Déjenme que empiece por el principio. Donald Trump no ha ganado las elecciones. El 20 de enero de 2017, a las 12 del mediodía jurará su cargo como 45 Presidente de los Estados Unidos en la escalinata del Capitolio, pero Trump no ha ganado las elecciones. En el ángulo oscuro de su casa de Chappaqua (Nueva York), silenciosa desde el miércoles 9 de noviembre y comenzando a coger polvo está la única responsable de que Donald Trump sea el sucesor de Barack Obama en la Casa Blanca: Hillary Clinton.
La aclamada candidata del partido del burro ha perdido las elecciones. Más de uno podrá decir que estoy haciendo un juego de palabras, pero no es así. Me van a permitir que justifique tal afirmación con algunos datos, no muchos.
Primero, Hillary Clinton ha obtenido el peor resultado, en porcentaje de votos populares, de cualquier candidato del Partido Demócrata desde que su marido ganó las elecciones en el año 92 (hace un cuarto de siglo). Pero hay que tener en cuenta que en aquella ocasión, eran tres los contendientes y que Ross Perot obtuvo un nada despreciable 18,9 % de los votos ciudadanos.
Es cierto que Hillary Clinton ha ganado en voto popular (algo más de medio millón de votos sobre un censo de 231,5 millones de inscritos, lo que supone medio punto más que su rival). Un resultado claramente insuficiente ya que Trump ha mejorado los datos de todos los candidatos republicanos del último cuarto de siglo a excepción de las dos victorias de George W. Bush.
Los datos se recogen en el cuadro adjunto y en él se puede comprobar la semejanza entre los resultados de 2016 y los del año 2000. Con una salvedad, Trump lo ha hecho bastante mejor que Bush jr. y Clinton lo ha hecho bastante peor que Al Gore.
Más datos, Hillary Clinton ha perdido seis estados en los que ganó Barack Obama hace cuatro años (Florida, Iowa, Michigan, Ohio, Pennsylvania y Wisconsi) y no ha sumado ninguno a su favor. Con que hubiese conservado la mitad de esos estado, sería presidenta.
Hillary Clinton ha ganado las elecciones en 20 estados más el Distrito de Columbia (este dato no tiene mucho valor porque siempre ganan los demócratas y con mucha diferencia, más de 70 puntos desde hace 30 años. Además, son sólo 3 votos electorales). En este caso se mueve en unos datos similares a los obtenidos por John Kerry y Al Gore en lo que llevamos de siglo XXI, pero la cuestión es que apenas ha mejorado nada. Ha sumado un punto en Washington y en Virginia, donde ya ganaban los demócratas y cuatro puntos en Massachusetts, también feudo tradicional demócrata.
En los otros 17 estados en los que ha ganado, sus resultados han sido peores que los de Obama hace cuatro años que ya eran, a su vez, peores que los de su primera victoria en 2008. Empeorando sobre el empeoramiento. Y en los estados en los que suelen ganar los Republicanos, Clinton también empeora. Sólo mejora muy ligeramente sus resultados en Arizona, Arkansas (el estado del que fue Gobernador su marido), Georgia, Kansas, Texas y Utah (que se volcó hace cuatro años con Mitt Romney).
Un desastre sin paliativos que queda resumido en este cuadro de elaboración propia a partir de los datos recogidos de The Washington Post estos últimos días:
Más datos: Cuatro de los estados que le han costado la presidencia a Hillary se sitúan en la zona de los grandes lagos, azotada por el desempleo y la desindustrialización en los últimos años. Si nos fijamos en el comportamiento de estos estados (Michigan, Ohio, Iowa y Wisconsi) en las tres últimas elecciones presidenciales (2016, 2012 y 2008) vemos que la tendencia a favor del candidato del Partido Republicano es creciente:






Con estos mapas a la vista, vemos también que la candidata demócrata ha perdido peso en los estados de la costa este. Solo en las grandes ciudades, la primera mujer con aspiraciones serias de lograr llegar a la Casa Blanca ha mantenido una cierta solvencia. Así que habría que dar por buenos los datos aportados por The New York Times según los cuales, en las ciudades de más de 50.000 habitantes (en las que vive 1 de cada 3 estadounidenses) se ha decantado mayoritariamente por Clinton 59-35, mientras que en el resto del país han preferido a Trump.
De forma más clara en las zonas rurales, casi 2 de cada 3 han optado por el republicano y algo menos en los suburbios en donde, aún así, el 50 % de los electores han optado por él frente al 45 % que han preferido a la demócrata.
