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China global: comunismo, capitalismo y nacionalismo

En Economía/Mundo por

Estudia el pasado si quieres pronosticar el futuro

Kung Fu Tzu (Confucio)

Globalización china

Fueron los primeros en padecerla y los primeros en controlarla. En China nació la pandemia del Coronavirus, que superó rápida y eficazmente con supuestamente pocas victimas (en comparación con otros grandes países) y con secretos oficiales que supuestamente nunca existieron; e incluso se daban el lujo de enviar ayuda sanitaria a naciones necesitadas, a ganar dinero con las mascarillas y respiradores tan deseados, y reírse públicamente de los afectados y divididos EEUU de Donald Trump.

La República popular de China quería, y quiere, ser la primera potencia global y esta pandemia global era otra oportunidad. Porque durante el siglo XXI ha lanzado un gran proyecto económico, político, tecnológico y propagandístico para conseguirlo. El tercer país más grande del mundo por territorio, y el segundo por población, quiere sustituir a los EEUU como líder internacional, demostrando que una nación aún definida como comunista puede ser fortaleza capitalista (desde su peculiar versión) y referente nacionalista a nivel geopolítico (frente al hegemónico eje euroatlántico y sus miembros liberal-progresistas)

La Globalización parece que le ha venido como anillo al dedo. Al contrario de sus “hermanos soviéticos”, la China comunista sobrevivió a la caída del Muro del Berlín (como su vecina Vietnam), pero no como país colectivista subdesarrollado (de Cuba a Corea del Norte) sino como peculiar artefacto comunista-capitalista-nacionalista, capaz de adaptarse a un entorno aparentemente hostil no solo para subsistir, sino para vencer, e incluso convencer, ante la simple necesidad de usar y tirar (de bienes a relaciones, de valores a lealtades) en la que parece haberse convertido el mundo globalizado.

Existen tres claves interrelacionadas que harían obsoletos los manuales clásicos de ciencia política: comunismo, capitalismo y nacionalismo. Pero, ¿puede ser un Estado que apela al socialismo de partido único tener un sistema productivo más o menos capitalista?, ¿pueden capitalismo y comunismo encontrar puntos de encuentro sin desafiar a la lógica?, ¿y un régimen de supuesta naturaleza proletaria e internacionalista puede ser orgullosamente nacionalista o realmente no es ni verdadero comunismo ni auténtico capitalismo, sino solo un nacionalismo autoritario de élite restringida que se aprovecha del pasado y del presente para mantenerse?.

Posiblemente la respuesta a estas preguntas sea que no interesa una respuesta: pese a las diferencias ideológicas o a los distintos derechos humanos defendidos, da igual lo que sea o pueda ser quién nos fabrica nuestros artilugios, quién nos vende nuestras necesidades o quien nos enriquece con sus costos. Ahora y casi siempre.

Comunismo

“La vía china al socialismo”. Este es el lema de un régimen doctrinal, simbólica e institucionalmente comunista desde su fundación, que en el art. 1 de la Constitución se autodefinía, ni más ni menos con los ojos de hoy, de la siguiente manera: “la  República Popular China (RPCh) es un Estado socialista bajo la dictadura democrática popular, dirigido por la clase obrera y basado en la alianza obrero-campesina”.

El 1 de octubre de 1949, el líder comunista Mao Zedong proclamó el nacimiento de la RPCh. Tras la mítica “Larga Marcha” y la victoria de su Ejercito popular de Salvación en la Guerra civil china (1927-1949) frente al Kuomintang (o Partido Nacionalista Chino), se implantó una variante del comunismo estalinista en boga en las tierras del legendario Imperio (Zhōnghuá dìguó).

Hasta 1976 el país estuvo bajo el férreo control del “fundador” Mao y sus sueños de una total, revolucionaria y utópica transformación colectivista de la China rural, tradicional y atrasada. Llamado como el “gran timonel”, Mao aplicó una ingeniería político-social sin ningún tipo de escrúpulo moral, entre la colectivización a gran escala y la depuración sistemática de todo real o posible disidente, como se demostró en sus grandes campañas represivas: la primera estrategia “para suprimir contrarrevolucionarios”, el posterior programa “Tres Anti y Cinco Anti”, el sistemático “Movimiento antiderechista”, el tremendo “Gran Salto Adelante”, y la final y dramática “Revolución Cultural”.

Ante las evidentes dificultades económicas del sistema y la represión masiva insostenible, su sucesor Deng Xiaoping (1978-1989) encabezó un gobierno limitadamente aperturista (especialmente en lo económico, como veremos) que mostró sus contradicciones tras la persecución de las revueltas estudiantiles de Tiananmen. Por ello Jiang Zemin (1989-2002), Hu Jintao (2002-2012) y Xi Jinping (desde 2012) buscaron mantener la supervivencia del sistema acrecentando el contenido capitalista (bajo especial control del Estado) y nacionalista (sobre la mayoritaria etnia Han) del mismo. Desde el crecimiento económico como legitimación popular, la propaganda pública masiva como adoctrinamiento, la cooptación de elites empresariales en el seno del PCCh, la influencia geopolítica en el pretendido mundo multipolar, y una represión más selectiva apoyada en los comités vecinales y la censura oficial (especialmente desde 1996 con el llamado “Gran cortafuegos” de internet).

Capitalismo

La gran fábrica del mundo. Bajos salarios, escasas condiciones laborales, pocos controles medioambientales, disciplina productiva férrea, imitación a gran escala o uso intensivo de recursos naturales; condiciones que hacían de China el productor bueno, bonito y barato que inundaba de productos nuestras estanterías.

Todo comenzó en 1979, con un programa radical de reformas económicas ante la crisis casi terminal a la que abocó el sueño de Mao. Programa inscrito dentro del plan del periodo llamado como “Boluan Fanzheng” (o “eliminar el caos y volver a la normalidad”), impulsado por la facción reformista del PCCh, con el objetivo de superar los errores brutales de la “revolución cultural” de Mao y dar bienestar a la ciudadanía empobrecida a cambio de renovada lealtad. De la mano de Deng Xiaoping se aprobó el nuevo programa definido bajo el ideal de “socialismo con características chinas”, buscando transitar progresivamente de la estricta planificación colectivista (que hundía todos los indicadores) a una peculiar economía socialista de mercado (que garantizase primero el suministro básico, y después cierta expansión). Las hambrunas masivas y los problemas de financiación de esa época permitieron a esta nueva generación impulsar la inevitable aunque restringida transformación: inicialmente mediante la descolectivización urgente de la agricultura, la búsqueda de inversores extranjeros y el primer permiso para abrir pequeñas empresas privadas; y años más tarde con la privatización un notable porcentaje de la industria estatal, la eliminación del control de precios, y la exigida apertura de las políticas proteccionistas. Un proceso siempre dirigido por el PCCh que, entre avances y retrocesos (como tras la represión de Tiananmen, o bajo la etapa más estatista de la administración “Hu-Wen” de Jintao y Jiabao), entre 1978 y 2010 llevó a un crecimiento histórico de la economía china con una media del 9,5% anual, y al país desde 2014 al primer puesto como potencia industrial y exportadora y al segundo puesto de la lista mundial de PIB nominal. Un proverbio chino podría ser claro al respecto: “cuando el dinero habla, la verdad calla”.

