junto a la librería de casa, porque, ¿cómo se iba a acostar dejando a su compañero en la situación en la que está? Como Bastian y Atreyu, mi hijo le va acompañando en su aventura hasta llegar al punto al que Bastian debe llegar, pasando por los aprendizajes que debe adquirir. Hasta que le toque a él ser protagonista. Y me parece bien que así sea.
Durante los últimos meses se ha iniciado un interesante diálogo en medios de comunicación acerca de la presencia cristiana en la sociedad. ¿Dónde están los cristianos?, se preguntaba Diego S. Garrocho en el diario El Mundo. El artículo recibió numerosas réplicas, entre ellas las del filósofo Miguel Ángel Quintana en El Subjetivo, José María Torralba en El Español, Miguel Brugarolas en El Independiente y otras muchas publicaciones. La llamada de atención de Garrocho ponía de relieve la aparente incomparecencia de actores específicamente cristianos en la llamada «batalla cultural». Aquellos que, se supone, representan la fe sobre la que se construyeron Europa y la civilización occidental, ¿qué tienen que decir hoy? ¿Dónde están escondidos? Es más: ¿por qué están escondidos?
La última encíclica del papa Francisco,Fratelli tutti, ha generado reacciones de todo tipo. En la línea de lo que viene siendo habitual en el mundo político desde los inicios de su pontificado, entre posiciones de izquierdas se le ha dado la bienvenida, mientras que el liberalismo de derechas –no así el conservadurismo u otras tendencias de esta familia– se ha apresurado a condenarla. Tanto unos como otros han puesto el centro de atención en la crítica que el Sumo Pontífice ha vertido sobre el llamado “neoliberalismo” y la globalización económica, coincidiendo en la afirmación de que Francisco es un papa alineado con el populismo o, al menos, el socialismo. Pero una lectura detallada de la Encíclica indica que esta interpretación es equivocada. En este artículo no ofreceré ningún análisis de la misma, porque considero que siempre que deseamos saciarnos de conocimiento lo mejor es acudir a las fuentes, y el Papa expresa mucho mejor que yo lo que quiere decirnos. Solamente reflexionaré sobre una cuestión que explica los equívocos que ha generado: la perspectiva desde la que debe ser analizada, que es religiosa y no ideológica.
Hace unos días leí un artículo en el que el brillantísimo filósofo conservador Gregorio Luri enumeraba una serie de motivos por los que uno, cualquiera, debe amar su patria aunque ésta sea imperfecta. Lo cierto es que me quedó un regusto agridulce. Estaba de acuerdo con la tesis defendida en él, sí, pero más accidentalmente que sustancialmente. Coincido, por supuesto, en que el amor a la patria cohesiona las sociedades, en que la vida común se vertebra en torno a él, en que es condición necesaria para alcanzar objetivos compartidos y en que contribuye a mitigar tanto el individualismo como el adanismo generacional que la modernidad ha alentado.
Sin embargo, por más que releo el artículo, no me termina de agradar su espíritu. Estoy convencido de que hay buenas razones prácticas para amar la propia patria, pero no estoy convencido de que esas buenas razones se deban enumerar. Seguro que hay excelentes motivos para que ame a mi madre aun siendo ella imperfecta, como también los habrá para que quiera a mi perro, que está tullido. Pero enumerar motivos que justifiquen el amor a una madre imperfecta o el afecto a una mascota tullida no deja de ser un signo de frivolidad. Así, me indignaría muchísimo que alguien me dijese que ama a su madre porque eso contribuye a su estabilidad emocional o que cuida de su perro porque ha leído varios estudios en los que se demuestra que infinidad de tribus antiguas muy admirables se desvelaban por los animales. ¿Por qué reaccionar de modo distinto, pues, cuando alguien me dice que amar el país en el que he nacido es bueno para alcanzar no sé qué difusos objetivos?
