— ACNUR ha documentado que existe un promedio de doscientos nicaragüenses solicitando asilo cada día en Costa Rica desde finales del mes de julio
— El apalancamiento de Daniel Ortega en el poder le va restando aliados en el panorama internacional
Silvio Rodríguez escribió una canción en 1983 dedicada a la Nicaragua revolucionaria de 1979. Su letra forma parte ya de la tristemente famosa historia de violencia latinoamericana del siglo XX, donde se sucedieron masacres, se saldaron revanchismos arraigados desde muchos años atrás y donde oligarquías e intereses particulares sometieron a la población y al país a sus caprichos.
Canción urgente para Nicaragua fue y es una canción comprometida con la ideología que levantó a buena parte de la población nicaragüense durante la Revolución Popular Sandinista de 1979 contra la dictadura de Anastasio Somoza, pero los tiempos han cambiado y como dijo el cantante cubano hace unos años cuando rechazó cantar dicha canción a petición del público en un concierto suyo en Managua, “en el actual contexto es imposible cantar esta canción”.
El primero de septiembre Daniel Ortega dio por concluida la estancia de los representantes de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos y les ha obligado a hacer las maletas para marcharse del país justo después de publicar estos un documento sobre las diferentes violaciones de los derechos humanos que se han producido en la región desde las protestas que se iniciaron en el mes de abril y que se originaron a raíz de una reforma de la seguridad social nicaragüense anunciada por el gobierno de la que posteriormente se retractaría. Al final las protestas iniciales mutaron en un levantamiento civil que pedía la salida de Daniel Ortega de la presidencia por abuso de poder y por practicar un nepotismo descarado al frente del gobierno de Nicaragua.
Según el documento firmado y avalado por la OACNUDH, las violaciones de derechos humanos incluyen el uso desproporcionado de la fuerza por parte la policía, que a veces se tradujo en ejecuciones extrajudiciales; desapariciones forzadas; obstrucción del acceso a la atención médica.
Además de la Oficina de Naciones Unidas, varios entes internacionales y organizaciones civiles se han pronunciado sobre la situación violenta que vive Nicaragua y la necesidad de tomar medidas urgentes. Entre ellas podemos citar a la Organización de Estados Americanos (OEA) solicitando elecciones anticipadas a 2021, a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), o a autoridades históricas de la izquierda latinoamericana como Pepe Mújica, el cual se refirió al gobierno de Daniel Ortega como “un sueño revolucionario que derivó en autocracia y cuyo situación obliga a renunciar al poder”.


Pero quizás, lo peor de la situación de Nicaragua es la polarización social y la instrumentalización partidista de las instituciones públicas. Dos problemas, el primero a corto plazo y el segundo a largo plazo. El primero, un paso previo al enfrentamiento civil armado y el segundo un problema de credibilidad interna frente a la población para futuros gobiernos.
Por un lado, la polarización de la población civil se convierte en una herramienta más en manos del gobierno, permitiendo la existencia de grupos armados progubernamentales que actúen al margen de la legalidad existente ignorando el concepto de monopolio de la violencia estatal en manos del Estado, ya que sus actuaciones son en connivencia con las autoridades nacionales -pero sin su gestión directa-, por lo que la difusión de la violencia y castigo se realiza de forma descontrolada dejando tras de sí un halo de impunidad a sus autores y de descrédito a un gobierno que los apoya con su silencio y con armas.
Por otra parte, el uso de las instituciones públicas de forma parcial (partidista) quizá sea el obstáculo más difícil de superar para una nación después de un enfrentamiento armado. La pérdida de credibilidad en unas instituciones públicas que deben ser el punto de encuentro entre las diferentes formas de entender un país se convierten en organizaciones con intereses privados ajenos al bien común. Por ejemplo, caso flagrante es la devaluación del prestigio de la justicia en Nicaragua. Ver cómo la Corte Suprema de Justicia está copada por miembros afines a la familia Ortega deja en una situación comprometida a la esencial división de poderes que debe regir en cualquier estado democrático que se precie.


Si a todo esto se le suma la alta tasa de inseguridad ciudadana que se vivía previamente a las revueltas en Nicaragua, la conclusión a la que llega buena parte de la población es simple: si el Estado nicaragüense es incapaz de controlar la situación y de impartir justicia conforme a la ley de forma equitativa, la autorregulación violenta será una de las salidas. El sentimiento de impunidad está muy extendido y la intervención de grupos paramilitares y parapoliciales con armamento militar se deja ver por el tipo de heridas que presentan los opositores cuando reciben atención médica. En este escenario, las instituciones de seguridad pública son a la vez “juez y parte” del problema, configurando una situación muy compleja y que impide la implantación de políticas preventivas.
La insostenibilidad de la situación y la posición geográfica del país hace que el conflicto se externalice rápidamente hacia sus vecinos más directos: Honduras, El Salvador y Costa Rica. Pero es en esta última, con un equilibrio social y económico mayor que las vecinas del norte la que está recibiendo mayor cantidad de ciudadanos nicaragüenses. Esto ha producido reacciones de diferente cariz en Costa Rica. Hubo tanto manifestaciones contrarias como a favor de recibir a los nicas que huyen del conflicto. En datos, la ACNUR ha documentado que existe un promedio de doscientos nicaragüenses solicitando asilo cada día en Costa Rica desde finales del mes de julio.
Ejemplos de cómo los movimientos masivos sobrepasan la capacidad de gestión de las naciones los tenemos a diario en cualquier esquina del mundo
Así de nuevo nos encontramos con una situación tan extraordinaria como común a lo largo de la historia. El movimiento de población entre regiones ha sido una nota común durante siglos en el mundo, pero aún así, la situación sigue causando estragos sociales al ser un problema que los gobiernos nacionales aún no han sabido afrontar con dignidad. Los flujos migratorios masivos siguen sin tener un protocolo de actuación claro, y el riesgo es para las dos partes, tanto para el que llega como para el que recibe, ya que ni los unos tienen las mismas garantías que los residentes, ni los otros saben de qué manera ubicarlos. Ejemplos de cómo los movimientos masivos sobrepasan la capacidad de gestión de las naciones los tenemos a diario en cualquier esquina del mundo: desde el más cercano en cuanto a la migración africana hacia Europa, pasando por la salida en masa de venezolanos hacia Brasil o Colombia, la situación de los congoleños y sudaneses que se dirigen hacia Uganda o la problemática de la etnia rohingya con Bangladesh.
En conclusión, la consolidación del proceso de paz entre el Gobierno colombiano y las FARC en 2017 parecía que iba a representar el fin del último conflicto político armado de cierta envergadura en América Latina, pero parece ser que los ecos románticos de una revolución que nació hace cuatro décadas buscando justicia e igualdad sobre un país maltratado le siguen proporcionando las rentas necesarias a un poder autocrático que cada vez tiene un discurso más alejado de la realidad social que le tocó gestionar.