Pero ésta fábrica comenzó a tener tiendas. Ya no solo fabricaban para las empresas occidentales a bajo costo, sino que sus negocios eran parte de nuestra vida, desde el ya muy habitual restaurante chino de menú económico y estándar, al bazar chino de horarios imposibles y amplísima oferta o al polígono de almacenes chinos donde se puede comprar de casi todo; e incluso sus marcas empezaban a ser referentes de nuestra elección por sus precios supuestamente baratos: móviles de Xioami o Huawei, electrónica de Lenovo o Anker, electrodomésticos de Haier o Hisense, videojuegos de Cheetah o Elex, y comercio en las aplicaciones de AliBaba. Y fábrica que se usaba también, al estar bajo supervisión o bajo capital estatal, como herramienta de influencia geopolítica mundial, especialmente bajo la presidencia de Xi Jinping; a ello respondían las impresionantes inversiones en África en búsqueda de recursos naturales (como las “tierras raras”), o el sueño de la “Nueva ruta de la Seda” para interconectar, más económica y rápidamente, Europa y Asía.

Nacionalismo

Comunismo y capitalismo necesitan de una Nación a la que dominar y representar, y a la que poner a trabajar y a consumir. Una Nación que debía ser la continuación de una civilización milenaria, que tenía que ser uniforme internamente (en su lengua y sus símbolos), que debía ser diferenciada de vecinos y adversarios, y que tenía que proteger su “espacio vital”.

En primer lugar mediante una identidad uniforme, construida y difundida a través de la lengua común y oficial, como el “mandarín” (frente al chino yue o cantonés, y a dialectos variados y minoritarios), y con una etnia mayoritaria, como los “han” (con la que “repoblar” tierras uigures o tibetanas, y asimilar a los manchúes, miao o zhuang). Y en segundo lugar, dominando el llamado “espacio vital chino”, que comprendía la integridad territorial de un vasto país y sus zonas tradicionales de influencia. Controlando por ello, y directamente, las lejanas y diferenciadas regiones, como la montañosa zona del Tibet o Xīzàng (de originaria etnia budista) y la fronteriza provincia del Turquestán o Xīnjiāng (de originaria población uigur y musulmana); regiones sin autonomía propia y sometidas a un profundo proceso de aculturación (demográfica, lingüística y religiosa). Integrando paulatinamente a las supercapitalistas ciudades-estado de Macao y Hong-Kong, antiguas colonias europeas recuperadas como “regiones administrativas especiales” (bajo el lema “un país, dos sistemas”); tomando el control del llamado Mar de China meridional, creando islas artificiales para ampliar y delimitar su zona de control (pese a las quejas de Brunei, Filipinas, Malasia, Singapur o Vietnam); e intentando aislar a la independiente República china de Taiwán (isla de Formosa) de reconocimiento internacional al reclamar que de iure es parte integral de la China continental (separada, de facto, tras el triunfo de la revolución comunista y el exilio a la isla del gobierno nacionalista en 1949).

China sabe vender y sabe venderse. Nacionalismo difundido dentro y fuera de sus fronteras como no expansivo y muy equilibrado entre la tradición y la modernidad, en un ejercicio que puede parecer imposible, o cuando menos curioso, para la mentalidad liberal-progresista occidental. Una fusión sin paragón, y con interpretaciones diversas, que aspira a conectar la herencia territorial imperial con la dominación actual comunista, cierta espiritualidad milenaria con la pretendida ética socialista patria, los valores familiares de siempre con un capitalismo superproductivo e hiperconsumista, la soberanía de las naciones con la represión de las autonomías internas, los derechos de propiedad individual con la tutela pública final (como recoge el primer Código civil unificado de 2020).

Y en esta venta son unos maestros: un país friendly en tiempos de conflicto, que no molesta y que no quiere molestar. Para que no le molesten; no participa en guerras externas (por ahora) y no quiere cambiar los valores morales ni las realidades culturales de sus clientes (por ahora), es un socio económico confiable (sin muchas preguntas) y un proveedor masivo (con menos preguntas), y defiende su modelo político-social (lógicamente) sin cuestionar el de otros (como es lógico). Su propaganda crea, así, esa imagen necesaria con la que legitimarse internamente y justificarse externamente. Y para ello despliega ,medios y recursos propagandísticos que se han convertido, por tanto, en instrumento esencial de la política del régimen (como la de cualquiera, pero en registros evidentemente diferentes) y que debían estar a la altura de la empresa de la “Gran China”. Los Juegos Olímpicos de Pekín de 2008 fueron ese escenario mundial adecuado para enseñar a propios y extraños esa imagen actual: el poder y la modernidad de la nueva China. Una inversión faraónica, una puesta en escena brillante, y una victoria final y necesaria en el medallero deportivo (por primera vez en la Historia), para la que se fabricaron campeones con ingentes horas y gastos. Y propaganda oficial y masiva que, entre ayuda a países africanos y obras majestuosas (como la increíble presa de las Tres Gargantas del rio Yangtse, el larguísimo Gran Puente de Danyang-Kunshan, la nueva y casi fantasma ciudad de Kangbashi en la lejana Mongolia interior, o el impresionante Aeropuerto Internacional Beijing Daxing), culminó con la publicidad de su éxito frente a la misma crisis del Coronavirus.

Como enseñó el sabio chino Kung Fu Tzu (Confucio), “por tres métodos podemos adquirir la sabiduría: primero por la reflexión, la más noble; segundo, por la imaginación, la más sencilla; y tercero por la experiencia, la más amarga”.