Chesterton, a quien no me canso de citar porque es una fuente inagotable de sabiduría, dedicó buena parte de su ingenio a escribir sobre esta cuestión. No concebía que alguien enumerase razones para amar su nación como se enumeran los productos que adquirir en el supermercado. Le incomodaban sobremanera esos patriotas ingleses que justificaban su patriotismo apelando a las grandes virtudes de Inglaterra, a su vasto imperio colonial o a su prosperidad económica. De ahí aquella máxima suya que debería estar grabada en el corazón de todo hombre: “Los romanos no amaban Roma porque fuera grande; era grande porque la habían amado”. Un español puede admirar la historia de Italia o reverenciar la potencia militar de China; pero España – que le ha dado un idioma con el que cantar el esplendor de un atardecer, un Dios ante el que arrodillarse y un modo concreto de estar en el mundo – le exige algo más, un compromiso que no puede surgir de la simple fascinación.
Un único motivo
He abusado demasiado de la paciencia del lector, que estará ya removiéndose en su sillón y planteándose tirar la toalla con este confuso artículo: “Si no debo amar España ni por su grandeza histórica ni por los efectos que ese amor produce, ¿por qué debo amarla entonces?” Temo que la simpleza de mi respuesta le decepcione; pero, igual que en el caso de una madre o de una mascota tullida, sólo se me ocurre un motivo legítimo por el que alguien debe amar su nación: que es la suya. No hay razón más noble y verdadera, no hay otra cosa que la haga digna de amor.
A mi modo de ver, cuando uno condiciona su amor a una realidad cualquiera, termina por amar menos la realidad que sus condiciones. Quien ama España porque es democrática no ama tanto España como la democracia. Quien ama España porque fue imperial no ama tanto España como la grandeza de los imperios. Quien ama España porque hacerlo contribuye a mitigar el individualismo rampante no ama tanto España como odia el individualismo. Quien ama España porque ahora, casi circunstancialmente, es liberal no ama tanto España como el liberalismo. No pretendo siquiera insinuar que amar la democracia, el liberalismo o los imperios sea inadmisible; pretendo, más bien, mostrar que quien ama su nación porque es imperial, democrática y liberal no la ama realmente o que, al menos, la dejará de amar cuando no reúna todas esas exigentes condiciones.
He asegurado ya que uno debe amar su patria porque es suya, y también que ese motivo es el más noble y verdadero. Añadiré, por tranquilizar a ese lector pragmático al que no le gusta perder el tiempo, que también es útil hacerlo. Pero es útil a condición de que no se piense en su utilidad. En nuestra relación con la patria ocurre algo similar a lo que ocurre en la relación con nuestros amigos: sólo dará fruto abundante cuando no busquemos enfermizamente que dé fruto abundante. Si amamos nuestra patria pensando que así la convertiremos en un lugar próspero en el que vivir, probablemente terminemos emigrando a un paraíso fiscal. Si, en cambio, la amamos incondicionalmente, desearemos ardientemente su bien y trabajaremos para procurárselo aun en las circunstancias más adversas. Resuena en nuestra cabeza la sentencia chestertoniana. “Los romanos no amaban Roma porque fuera grande; era grande porque la habían amado”.
Así pues, puede establecerse una relación proporcional entre la grandeza de una patria y la intensidad del amor que le profesan quienes han nacido en su seno, pero lo cierto es que no conviene pensar demasiado en ella. Debemos amar nuestra nación como amamos nuestro hogar, a nuestros padres, a nuestros hermanos, a nuestros hijos, a nuestros amigos: incondicionalmente, con sencillez de espíritu y sin proyectos demasiado ambiciosos en la cabeza. Si la amamos de ese modo, toda esa grandeza que deseamos para ella le sobrevendrá como por añadidura.
He de confesar que en las últimas horas, días, semanas he buscado con disciplinada pertinacia una forma original de abordar la cuestión del coronavirus.
