El pasado 16 de febrero, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) anunció que Uganda había alcanzado oficialmente el millón de refugiados procedentes de Sudán del Sur. Si le sumamos el número de refugiados originarios del Congo y otros países limítrofes, la cifra llega hasta 1.400.000 personas.
Cada día a lo largo del último año, una media de 1.800 sudsudaneses cruzaron la frontera ugandesa. Más del 85% eran mujeres y niños. Quiere decir que apenas uno de cada diez personas que consigue escapar de Sudán del Sur es un varón adulto. Un dato que refleja la crudeza que vive un país azotado por los grupos armados y una situación crítica de hambruna.
Los que consiguen escapar del caos y llegan a las puertas de Uganda, hablan de una violencia desmesurada y visceral. Relatos sobre casas incendiadas con familias en su interior, asesinatos en masa, ejecuciones ante los ojos de esposas, madres e hijos, violaciones múltiples o niños convertidos en el brazo ejecutor de la guerrilla.


Desde su independencia en 2011 de Sudán del Norte – justificado principalmente por la orientación islámica del gobierno de Jartum – Sudán del Sur se ha visto envuelto en una disputa de poderes entre el Presidente Salva Kiir y el vicepresidente Riek Machar, representantes de los intereses dinka y nuer respectivamente, las etnias mayoritarias de un territorio rico en petróleo. Sin embargo, en el país conviven hasta ocho tribus diferentes, que se unieron de forma unánime en una votación histórica por alcanzar la independencia en 2011 y que ahora, se desangra por los intereses particulares de las élites políticas y económicas.
Aunque en la tarea de acogida también han ayudado otros países como Sudán (del Norte), Etiopía, Kenia, la República Democrática del Congo o la República Centroafricana, es Uganda quien se lleva la mayor parte. Con la llegada en masa de los refugiados, el gobierno de Yoweri Museveni se está quedando sin suministros para abastecer las necesidades de toda la población migrante. A esta llegada masiva se suma la problemática de la corrupción en la gestión de los fondos y el retraso en el pago del presupuesto acordado. En julio de 2017, Uganda solo había recibido el 21% de los 674 millones de dólares acordados por la comunidad internacional para el mantenimiento y ayuda de los refugiados de Sudán del Sur. Situación que aún se agrava si sumamos la necesidad de atender a los refugiados provenientes del conflicto del este del Congo.
El déficit de fondos en Uganda está mermando significativamente las capacidades para entregar ayuda vital y servicios básicos clave. En junio, el Programa Mundial de Alimentos (World Food Programme) se vio obligado a recortar las raciones de alimentos para los refugiados. Las clínicas de salud que operan en los asentamientos del norte del país proporcionan atención médica vital con una capacidad de recursos muy limitada, tanto a nivel de personal como en relación a los medicamentos.


Un drama que afecta a toda la región
El horror y la necesidad también sintetizan la vida en el oeste del Congo. Una zona que los grupos rebeldes han convertido en una especie de salvaje oeste donde roban, violan y asesinan a la población, especialmente de las zonas rurales que es donde están las minas de coltán y otros minerales demandados por la industria tecnológica. Atractivos que motivan y financian el negocio militar y que sirven de pretexto a los mercenarios para lograr sus réditos personales en forma de dinero, joyas, sexo y sangre. El Congo lleva más de 20 años con esta herida que no cicatriza y que empuja, cada día, a más de 400 personas al exilio.
Desde diciembre de 2013, cuando estalló la crisis en Juba, más de dos millones de sursudaneses han huido a los países vecinos y se calcula que otros tantos están internamente desplazados. Si tenemos en cuenta que antes del conflicto el país contaba con nueve millones de habitantes y que la cifra de muertos es incalculable, se entiende que estamos hablando de una de las crisis humanitarias más graves de los últimos 20 años en África. Sin olvidar que decenas de periodistas y más de 80 cooperantes internacionales también han perdido la vida desde el inicio del conflicto, estrechando el suministro de información y de ayuda humanitaria, ya que muchas ONGs y agencias de comunicación han decidido abandonar el territorio.


Otro de los pilares en detrimento es la escolarización. Las aulas – esqueletos de madera cubiertos con lonas resquebrajadas – acogen a más de 200 niños. En ocasiones, las lecciones se imparten directamente al aire libre por la falta de espacio en las barracas. Muchos niños de los campos están abandonando la educación porque las escuelas más cercanas están demasiado lejos para acceder; y eso en África se traduce en distancias considerables, ya que es fácil cruzarse por los caminos rurales con niños que caminan kilómetros hasta la escuela.
Es difícil cruzar una frontera ugandesa sin pasar cerca de un campo de refugiados. Uganda se ha convertido en el limbo de más de un millón de personas. Atrapadas entre la guerra y la prosperidad convertida en ideal. Mandar a los jóvenes a la ciudad en busca de trabajos crueles y mal pagados se ha convertido en la única salida para muchas familias. Claro que, para muchos, tener familia se convierte en el primero de los problemas.