La pregunta no es si el capitalismo funciona, sino qué tipo de humanidad produce

En Antropología filosófica/Economía/Pensamiento por
economía del deseo

La pregunta no es si el capitalismo funciona o no funciona. ¡Es evidente que funciona! La pregunta, más bien, es qué está haciendo la economía capitalista contemporánea con el hombre: qué tipo de humanidad produce, cuáles son sus deseos, aspiraciones y horizontes vitales, qué clase de sociedad es capaz de generar. En esta forma de abordar la crítica a los sistemas económicos consiste la originalidad del planteamiento de Daniel M. Bell Jr. en La economía del deseo, que ha publicado recientemente la editorial Nuevo Inicio en su versión en castellano.
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Las tensiones geopolíticas no cesan con el coronavirus

En Mundo por

Recientemente se han visto algunos movimientos militares amenazantes por parte de Rusia y China. Moscú acumuló tropas a lo largo de la frontera con Ucrania. Simultáneamente, China comenzó a realizar ejercicios de asalto anfibio e incursiones aéreas en la llamada zona de identificación de defensa aérea de Taiwán. 

Rusia robustece con la venta de su armamento las capacidades de defensa aérea y submarina de China; así Pekín pretende contraponer su presencia en el Indo-Pacífico. Rusia y China han estado realizando ejercicios militares conjuntos justamente allí.

Ante un potencial aumento de la coordinación chino-rusa, que se adorna con los planes de fabricar en China la vacuna contra la covid-19 rusa, Washington desagua sus alianzas en una contención que salpica. Para eso deberá fortalecer su apoyo a la Iniciativa de los Tres Mares (I3M), la cual es una plataforma de colaboración entre doce países de Europa Central y Oriental que se encuentran entre tres mares: Báltico, Negro y Adriático. Esta Alianza, inexorablemente liderada por Polonia, tiene como objeto alejar de la región la influencia rusa que circula a través del gas.

Estados Unidos intenta sofocar a Rusia con Europa Oriental y debe aprovechar la favorable brisa occidental para soplar a Pekín; la Unión Europea ofrece una suspensión de la ratificación del acuerdo comercial con China y espera iniciar conversaciones con la India, al mismo tiempo que Francia y Reino Unido envían al mar de la China Meridional un submarino nuclear y un portaaviones, respectivamente. Alemania se sitúa en otro plano de esta historia.

La clave estadounidense se vuelve triple en cada terreno: con el manto de la OTAN la contención de Rusia se juega por medio de los tres mares mencionados y con tres bloques; los vecinos rencorosos, el renovado Imperio otomano y las potencias de Europa Occidental.

Con las diferencias de tensión propias de un contexto diverso en el tipo y grado de expansionismo, en el Indo-Pacífico también parece configurarse una envoltura trina: a un ASEAN menos reactivo, pero consciente de hasta donde debe depender, se le superpone el QUAD y luego la UE. Este escenario se estructura en el mar de la China Oriental, en el mar de la China Meridional y quizá también en el mar Arábigo, en donde cayeron los restos del cohete chino Long March 5B y se vuelca la ambición de Pekín a través de Pakistán.

Otra forma de verlo es que el Océano Índico y el Océano Pacifico estrangulan el mar de la China Meridional, núcleo de las pretensiones chinas. Moscú, en cambio, se topa con otra cortina más cercana. El Ártico y el encuentro terrestre en el corazón de Asia son las lógicas válvulas de escape.

Rusia y China tienen que calibrar su flujo alternando con astucia el buceo y el chapoteo, incluso entre ellos.

Estados Unidos, por su parte, deberá aprovechar el doble Trimarium para trocear y empapelar a sus rivales, pero dejándoles varios respiraderos: desde los tres mares se navega hacia el naufragio de un eventual mundo de tres superpotencias.

Una reflexión a propósito de “Así empieza todo. La guerra oculta del siglo XXI”

En Cultura política por
Así empieza todo: La guerra oculta del siglo XXI

Vivimos tiempos en los que la política se ha convertido en un escupidero de bilis. En la esfera pública no hay nada constructivo ni ilusionante, solo insultos y anatemas moralistas. Por eso se agradece dar con un autor al que no se le puede ubicar en ninguna bandería vigente, y que en lugar de escribir con dedo acusador se limita a analizar con sosiego los problemas actuales.

Esteban Hernández es un columnista de El Confidencial que desde hace un lustro saca un libro al año. El último es “Así empieza todo. La guerra oculta del siglo XXI“, donde indaga en el porqué de los cambios geopolíticos actuales, cómo el Covid-19 no ha hecho más que agudizarlos, y hacia dónde cree que nos dirigimos con este nuevo orden iliberal que padecemos. 

Son diez capítulos y doscientas cincuenta páginas muy bien escritos -con algunos párrafos cincelados de hecho con gran belleza– en los que repasamos entre otras cosas la conversión en pocos años de China de país feudal a superpotencia, la irrupción del teletrabajo y la digitalización, los populismos, y la nueva cultura mainstream individualista y cínica.    

El capitalismo financiero no construye nada concreto, parasita los procesos productivos, requiere flujos de capital globales, y crece mejor entre sociedades desvertebradas y con estados debilitados. 

Hernández entiende que el origen de los fenómenos sociales está en su estructura económica. Nos dice que en nuestro tiempo coexisten dos maneras de entender el capitalismo, por un lado el fordista, que es productivo, industrial, ávido de enraizamientos nacionales y amparo estatal; y por otro lado está el capitalismo financiero, que no construye nada concreto, parasita los procesos productivos, requiere flujos de capital globales, y crece mejor entre sociedades desvertebradas y con estados debilitados. 

Tras la crisis del 2008, el capitalismo financiero, en lugar de hacer propósitos de enmienda, salvó la situación acelerando su dominio sobre el fordista, lo que explica que cada vez las clases medias y bajas occidentales vivan peor y se sientan más excluidas de sistema democrático liberal, que hasta hace poco parecía incontestable. 

El capitalismo fordista generó muchas injusticias y desde luego no es la panacea, pero como nos recuerda Hernández, había llegado a un punto en que elevó el nivel de vida de la población y funcionaba razonablemente bien. En esta forma de orientar la economía, por ejemplo, cuando un empresario quiere abrir una fábrica de muebles en una ciudad, contrata a los vecinos de la misma, activa una economía de arrastre que beneficia al sector servicios local, y sobre todo paga impuestos en el país, que si el Estado es eficiente se convierten en bienestar social. 

El capitalismo financiero sin embargo no funciona así. Sus agentes se mueven entre ciudades globales, buscando territorios donde hacer operaciones financieras que cada vez se relacionan menos con la economía real y que a menudo implican hacer grandes negocios hundiendo sectores productivos. Luego se llevan los beneficios a algún paraíso fiscal sin que no quede nada más que deslocalización económica y resentimiento social en el lugar donde intervinieron. 