De entre las historias monacales, siempre inspiradoras de una espiritualidad singular, que uno recuerda hay una que parece especialmente adecuada para la ocasión. Es la de un novicio que, recién ingresado en un monasterio situado en las montañas, decía llevar una vida extremadamente feliz, debido sobre todo a los diarios y largos paseos montaraces que disfrutaba con inocencia y gratitud. Hasta que de pronto, un día, su director espiritual le dijo que renunciara a dichos paseos. Detrás de esa renuncia, que llevó con resignación y solo con el tiempo acabó comprendiendo, había tanto un espíritu de genuina obediencia como una sabia enseñanza sobre el papel de lo mundano en el orden del ser. Puede que la situación de reclusión que muchos vivimos actualmente, siendo tan diferente a la experiencia del monje, tenga sin embargo un poco de ambas cosas.
Creo que si Dios pudiera gozar de una genitalidad definida, tuvo que venirse arriba cuando David Bowie pergeñó “Heroes”.
Himno del Berlín occidental y el de la resistencia oriental años antes de la caída del Muro, es la historia, tal y como la cuenta David Granda en Vanity Fair, de dos alcohólicos amantes, artista él y artista ella, cuyo amor, visto desde una ventana por el propio Bowie, era una oda al eterno y divino momento del ahora.
Creo que si estamos en disposición de aceptar la posibilidad de un orden creador, por no hablar de apellidos con credos y suras, es relativamente fácil concluir que la vida está hilvanada de momentos y circunstancias hechas para que alguien se maraville con el crecimiento de la hierba, el cantar de los gorriones comunes en el alfeizar de una venta de Carabanchel o el rumor de un vespino que te lleva al callejón donde ocurrió tu primer beso de verano.
La vida se desenvuelve sin permiso. Quizá nosotros tengamos que aplicar algo de esa canallesca para sacarle hasta la última gota; a navajazos si es preciso con tal de que salga el arrabal que llevamos dentro.
Seguro que la pillería terminará por merecer la pena cuando la muerte, ya sea de cáncer, en un choque estúpido con el coche o sentado en el único trono que conoce todas nuestras miserias, nos de el jaque mate.
En fin. Salgan del coche y miren al cielo. Ya que no las pueden ver, imagínense los alfilerazos blancos que permiten que transpiremos en un infinito sin demostrar. Tal vez así merezca la pena decir con un suspiro de alivio, mientras suena un riff en el aire tras un punteo invisible, “que podríamos ser héroes sólo por un día”.
El señor de los Anillos, como bien es sabido, es uno de esos libros imprescindibles que han influido y siguen influyendo decisivamente en el pensamiento y la vida de sus millones de lectores. Se han destacado en numerosas ocasiones sus connotaciones filosóficas, religiosas y hasta políticas. Pero, ¿podemos extraer de esa obra magna de la literatura fantástica alguna lección aplicable al ámbito de la economía?
Conviene aclarar el sentido y alcance de la pregunta antes de que la noble mente del amable lector comience a verse invadida por imágenes de tornillos sueltos y codos empinados. No encontraremos (afortunadamente) ecuaciones diferenciales ni modelos econométricos en la obra de J.R.R. Tolkien, pero sí reflexiones y ejemplos sobre comportamientos económicos que nos pueden resultar familiares y sus consecuencias.
Los héroes ya no sirven para nada. El arquetipo clásico huele a cerrado y acumula polvo en viejas cintas de VHS o en sus reediciones en Blu Ray. Ya no hay héroes como los de antes, representantes de una moral intachable, sino superhéroes con taras y letra pequeña. Gente que prefería hacer otra cosa o cuyos vicios los alejan de los valores de las sociedades a las que defienden. Los héroes, sí los del viaje del héroe, son dodos. Animales condenados a extinguirse por la voracidad de sus adversarios y la incapacidad de utilizar las mismas armas que utilizan sus enemigos para destruirlos.