Si alguien está interesado en más datos sobre el comportamiento electoral de los estadounidenses en estas elecciones, como se ha votado por grupos de edad o en que distritos electorales ha habido más movimientos de voto de un partido a otro, le recomiendo que revise los gráficos interactivos de The Washington Post y de The New York Times y seguro que despeja todo tipo de dudas. A mi me han llamado la atención dos datos especialmente a la hora de analizar la estratificación del voto. Veamos, de un parte la correlación entre el sexo de los votantes y su estado civil:
Si esto lo cruzamos con los datos de edad, nos sale un panorama bastante homogéneo que dibuja una fractura total en la sociedad estadounidense:
Hasta los 45 años, los votantes eran más partidarios de Clinton, con más de 45 confiaban más en Trump. Aquí no hay simpatía a partir de la edad del candidato (como pudo ocurrir en 2008 entre Obama y McCain). Ella tiene 69 y el 70. La preferencia tiene más que ver con las expectativas vitales de cada elector y lo que cada candidato ofrecía.
Clinton ha hablado más del medio largo plazo, de soluciones estructurales para mantener a EE UU como potencial mundial y buena parte de los votantes no pueden o no quieren esperar a ese medio plazo. Necesitan soluciones ya, de forma inmediata, en un mandato. Y ahí apareció Trump.
Al igual que en otros países, las nuevas generaciones se han quejado de que las viejas generaciones han decidido por ellos. Como si los de más de 45 (estoy a puntito de cambiar de un grupo sociológico al otro, ¡ay!) no tuviesen derecho a tomar sus propias decisiones. O como si tuviesen que aceptar lo que decidiesen sus hijos… cuando sus hijos deciden tomar alguna decisión, que no siempre ocurre. Es, en todo caso, una fractura preocupante, no sólo en EEUU, y a la que hay que seguirle la pista.
Otro elemento al que hay que seguirle la pista es al papel de la televisión en las campañas electorales, también en EEUU. Ya no me refiero a los debates, devaluados en este ciclo electoral en su influencia en los votantes. Me refiero a los mensajes electorales y a los espacios contratados por las campañas. Trump ha reducido drásticamente esta partida abaratando su campaña en gran medida. Todo lo contrario que Clinton. Sin embargo, no por eso ha tenido menos presencia en pantalla el republicano. No. Ha sabido aprovechar mejor las apariciones de lo que he dado en calificar como Politáculo. La aparición de los candidatos en todo tipo de programas de entretenimiento y espectáculo disolviendo las barreras de la comunicación política tradicional y llegando a un número y a un tipo de electores hasta ahora inaccesibles para los candidatos.
Harían bien los medios en estudiar ese elemento y aprender a contemplarlo en futuras campañas. Igual que harían bien en estudiar su propio comportamiento durante las campañas y ante los candidatos, sobre todo la prensa escrita. Es como si no se hubiesen dado cuenta de que cada vez menos electores leen periódicos y, por lo tanto, tuviesen una influencia menor sobre los que verdaderamente deciden las elecciones: los electores, los votantes.
Resulta llamativo que los mismos que se indignaron porque Trump no confirmara si aceptaría los resultados ahora salen a la calle a protestar.
Llamativo, por cierto, que los mismos ciudadanos que se indignaron cuando en el último debate Donald Trump no quiso confirmar si aceptaría el resultado de las elecciones si le era negativo, sean los que ahora salen a la calle a protestar contra el resultado que han arrojado las urnas.
Más o menos, parecido a lo que ocurre con buena parte de los analistas. Hasta hace una semana apelaban a que el sistema electoral y democrático estadounidense pondría en su sitio al outsider Donald Trump. Ahora, claman por modificar ese mismo sistema porque está anticuado, es inservible o no es demasiado democrático aunque ha logrado la nada despreciable cifra de 45 presidentes electos y casi 250 años de democracia asentada. No me digan que no es como para sonreírse, cuando menos.
Al margen de todo lo dicho, se aproxima el momento de mirar para el futuro y tratar de vislumbrar que es lo que puede ocurrir cuando Trump empiece a ejercer como presidente el 21 de enero próximo. Me pongo a pensar en ello de inmediato pero, de momento, me parece oportuno recordar este gráfico:
Donald Trump es el primer Presidente Republicano desde Eisenhower que inicia su mandato presidencial con las dos cámaras (el Senado y la Cámara de Representantes) dominadas por el Partido Republicano. Al es militar, héroe de la Segunda Guerra Mundial, el idilio le duró justo dos años. En las elecciones de medio mandato ambas cámaras pasaron a los demócratas que mantuvieron el dominio en las dos durante 26 años, que se dice pronto. Nunca, ni antes ni después, un mismo partido ha logrado tal control del legislativo en EE UU. Tal vez, Donald Trump debería tenerlo en cuenta.