El autor se adentra sin muchos prejuicios en el charco de lo políticamente incorrecto. Ve una degradación de la condición humana como consecuencia del capitalismo financiero, que está detrás de las grandes transformaciones sociales de las últimas décadas. Sus aliados para ello están en las dos bancadas políticas de hoy. La izquierda contracultural, lejos de traer la liberación anunciada en el 68, no ha hecho más que hegemonizar los medios de comunicación para difundir una ideología nihilista y antioccidental que ha enajenado a grandes capas de la población más tradicional, que además era ya la más perjudicada por la desindustrialización. Los llamados partidos conservadores tampoco supieron ver lo que merecía la pena conservar -la common decency orwelliana-, y respondieron a la contracultura progresista con una contracultura individualista que también dinamitaba toda forma de comunitarismo y apoyo a los que se quedaban atrás.

La transmutación de los valores

Ambas corrientes, entre las que oscilamos hoy, no buscaron mantener los valores de siempre sino crear unos nuevos.  Como eso no ha funcionado y básicamente han dejado a las personas perdidas y sin referentes morales centenarios (familia, religiosidad, patriotismo…), ahora se acusan mutuamente de todas las calamidades sociales en lugar de ofrecer proyectos constructivos. 

Hernández repite varias veces y de distintas formas que lo que hay que hacer ya para empezar a recuperarnos es restituir los vínculos sociales y los valores conservadores. Para él, este humano apátrida, solitario y volcado hacia una sexualidad cada vez más bizarra que nos imponen los relatos hegemónicos sólo favorece a los especuladores que hacen su agosto entre personas rotas y aisladas. Tenemos que volver a levantar puentes

Nuestro país no parece tener un futuro muy halagüeño en Así empieza todo. Nuestras élites están poco capacitadas para proyectos a largo plazo y se limitan a oficiar de intermediaros con el capitalismo financiero y los poderes regionales. Muchos de nuestros quebrantos tienen que ver además con la dependencia de Alemania, que no ha estado a la altura como cabeza de la Unión Europea, y cuya alianza con unos Estados Unidos en retirada empieza a ser un pesado lastre. 

Pero las propias lógicas del capitalismo igual sí pueden jugar a nuestro favor. Hernández considera inviable que el propio sistema pueda sobrevivir primando su vertiente financiera, ya que necesita un mínimo de productividad real para sustentarse. Entonces sí es posible que afloje un poco su presión y a corto y medio plazo se recupere la economía industrial. Europa podría recuperar su proyecto unificador reactivando la producción y aprovechando la digitalización para refundarse.

Con la llegada de este período de reconstrucción económica la política biliar que nos ha polarizado y enfrentado como sociedad se iría disolviendo poco a poco, y todos estos populismos abrasivos pasarían a ser malos recuerdos colectivos. La economía que produce bienes tangibles a gran escala necesita de redes de cooperación, suma de esfuerzos, buenas comunicaciones, y política eficiente. Requiere que estemos unidos, en suma. 

Si tuviéramos que resumir nuestra conclusión de Así empieza todo en una frase, sería que la vuelta de un capitalismo fordista que nos obligue a fabricar cosas juntos es tal vez la última esperanza de esta sociedad depresiva y rota.         

Los felices: la cita trágica con la realidad de la generación de los 90

En Pensamiento por

Si naciste al final de la década de los ochenta o al comienzo de los noventa, puede que experimentes el colapso de la civilización occidental tal y como la conocemos hoy.

Este es el augurio que hace el catedrático Jesús G. Maestro en algunas de sus exposiciones públicas, como en la serie de vídeos relativos al análisis de la obra hispanoamericana ‘Cien años de soledad’, de Gabriel García Márquez. Esta, también, es la premisa del primer capítulo de la serie Colapso.

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La filosofía de Byung-Chul Han, una aproximación

En Antropología filosófica/Pensamiento por
filosofía de byung-chul han

La filosofía quizá no está de moda, pero el filósofo surcoreano Byung-Chul Han sí. Y es que existen pocos pensadores vivos tan mediáticos, como este coreano educado y afincado en Alemania. Su éxito radica en que ha sido capaz de explicar, con una claridad que se agradece, la situación existencial del hombre del siglo XXI. Byung-Chul Han es ante todo un radiólogo de las sociedades occidentales, un pensador atípico, un romántico con alma oriental. Sus ensayos breves, con un tono divulgativo que huye del academicismo, así como su lenguaje claro y repetitivo, le convierten en un autor accesible y popular. 

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Bab el-Mandeb: la base de todos

En Mundo por

El estrecho de Bab el-Mandeb, entre el mar Rojo y el golfo de Adén, es un paso obligado en la conexión del océano Índico con el mar Mediterráneo, por lo cual es una de las zonas con mayor valor geoestratégico del mundo. Yibuti, un microestado de 23.000 kilómetros cuadrados y cerca de 900.000 habitantes, puede jactarse de situarse en este relevante cuello de botella por el que transita buena parte del comercio global.

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Batalla tecnológica

En Distopía por
Spider-Man Homecoming traje tecnológico

Después de tanta ventaja absoluta estadounidense en el campo de la tecnología con monstruos como Apple, IBM, Facebook, Microsoft, Amazon o Alphabet, China, por medio de Huawei, podría lograr un gran triunfo en la carrera hacia el 5G y superar ampliamente las extraordinarias ganancias obtenidas por Estados Unidos con el 4G.

Sin embargo, Washington se empeña en la competencia tecnológica mediante restricciones para estrangular a Huawei. Además, la respuesta a la utilización de componentes estadounidenses por parte de las empresas chinas se hace reversible a través de la colaboración con la japonesa Rakuten Mobile, el primer operador completamente virtualizado del mundo. La alianza entre el único imperio global y el único nominal sigue vigente.

Asimismo, las sanciones empujan al Reino Unido a prohibir los equipos de Huawei en su red 5G: Londres apunta a la incapacidad de la compañía china para acceder a los chips estadounidenses. Tanto la sueca Ericsson como la finlandesa Nokia se frotan las manos y Washington respira con la satisfacción de haber ganado una partida crucial.

Otro ejemplo claro de esta competencia con sus diferentes propuestas se observa en la pugna por construir las computadoras más poderosas: el proyecto Top500, un ranking de las 500 supercomputadoras con mayor rendimiento del mundo, ha sido liderado por un ordenador estadounidense en 28 de las 51 ediciones, pero China ha empezado a acercarse a la cima y es el país que más aporta. Lo cierto es que las máquinas americanas no solo siguen siendo más potentes que las chinas, sino que la tecnología china en gran medida se nutre de la americana. Así pues, China ofrece cantidad y Estados Unidos calidad; el superordenador más potente del mundo, mientras tanto, está en Japón.

Estados Unidos siempre debe recordar que sus mecanismos y circuitos son autónomos dentro de una maquinaria abierta, se miden entre sí y electrifican a otros para alumbrarse hacia la máxima potencia. China, por su parte, ha de tener presente que las propulsiones del motor central suelen ser inicialmente imponentes hasta que terminan sobrecalentando y averiando el sistema; el generador estatal y la industriosa imitación no alcanzan para erigirse en el supremo referente galvanizador. En este sentido, la estrategia básica del Estado para evitar el falso contacto consiste en blindar los  propios intereses e irradiar influencia.

Si la energía constante en las conexiones mantiene pulsado el botón de una carrera tecnológica cada vez más competitiva y realista, esta se automatiza automatizando y activa el desarrollo de cada país en diferentes formas: Japón, entre la cúspide tecnológica y la supeditación geopolítica, es uno de los actores recurrentes de esta dinámica.

Amar la patria

En España por

Hace unos días leí un artículo en el que el brillantísimo filósofo conservador Gregorio Luri enumeraba una serie de motivos por los que uno, cualquiera, debe amar su patria aunque ésta sea imperfecta. Lo cierto es que me quedó un regusto agridulce. Estaba de acuerdo con la tesis defendida en él, sí, pero más accidentalmente que sustancialmente. Coincido, por supuesto, en que el amor a la patria cohesiona las sociedades, en que la vida común se vertebra en torno a él, en que es condición necesaria para alcanzar objetivos compartidos y en que contribuye a mitigar tanto el individualismo como el adanismo generacional que la modernidad ha alentado.

Sin embargo, por más que releo el artículo, no me termina de agradar su espíritu. Estoy convencido de que hay buenas razones prácticas para amar la propia patria, pero no estoy convencido de que esas buenas razones se deban enumerar. Seguro que hay excelentes motivos para que ame a mi madre aun siendo ella imperfecta, como también los habrá para que quiera a mi perro, que está tullido. Pero enumerar motivos que justifiquen el amor a una madre imperfecta o el afecto a una mascota tullida no deja de ser un signo de frivolidad. Así, me indignaría muchísimo que alguien me dijese que ama a su madre porque eso contribuye a su estabilidad emocional o que cuida de su perro porque ha leído varios estudios en los que se demuestra que infinidad de tribus antiguas muy admirables se desvelaban por los animales. ¿Por qué reaccionar de modo distinto, pues, cuando alguien me dice que amar el país en el que he nacido es bueno para alcanzar no sé qué difusos objetivos?

Chesterton, a quien no me canso de citar porque es una fuente inagotable de sabiduría, dedicó buena parte de su ingenio a escribir sobre esta cuestión. No concebía que alguien enumerase razones para amar su nación como se enumeran los productos que adquirir en el supermercado. Le incomodaban sobremanera esos patriotas ingleses que justificaban su patriotismo apelando a las grandes virtudes de Inglaterra, a su vasto imperio colonial o a su prosperidad económica. De ahí aquella máxima suya que debería estar grabada en el corazón de todo hombre: “Los romanos no amaban Roma porque fuera grande; era grande porque la habían amado”. Un español puede admirar la historia de Italia o reverenciar la potencia militar de China; pero España – que le ha dado un idioma con el que cantar el esplendor de un atardecer, un Dios ante el que arrodillarse y un modo concreto de estar en el mundo – le exige algo más, un compromiso que no puede surgir de la simple fascinación.

Un único motivo

He abusado demasiado de la paciencia del lector, que estará ya removiéndose en su sillón y planteándose tirar la toalla con este confuso artículo: “Si no debo amar España ni por su grandeza histórica ni por los efectos que ese amor produce, ¿por qué debo amarla entonces?” Temo que la simpleza de mi respuesta le decepcione; pero, igual que en el caso de una madre o de una mascota tullida, sólo se me ocurre un motivo legítimo por el que alguien debe amar su nación: que es la suya. No hay razón más noble y verdadera, no hay otra cosa que la haga digna de amor.

A mi modo de ver, cuando uno condiciona su amor a una realidad cualquiera, termina por amar menos la realidad que sus condiciones. Quien ama España porque es democrática no ama tanto España como la democracia. Quien ama España porque fue imperial no ama tanto España como la grandeza de los imperios. Quien ama España porque hacerlo contribuye a mitigar el individualismo rampante no ama tanto España como odia el individualismo. Quien ama España porque ahora, casi circunstancialmente, es liberal no ama tanto España como el liberalismo. No pretendo siquiera insinuar que amar la democracia, el liberalismo o los imperios sea inadmisible; pretendo, más bien, mostrar que quien ama su nación porque es imperial, democrática y liberal no la ama realmente o que, al menos, la dejará de amar cuando no reúna todas esas exigentes condiciones.

He asegurado ya que uno debe amar su patria porque es suya, y también que ese motivo es el más noble y verdadero. Añadiré, por tranquilizar a ese lector pragmático al que no le gusta perder el tiempo, que también es útil hacerlo. Pero es útil a condición de que no se piense en su utilidad. En nuestra relación con la patria ocurre algo similar a lo que ocurre en la relación con nuestros amigos: sólo dará fruto abundante cuando no busquemos enfermizamente que dé fruto abundante. Si amamos nuestra patria pensando que así la convertiremos en un lugar próspero en el que vivir, probablemente terminemos emigrando a un paraíso fiscal. Si, en cambio, la amamos incondicionalmente, desearemos ardientemente su bien y trabajaremos para procurárselo aun en las circunstancias más adversas. Resuena en nuestra cabeza la sentencia chestertoniana. “Los romanos no amaban Roma porque fuera grande; era grande porque la habían amado”.

Así pues, puede establecerse una relación proporcional entre la grandeza de una patria y la intensidad del amor que le profesan quienes han nacido en su seno, pero lo cierto es que no conviene pensar demasiado en ella. Debemos amar nuestra nación como amamos nuestro hogar, a nuestros padres, a nuestros hermanos, a nuestros hijos, a nuestros amigos: incondicionalmente, con sencillez de espíritu y sin proyectos demasiado ambiciosos en la cabeza. Si la amamos de ese modo, toda esa grandeza que deseamos para ella le sobrevendrá como por añadidura. 

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Sobre ratas y hombres: el desparrame del calendario

En Asuntos sociales por

Cada febrero a los madrileños se nos hace más difícil pasar por alto la mirada del engendro zodiacal que desde las marquesinas nos recuerda la llegada del Año Nuevo Chino. Señaladísima fecha que de un tiempo a esta parte el ayuntamiento se propone a injertar en nuestras apretadas agendas culturales, y que se asienta lenta pero sólidamente, al parecer tan invulnerable al signo político de la alcaldía como al virus SARS COV-2 . Hablamos de un mes entero de actividades y espacios dedicados a la promoción de la cultura de nuestro risueño coloso.

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No darás de comer a los monos: humanidad en el filo de la supervivencia

En Videojuegos por

Este texto no pretende ser una review al uso ni nada semejante. Sólo quiero compartir algunas reflexiones que brotan de una idea común: la experiencia fundamental que propone el videojuego Do Not Feed the Monkeys (Fictiorama Studios, 2018) es de naturaleza ética, pues tiene que ver con la posición que adoptamos frente a un mundo en el que no encontraremos posibilidades reales para desplegar una vida digna.

Tengo en cuenta que el lector ha jugado a Do Not Feed the Monkeys. Por ello, también destripo sin precaución toda la trama de este entretenimiento virtual. Vaya el aviso por delante, para que nadie se espante.

Para que quede claro que voy en serio, ofrezco aquí una captura de pantalla de uno de los posibles finales de Do Not Feed the Monkeys. En este final la policía descubre nuestras actividades y el juez nos condena a dos años de prisión.

Realidad, prohibición y libertad

“No matarás”, “No robarás”, “No adulterarás”. La mayor parte de los mandamientos de la ley mosaica están enunciados en forma negativa. La formulación negativa de una norma puede abrir a un sistema de posibilidades más amplio y rico que la formulación positiva. El “no deber hacer”, siempre que sea escueto, supone la capacidad e, incluso, la necesidad de hacer muchísimas otras cosas: todos los demás síes a los que conduce un único “no”. Por su parte, el “deber hacer” suele implicar el “no deber hacer” muchísimas otras cosas. El “no deber hacer” más que una cosa entre muchas limita ampliamente el horizonte de posibilidades. He aquí la diferencia entre una ley de libertad y una ley ideológica. 

Comienzo con este telón legislativo negativo de fondo para expresar mi sorpresa ante el título de Do Not Feed the Monkeys, uno de los pocos juegos virtuales nombrados en negativo. Esta particularidad, la negativa nominal, apunta no hacia las limitaciones del juego, sino hacia sus muchas posibilidades. La idea es fantástica: el nombre del juego es a la vez su regla y la tentación que plantea. El título, además de ser muy atractivo, pone el acento en esa tensión psicológica que provocará constantemente en el jugador, por un lado, su posición de poder y, por otro lado, las situaciones de injusticia o necesidad de las que será testigo. 

La norma negativa, si bien es cierto que propicia posibilidades, no es menos cierto que lo hace con mayor vigor si tiene una razón de ser. Sin un fundamento anclado en la realidad y en el bien de la persona, la ley es mera fórmula que deviene en formalismo. ¿Por qué no se debe alimentar a los monos en un zoológico? Parece que la arbitrariedad que resulta de la suma de criterios de quienes desfilan frente al recinto de los simios es juicio insuficiente para el diseño y la aplicación de una dieta cabal, ¿cierto? La prohibición de la iniciativa nutricional con respecto a los monos (dirigida al visitante del zoo) es una norma que, primeramente, pretende proteger a los observados. Puede que existan mejores razonamientos que justifiquen el archiconocido cartelito, pero éste es el que se me antoja como más verosímil. No alimentar al mono supera el formalismo, se fundamenta en la realidad y protege a todos.

Cuando en Do Not Feed the Monkeys se nos prohíbe dar de comer a los “monos”, ¿también se está protegiendo a esos “monos”, es decir, a esas personas? Sí. No. Si de alguna forma la norma les protege a ellos desde luego se trata de un bien colateral y no es su intención primera. En realidad, lo que se está protegiendo es la estructura, el aparato, la vigilancia, el control, la clandestinidad, la impunidad, el crimen contra la intimidad y la falta de escrúpulos. Aquí la norma no brota del bien del otro, sino del interés concreto de un ente perverso que se aprovecha del otro utilizándolo como materia prima. Se defiende una mercancía, si se quiere. Hagamos la analogía con respecto a nuestro mundo actual. ¿Y si la legislación que nos somete siguiera toda ella en la misma lógica? En ese caso, las leyes serían carteles que pretenden macroregularnos con el fin de perpetuar el sistema. Por lo tanto, tampoco pasaría nada si ignoramos ligeramente algún mandato, ¿no? Total, no tendría tanto que ver con el bien de la persona como con la estabilidad de un sistema bastante imperfecto. Dicho de otra manera, transgredir esa norma sería como orinar secretamente en una piscina pública de dimensiones desproporcionadas: no se puede, pero “no pasa nada”.

En realidad ocurre algo semejante en el caso de los monos, ¿no es así? No pasa nada si uno les da de comer alguna cosa de vez en cuando. Pasaría algo si todos les ofrecen todo tipo de comida ininterrumpidamente, pero si sólo lo hacen uno o dos visitantes privilegiados al día, tampoco es para tanto, ¿no? Por consiguiente, esas normas resultan ser poco más que proposiciones relativamente arbitrarias. Dicha legislación puede incumplirse,siempre que sólo sea uno el que transgreda mientras el resto permanece sometido a la restricción.

¿Es legal vigilar a otras personas sin su permiso? Seguramente no, pero, si ni ellas ni las autoridades competentes se percatan, incluso puede montarse una sociedad piramidal para sacar partido de ello. El Club de Observación de Primates es una organización ilegal con una única ley que quiere garantizar su estabilidad. ¿El club permite interactuar con los observados? No lo permite, pero es posible violar el código en pequeñas dosis, de tal modo que los inspectores de dicha sociedad no se percaten. Pienso que lo que hay de fondo en este juego es precisamente eso: una libertad que se cuela entre los barrotes de un sistema poco humano.

Equipo de juntaletras trabajando en condiciones precarias (Do Not Feed the Monkeys).

¿Simulador de voyeur? O de periodista malo, o de agente de la Stasi 

El juego se plantea como un simulador de voyeur, pero pienso que Fictiorama Studios nos engaña deliberadamente con esta descripción. Quizá quisieran, aunque sea inconscientemente, que descubriésemos que nos despistan, que esta descripción es un señuelo. El padre de Martin MacFly era un voyeur: espiar chicas con sus prismáticos a plena luz del día agotaba todas sus operaciones posibles. El jugado de Do Not Feed the Monkeys puede hacer mucho más que eso, tiene poder mediático, administrativo y divino. 

Esta tensión entre observación e intervención es la que encontramos en el mito del periodismo, tan popular desde mediados del siglo XX. Quizá Tintín sea uno de los mayores exponentes en dicho asunto. El periodista, ¿sólo debe observar e informar o, si fuera necesario, también debería intervenir en favor de los débiles, de los que sufren la injusticia o de los necesitados? En Do Not Feed the Monkeys no somos periodistas, pero compartimos una parte se su privilegiada experiencia vidente.

Pienso que el vínculo con el periodista no está muy alejado del universo del juego. Al comienzo de cada día el personaje consulta el periódico. En su portada pueden comprobarse los efectos de la intervención o de la inacción del jugador en el mundo. Aquí, igual que en Papers, Please (Lucas Pope, 2013) o como en muchas películas de superhéroes (tanto las dos primeras tanto de Los 4 Fantásticos como de la Patrulla X son paradigmáticas) el protagonista descubre que sus acciones escondidas tienen consecuencias notorias. Se trata de la estereotípica fantasía de toda mente adolescente: el mundo gira en torno a mí, reacciona a mis movimientos, soy su centro. Recordemos aquella fantástica secuencia de la anagnórisis de Truman en El show de Truman (Peter Weir, 1998) al descubrir que el mundo gira a su alrededor. 

La actividad del jugador de Do Not Feed the Monkeys no sólo está emparentada con la del periodista, sino también con la del clásico espía de régimen comunista (hablando de Papers, Please). Piensen ustedes en La vida de los otros (Das Leben der Anderen, Florian Henckel von Donnersmarck, 2006). Al final resultará que Do Not Feed the Monkeys no será un simulador de vouyeur, sino un simulador de periodista malo, o de agente ejemplar del Partido (tal parece ser la afinidad entre una actividad y la otra).

Este tipo de actividades tan mezquinas no pueden sostenerse de otra forma que no sea adormeciendo la conciencia. ¿Cómo facilita esto el juego? Gracias a su ritmo frenético. La rapidez con la que el jugador debe devorar la narrativa de cada cámara de vigilancia es análoga a la voracidad con la que en nuestros días consumimos series, videojuegos o instastories. Hay muy poco tiempo para resolver muchos problemas; el tiempo de contemplación y formación del propio criterio es un lujo inalcanzable.

Voyeur que gana dinero vendiendo imágenes de otra persona es “víctima” del jugador, otro voyeur que gana dinero vendiendo imágenes e información de otras personas (Do Not Feed the Monkeys).

Ilusiones y promesas

Los desarrolladores de Do Not Feed the Monkeys han expresado explícitamente en algún que otro foro que el personaje jugador vive miserablemente en un mundo gris. Es un juego de supervivencia, a ello estaba dirigido su proceso de equilibrado: reforzar la dinámica de supervivencia. Fictiorama Studios quería reflejar la vida del hombre de nuestros días: precariedad económica, acoso en redes sociales, estado de vigilancia permanente, etc. Precisamente atribuyen el éxito de ventas del juego en Rusia y en China (¿es posible que hablásemos antes de regímenes comunistas/totalitarios?) a la connaturalidad entre la experiencia que propone el juego y la experiencia vital de una mayoría de los habitantes de dichos países.

En medio de este mundo gris, de esta existencia insípida, aparece una novedad ilusionante: el personaje jugador ha sido admitido en el Club de Observación de Primates. El ingreso en esta sociedad secreta es una promesa de prosperidad y de sentido que fomenta que el jugador, aunque sea de forma fugaz y vaga, haga un proyecto, es decir, que elabore expectativas de futuro en clave de logro personal. Pronto, implícitamente, se sabe que el club promete más de lo que puede dar:

  • En primer lugar, no existe un desvelamiento progresivo del origen o funcionamiento de esta sociedad secreta. De este modo, el jugador prolonga pacíficamente una circunstancia que le mantiene a merced del Club de Observación de Primates.
  • En segundo lugar, el ingreso en el club no ha sacado al personaje de su situación precaria, sino que le ha encerrado todavía más en ella: para permanecer en el Club de Observación de Primates, el personaje principal debe asegurar un progreso semanal y ello implica que intensifique ese modo de vida precario que es el punto de partida del juego (y lo que intenta superar). Las pocas veces que el jugador abandona su actividad -tan “prometedora”- como observador es para ganar un dinero que le permita seguir viviendo y mantener su participación activa en el Club de Observación de Primates.
Oferta de trabajo esporádico (Do Not Feed the Monkeys).
  • En tercer lugar, este falso camino hacia una plenitud -que nunca llegará- pasa por la obtención de las claves narrativas de las vidas de perfectos desconocidos a los que se espía. El progreso en el juego sucederá a costa de los demás; unos demás animalizados primero (“simiomorfizados”) y cosificados después como simples medios.

Estos tres indicadores son una premonición del final de la partida. Es fundamental que ningún final de Do Not Feed the Monkeys satisfaga al personaje: o vuelve a la casilla de salida, pero sin posibilidad de ingresar de nuevo en la sociedad secreta; o acaba en una prisión estatal; o termina encerrado en el sistema de vigilancia del Club de Observación de Primates; o una trinidad simiesca y divina le anuncia la revelación de una verdad que nunca se revela…

Al final, la vida del jugador se limita al mantenimiento de unos niveles biológicos básicos al estilo Maslow (¿hemos dicho ya que la supervivencia es la dinámica privilegiada en el equilibrio del juego?) que garanticen sus servicios al Club de Observación de Primates. No hay nada más: promesas, expectativas y mucho espionaje al servicio de identidades en la sombra. El personaje abandona una existencia manifiestamente insatisfactoria y consciente para sumergirse en una insatisfacción narcotizada de la que ni siquiera es consciente. Dicho de otra forma: salió de Málaga para entrar en Malagón.

Tras el sombrero se esconde el misterioso acompañante de la mujer acostada (Do Not Feed the Monkeys).

El simio eres tú

¿Y si el propio jugador es el primate al que no se debe dar de comer? ¿Y si el mundo que critica Do Not Feed the Monkeys consiste precisamente en eso, en un sistema de vigilancia que nos pone a dieta de aquello que más y mejor dice de nuestra humanidad? ¿Y si el juego nos introduce en una dinámica de supervivencia (sueño, comida, etc.) para que descubramos que nuestra existencia es algo más que eso? ¿Y si el juego nos transforma en monos? Es más, ¿y si Do Not Feed the Monkeys nos revela que, en verdad, por nuestras conductas, nos hemos situado existencialmente en el nivel del primate? Sería lo más coherente: el amante de aquella señora del dormitorio no es un ser humano, sino un ángel caído; el contable es en realidad un apasionado de los espectáculos de travestismo; el anciano alemán resulta ser ¿Hitler?; ese cantante que saca nuevo disco y rezuma vitalidad en el estudio de grabación oculta que su muerte está pronta; la anciana caritativa en verdad es una avara incurable… y el jugador es un mono.

El Club de Observación de Primates nos hace participar de un ideal de control que queda deslegitimado por sus resultados, a pesar de lo adictiva que ha sido la experiencia. Porque precisamente se trata de eso, de que ciertas cosas (lo hemos dicho) se hacen mejor sin conciencia.

Volviendo a la ley mosaica, pienso que lo fundamental de esa ley no es la mera forma, mayormente negativa. Tampoco creo que su objetivo fundamental sea la regulación de la vida de la sociedad. Es bueno que sea negativa y también es cierto que regula la sociedad. Lo fundamental, no obstante, proviene de su adecuación a lo que por naturaleza constituye el bien de la personas. Considero que el gran valor de Do Not Feed the Monkeys es el cuestionamiento sobre nuestro mundo actual en tanto que auténtico sistema de posibilidades que garantice el desarrollo auténtico de la persona humana.

Segmento de uno de los finales de Do Not Feed the Monkeys.

Póker del Joker: la protesta se cronifica en la política contemporánea

En España/Mundo por

Los medios hablan de una ola de protestas que sacude el mundo, pero es difícil afirmar que haya conexión entre ellas; para hablar de algo generalizado habría que adentrarse en cada manifestación y especificar las causas que la amplifican. Como sea, es cierto que en cuatro continentes se han producido movilizaciones, y algunas, como las feministas y ecologistas, son claramente transnacionales.

En Europa, los chalecos amarillos marchan por Francia y la huelga vuelve a ser una medida de presión importante. Entretanto, la corrupción congrega en las plazas a checos y rumanos, el nacionalismo callejea desde España hasta Reino Unido, y tanto las “sardinas” como los “leghisti” desbordan Italia.

Es en Latinoamérica donde las manifestaciones se han hecho más frecuentes: luego de la gran conflictividad social que se ha ido arrastrando por las calles de Venezuela, Honduras, Nicaragua, Puerto Rico o Haití, el descontento ha ido bajando, territorialmente y también en cuanto la urgencia de los reclamos, por Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia. La insuficiencia democrática de algunos se entrecruza con el estancamiento económico de otros y se solidifica en desigualdades bastante comunes que se vuelcan en las ciudades.

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The Farewell: basada en una mentira real

En Cine por
The Farewell Nana Wang

La película de Nana Wang es posiblemente el largometraje más sorprendente de la temporada, si bien juega en un liga muy distinta, más relajada, que la también asiática Parasites, el chiste de tres horas de Tarantino, la maravillosa A rainy day in NY o la recién estrenada The irishman. Sin embargo, eleva su género lo suficiente como para merecer un sitio junto a estas tres y superarlas en no pocos aspectos.

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La caída de Roma y la caída de Occidente, ¿se repite la historia?

En Religión por

Quizá desde que Oswald Spengler publicara La decadencia de Occidente (Der Untergang des Abendlandes, 1918), existe una fácil tendencia a asumir que eso que llamamos Occidente está herido de muerte, sin remedio posible. Cuando, con los matices pertinentes, se acepta este pronóstico, lo que queda por discutir es qué habrá después y en qué momento nadie podrá negar que el cadáver hiede. Como el autor alemán basaba su ensayo en un análisis cíclico —amén de forzado— de la historia y de las civilizaciones, el paralelismo con la denominada caída de Roma es inevitable en cada reflexión sobre este tema. Sin embargo, cabría ser cautos, y plantearnos varias preguntas, antes de dar por sentado que nuestro mundo sucumbe mirándose en el espejo romano. La primera pregunta: ¿qué es Occidente? La segunda: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de la “caída del Imperio Romano”?

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El mito del vampiro III: Los orígenes

En Democultura por

En las pasadas entregas habíamos abordado la figura del vampiro desde la literatura, haciendo alusión a la obra que introduce al vampiro romántico en la era moderna, El Vampiro, de John W. Polidori, así como la obra cumbre de Bram Stoker, Drácula, no omitiendo a los reconocidos autores que, antes y después de Polidori, contribuyeron al desarrollo de la literatura vampírica.

En esta ocasión, continuaremos nuestro viaje adentrándonos en los orígenes mismos del mito vampírico, para tratar con ello de comprender la fascinación que el vampiro, esa expresión del arquetipo junguiano de La Sombra, ha causado en el ser humano desde tiempos quizás inmemoriales.

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Argelia y Sudán, ¿el renacer de la primavera árabe?

En Internacional por

Sudán del Norte y Argelia se han convertido en los principales focos de cambio y revolución en el continente africano. El malestar económico, político y social ha llevado a las poblaciones argelina y sudanes a la calles, y ha puesto fin a los 30 años de Omar al-Bashir en Jartum y las dos décadas de Abdelaziz Bouteflika como presidente argelino.

Ahora queda un revuelo social lleno de incertidumbre, que recuerda en gran medida a los movimientos de la Primavera Árabe que agitó gran parte de la vertiente mediterránea del continente africano. Claudio Fontana entrevista a Francesco Strazzari, profesor de Relaciones Internacionales en la Escuela Superior Santa Ana de Pisa, para analizar la situación de estos países y qué podemos esperar de las revueltas.

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Sudán: el pueblo frente al ejército

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Lo que está pasando en Sudán puede parecer novedoso, pero no lo es. Ya ha pasado en otros países dónde el pueblo, con sus manos vacías y una fuerte determinación, consiguió deshacerse de una dictadura armada y represora. Ya pasó en Túnez y Egipto en lo que se llamó la primavera árabe; luego en Burkina Faso contra el presidente Blaise Compaoré y, en última instancia, en Argelia.

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